lunes, 24 de mayo de 2021

El afán de la letra

EL AFÁN DE LA LETRA


Un día, de pronto, recordaré el tacto de las páginas del libro, del primero, del libro seminal (o eso creeré, que era el seminal, porque la memoria, siempre, es un campo de ficciones). Entonces ya habrá ocurrido todo, del libro seminal habrá crecido lo demás, igual que las lentejas en un tarro de algodones, todo de tallos verdes, amarillos, bien peinados; pero lo recordaré, porque a los escritores les gusta relamerse, entenderse, autorizarse, recrearse en la poética melosa de lo propio, inventarse lo que son (no en vano es este, sí, un oficio de impostores). El caso es que está allí, el libro germinal, en las manos de mi padre, dentro de un sobre ocre, con esa tapa dura, satinada, de colores. Podré casi tocarlo, de cómo está de vivo el recuerdo en mi memoria, con ese papel grueso, todo lleno de solapas, un mundo desplegable: un león por aquí, un abejorro allá, la serpiente hace sssss, el gusano se esconde. Mi padre olía a coche, a un aire concentrado, a tapicería antigua, a trabajo en la ciudad. Y me traía un libro a la casa del campo, uno cada semana. Puntuaba el verano con una lluvia fina de libros de colores que eran como lentejas, con esa ilusión parda de ir a los algodones. Y entre los algodones se irá arrullando el libro. Yo dormiré con él, lo tocaré de noche, me clavaré sus puntas, le arrancaré solapas, me iré así convirtiendo al martirio de la letra, en esas noches frescas del verano en el campo. Ya sabré que en la letra (lo entenderé después) hay la lenteja dura y hay también el milagro escolar de los brotes.

Más tarde, en el colegio, trabajaré los brotes, despacio, con cautela, con calidad de orfebre. Será la agricultura obstinada de la letra, los cuadernillos verdes todos llenos de marcas de lápiz y de migas de goma de borrar. Caligrafía verde. Vendrá el rito de paso del grafito a la tinta, el placer iniciático del bolígrafo azul, los misterios adultos del mundo del bolígrafo para quien dominara los aperos del brote: el premio de la tinta, el gozo de la tinta. Un maestro orgulloso te impone, para siempre, el afán de la tinta. 

Descubriré un día los cuadernos de cuadros. De todos los tamaños, no importa: son los cuadros. La cuadrícula amiga que me abraza la letra: las vocales, un cuadro; las consonantes, dos: el rabo de la pe, el lazo de la ele, el trazo de la te. Y llenaré la casa de páginas con cuadros y pequeñas virutas del papel que se queda dentro del gusanillo.  Aprenderé las cartas: me estrenaré, quizá, con mensajes furtivos a la mujer que limpia en casa de mis padres; alguna profesora encontrará en su bolso una hoja de cuaderno plegada hasta lo mínimo. Luego, más adelante, no sabré lo que dicen aquellas cartas párvulas. Adquiriré más tarde consciencia del poder inmenso de las cartas, pero en ellas habrá, ya siempre, la memoria entusiasta de los cuadros, la terca voluntad de la letra ceñida a su medida exacta. Ya no será en cuadernos, porque después vendrá la máquina Olivetti cuando cumpla los doce, el ordenador de mesa cuando entre al instituto, el tiempo del portátil en la universidad. Pero siempre la letra obstinada, la medida: en la cinta, en la tecla, en el fondo magnético de la pantalla blanca. Entenderé después que el cuadro se ha quedado clavado en mi conciencia y adquiere dimensiones que ya no son de espacio: que la letra es de tiempo, también, tan poliédrica. Me quedará ya siempre la servidumbre trágica del ritmo de la letra y escribiré al dictado de un metrónomo sádico.

Escribiré, ya, sí. Escribiré diarios (“empiezo este diario”), cuentos (“Tom está triste”). Escribiré con tizas una rayuela bíblica en el ladrillo hidráulico de casa de mi abuela (“si quieres encontrarme sigue la flecha, abuela”). Mucho más tarde ya, cuando los brotes sean larguísimos, maduros, cuando transcurra el tiempo, releeré los cuentos (Tom siempre acaba muerto), recordaré a mi abuela pasando la fregona por todas las baldosas, la espalda amontonada después de las jornadas eternas de mercado cargando chirimoyas, pavías, aguacates. Y pensaré en la letra como en esa corriente del río que recoge limo de minerales, el río que se nutre con la piedra del lecho: la letra va tomando materia de las cosas que nombra en el camino. Quedan en mi conciencia, con troquelado léxico, los suicidios de Tom, el yugo del sexismo. Y tendrán que volver. Después. Como un castigo.

Llenaré una carpeta azul de poesía. Haré sonar las gomas (clas, clas) cuando la abra, como para invocar al joven mendigante que se fustiga (clas). Descubriré el poder hiriente de la letra. Dentro de la carpeta guardaré mis poemas y toda la piel pálida de mi antebrazo llena de cortes de suicida. Después la tiraré.

Escribiré mi nombre en un triste formulario de la universidad. Ordenaré carreras. No sé por qué motivo me apuntaré con letra redonda en Medicina (así, con la mayúscula: aún no habré perdido el respeto a la mayúscula): quizá porque yo quiero conocer el misterio del cuerpo y escribirlo. Durante cinco años, o seis, me volveré un amanuense gris. Y el río de la letra arrastrará colgajos de piel de los cadáveres, el calcio de los huesos, la urea del riñón, el líquido grumoso dentro de las probetas, la bomba de protones. Llenaré carpesanos y cajas con apuntes baldíos, desmembrados. Me opacarán la letra. Toda esa tinta yerma será un borrón larguísimo en mi afán de escribir: me habrá borrado el brillo, arrasará los brotes. Pero algo quedará, de eso, en la simiente pequeña de la letra: un aliento anatómico, un latido de órgano, un lamento cutáneo.

Engañaré al tedio maquinal del apunte y escribiré, a veces, historias en los márgenes. Escribiré un relato de amor homosexual y lo presentaré a un concurso de cuentos de la universidad. Y mi protagonista, por supuesto, tendrá la fiebre del suicidio. Me lo devolverán (tres copias a una cara, grapado en una esquina) todo lleno de marcas de lápiz, de tachones. Una amonestación. Lo guardaré debajo de los apuntes tristes de neuroanatomía. Pero una de las copias la leerá mi padre, se la daré así, con las marcas de lápiz, toda llena de sombras, de interrogantes grises, lo mismo que mi vida sentimental: tachada. Nunca me dirá nada, la guardará en su mesa maciza de trabajo. Se guardará mi grito entre dos mil sentencias.

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1 comentario:

  1. Hermoso Pablo! Y aún más por el hecho de que puedas contarnos cosas tan bonitas e intensas en ese estilo tan lírico que empleas. Gracias!

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