Juancho estaba borracho esa tarde, y se paseaba por la
vereda bravucón, aunque ya nadie en el barrio se sentía amenazado, o siquiera
inquieto, por su presencia intoxicada. A mitad de cuadra, Horacio lavaba el
auto como todos los domingos, en shorts y chancletas, la panza tensa y
prominente, el pelo en pecho canoso, la radio con el partido. En la esquina,
los gallegos del bazar tomaban mate con la pava en el piso, entre las dos
sillas reclinables que habían sacado afuera, porque el sol estaba lindo.
Enfrente, los hijos de la Coca tomaban cerveza en el umbral, y un grupo de
chicas recién bañadas y demasiado maquilladas charlaban paradas en la puerta
del garaje de Valeria. Mi papá había intentado, más temprano, decir buenas
tardes y darle charla a los vecinos, pero volvió adentro como siempre,
cabizbajo, apenas contrariado, porque era buena gente pero no tenía
conversación, cada tarde de domingo decía lo mismo.
Mi mamá espiaba por la ventana. Se aburría con la tele
dominguera, pero no tenía ganas de salir. Miraba por las rendijas de las
persianas entreabiertas, y de vez en cuando nos pedía un té, o una galletita, o
una aspirina. Mi hermano y yo solíamos quedarnos los domingos en casa; a veces,
a la noche, nos dábamos una vuelta por el centro si papá nos prestaba el auto.
Mamá lo vio primero. Venía de la esquina de Tuyutí, por
el medio de la calle, con un carro de supermercado muy cargado, y todavía más
borracho que Juancho, pero se las arreglaba para empujar la basura acumulada, botellas,
cartones, guías telefónicas. Se detuvo frente al auto de Horacio,
tambaleándose. Hacía calor esa tarde, pero el hombre llevaba un pulóver viejo
verdoso. Debía tener unos sesenta años. Dejó el carrito junto al cordón, se
acercó al coche y, justo del lado que le quedaba mejor a mi mamá para verlo, se
bajó los pantalones.
Ella nos llamó a los gritos. Nos acercamos y espiamos
por las rendijas de las persianas los tres, mi hermano, papá y yo. El hombre,
que no llevaba calzoncillos bajo un mugriento pantalón de vestir, cagó en la
vereda, mierda floja casi diarreica, y mucha cantidad; el olor nos llegó,
apestaba tanto a mierda como a alcohol.
Pobre hombre, dijo mi mamá. Qué miseria, a lo que puede
llegar uno, dijo mi papá.
Horacio estaba estupefacto, pero se veía que empezaba a
calentarse, porque se le enrojeció el cuello. Pero antes de que pudiera
reaccionar, Juancho cruzó la calle, corriendo, y empujó al hombre, que todavía
no había tenido tiempo de levantarse, ni de subirse los pantalones. El viejo
cayó sobre su propia mierda, que le embadurnó el pulóver, y la mano derecha.
Solo murmuró un «ay».
—¡Negro de mierda! —le gritó Juancho—. Villero y la
concha de tu madre, ¡no vas a venir a cagarnos en el barrio, negro zarpado!
Lo pateó en el suelo. Él también se manchó de mierda
los pies, llevaba ojotas.
—Te levantás, conchisumadre, te levantás y le baldeás
la vereda al Horacio, acá no se jode, volvé a la villa, hijo de una remilputas.
Y lo siguió pateando, en el pecho, en la espalda. El
hombre no podía levantarse; parecía no entender lo que estaba pasando. De
pronto se puso a llorar.
No es para tanto, dijo mi papá. Cómo va a humillar así
al pobre desgraciado, dijo mi mamá, y se paró, y enfiló hacia la puerta.
Nosotros la seguimos. Cuando mamá llegó a la vereda, Juancho había levantado al
hombre, que lloriqueaba y pedía perdón, y trataba de ponerle entre las manos la
manguera con la que Horacio había estado lavando el auto, para que limpiara su
propia mierda. La cuadra apestaba. Nadie se atrevía a acercarse. Horacio dijo
«Juancho, dejá», pero en voz baja.
Mi mamá intervino. Todos la respetaban, especialmente
Juancho, porque ella solía darle unas monedas para vino cuando le pedía; los
demás la trataban con deferencia porque mamá era kinesióloga, pero todos
pensaban que era médica, y la llamaban doctora.
—Dejalo en paz. Que se vaya y listo. Nosotros
limpiamos. Está borracho, no sabe lo que hace, no tenés por qué pegarle.
El viejo miró a mamá, y ella le dijo: «Señor, pida disculpas
y vaya». Él murmuró algo, soltó la manguera y, todavía con los pantalones
bajos, quiso arrastrar el carrito.
—Acá la doctora te perdona la vida, negro culeado, pero
el carro no te lo llevás. La mugre la pagás, zarpado del orto, en el barrio no se
jode.
Mamá intentó disuadir a Juancho, pero él estaba
borracho, y furioso, y gritaba como un justiciero, y en los ojos no le quedaba
nada blanco, solo negro y rojo, como los colores del short que llevaba puesto.
Se puso adelante del carro y no dejó que el hombre lo pusiera a andar. Yo tuve
miedo de que empezara otra pelea —otra golpiza de Juancho, en realidad— pero el
hombre pareció despertarse. Se subió el cierre de los pantalones —no tenían
botón— y se fue caminando por el medio de la calle otra vez, hacia Catamarca;
todos lo miraron irse, los gallegos murmurando qué barbaridad, los hijos de la
Coca a las risotadas, las chicas en la puerta del garaje de Valeria riéndose
nerviosas algunas, otras cabizbajas, como avergonzadas. Horacio puteaba en voz
baja. Juancho sacó una botella del carrito y se la revoleó al hombre, pero le
pasó muy lejos y se estrelló contra el asfalto. El hombre, sobresaltado por el
ruido, se dio vuelta y gritó algo, ininteligible. No supimos si hablaba otro
idioma (pero ¿cuál?) o si sencillamente no podía articular por la borrachera.
Pero antes de salir corriendo en zigzag, huyendo de Juancho que lo persiguió a
los gritos, miró a mi mamá con toda lucidez y asintió, dos veces. Dijo algo
más, girando los ojos, abarcando toda la cuadra y más. Después desapareció por
la esquina. Juancho, demasiado en pedo, no lo siguió. Nomás siguió gritando, un
rato largo.
Entramos a casa. Los vecinos seguirían hablando del
tema toda la tarde, y la semana. Horacio usó la manguera, puro rezongo y negros
de mierda, negros de mierda.
Este barrio no da para más, dijo mi mamá, y cerró la
persiana.
Alguien, probablemente el propio Juancho, movió el
carrito a la esquina de Tuyutí, y lo dejó estacionado frente a la casa
abandonada de doña Rita, que se había muerto el año anterior. Pocos días
después, nadie le prestaba atención.
Al principio sí, porque esperaban que el villero —qué
otra cosa podía ser— volviera a buscarlo. Pero no apareció, y nadie sabía qué
hacer con sus cosas. Así que ahí quedaron, y un día se mojaron con la lluvia, y
los cartones húmedos se desarmaron, y daban olor. Algo más apestaba entre las
porquerías, probablemente comida pudriéndose, pero el asco impedía que alguien
lo limpiara. Bastaba con pasarle lejos, caminar bien cerca de las casas y no
mirarlo. En el barrio siempre había olores feos, del limo que se juntaba junto
a los cordones de la vereda, verdoso, y del Riachuelo, cuando soplaba cierto
viento, especialmente al atardecer.
Todo comenzó unos quince días después de la llegada del
carrito. A lo mejor había empezado antes, pero hizo falta la acumulación de
desgracias para que el barrio sintiera que la secuencia era extraña. El primero
fue Horacio. Tenía una rotisería en el centro, le iba bien. Una noche, cuando
estaba haciendo la caja, entraron a robarle y se llevaron todo. Cosas de
suburbio. Pero esa misma noche, cuando fue al cajero automático a sacar plata,
después de la denuncia —inútil, como en la mayoría de los robos, entre otras
cosas porque los chorros entraron encapuchados—, descubrió que no tenía un peso
en la cuenta. Llamó al banco, hizo escándalos, pateó puertas, quiso acogotar a
un empleado y llegó hasta el gerente de la sucursal, y después hasta el de la
red bancaria. Pero no hubo caso: el dinero no estaba, alguien lo había sacado,
y Horacio, de la noche a la mañana, estaba en la ruina. Vendió el auto. Le
dieron menos de lo que esperaba.
Los dos hijos de la Coca perdieron el trabajo que
tenían en el taller mecánico de la avenida. Sin aviso; el dueño ni les dio
explicaciones. Lo cagaron a puteadas, y él los echó a patadas. A la Coca,
encima, no le salía la pensión. Los hijos buscaron trabajo una semana, y
después se dedicaron a gastar los ahorros en cerveza. La Coca se metió en la
cama diciendo que se quería morir. Ya no les daban fiado en ningún lado. Ni
para el colectivo tenían.
Los gallegos tuvieron que cerrar el bazar. Porque no se
trataba nada más que de los hijos de la Coca, o de Horacio; cada vecino, de
golpe, en cuestión de días, perdió todo. La mercadería del kiosco desapareció
misteriosamente. Al remisero le robaron el auto. El marido y único sostén de
Mari, albañil, se cayó de un andamio y murió. Las chicas tuvieron que dejar los
colegios privados porque los padres no podían pagarlos: el padre dentista ya no
tenía clientela, la modista tampoco, al carnicero un cortocircuito le quemó
todas las heladeras.
En dos meses, ya nadie tenía teléfono en el barrio por
falta de pago. En tres meses, tuvieron que colgarse de los cables de luz porque
no podían pagar la electricidad. Los hijos de la Coca salieron a afanar y a uno
de ellos, el más inexperto, lo agarró la policía. El otro no volvió una noche;
a lo mejor lo habían matado. El remisero se aventuró, caminando, hasta el otro
lado de la avenida. Allá, dijo, estaba todo lo más bien. Hasta tres meses
después de que comenzara, los negocios del otro lado de la avenida fiaban. Pero
eventualmente dejaron de hacerlo.
Horacio puso la casa en venta.
Todos cerraban con candados viejos, porque no había
plata para alarmas ni para cerraduras más eficientes; empezaron a faltar cosas
de las casas, televisores y radios y equipos de música y computadoras, y se
veía a algunos vecinos cargando electrodomésticos entre dos o tres, en changos
de hacer compras, o solo con la fuerza de los brazos. Llevaban todo a las casas
de remate y usados del otro lado de la avenida. Pero otros vecinos se
organizaron y, cuando intentaban tirarles la puerta abajo, blandían tramontinas
o revólveres, si tenían. Cholo, el verdulero de la vuelta, le partió la cabeza
al remisero con el fierro que usaba para hacer el asado. Al principio, un grupo
de mujeres se organizaron para repartir la comida que quedaba en los freezers ;
pero cuando se enteraron de que algunas mentían y se guardaban víveres, la
buena voluntad se fue al carajo.
La Coca se comió a su gato, y después se suicidó. Hubo
que ir a la sede de la Obra Social de la avenida para que se llevaran el cuerpo
y lo enterraran gratis. Algún empleado de ahí quiso averiguar más, le contaron,
y llegó la televisión con las cámaras para registrar la mala suerte localizada
que sumía a tres manzanas del barrio en la miseria. Sobre todo querían saber
por qué los vecinos de más lejos, los que vivían a cuatro cuadras, por ejemplo,
no eran solidarios.
Vinieron asistentes sociales, y repartieron comida,
pero solo desataron más guerras. A los cinco meses, ni la policía entraba, y
los que todavía iban a mirar televisión en los aparatos exhibidos en las casas
de electrodomésticos de la avenida decían que en los noticieros no se hablaba
de otra cosa. Pero pronto quedaron aislados, porque los de la avenida los
echaban si los reconocían.
Quedaron, digo, porque nosotros sí teníamos tele, y
electricidad, y gas, y teléfono. Decíamos que no, y vivíamos tan encerrados
como los demás; si nos cruzábamos con alguien, mentíamos: nos comimos al perro,
nos comimos las plantas, a Diego —mi hermano— le fiaron en un negocio de acá
veinte cuadras. Mi mamá se las arreglaba para ir a trabajar, saltando por los techos
(no era tan difícil en un barrio donde todas las casas eran bajas). Mi papá
podía sacar la plata de la jubilación por cajero automático, y los servicios
los pagábamos online, porque todavía teníamos Internet. No nos saquearon; el
respeto a la doctora, a lo mejor, o muy buenas actuaciones de nuestra parte.
Fue Juancho el que, después de robar alcohol de un
maxikiosco lejano, mientras tomaba el vino en botella sentado en la vereda,
empezó a gritar y putear. «Es el carrito de mierda, el carrito del villero».
Horas gritó, horas caminó por la calle, golpeó puertas y ventanas, «es el
carrito, es culpa del viejo, hay que ir a buscarlo, vamos, cagones de mierda,
nos hizo una macumba». A Juancho se le notaba el hambre más que a los demás,
porque nunca había tenido nada, y vivía de las monedas que recolectaba cada
día, tocando timbre (siempre le daban, por miedo o compasión, vaya a saber).
Esa misma noche le pegó fuego al carro, y los vecinos miraron las llamas por la
ventana. Tenía algo de razón Juancho. Todos habían pensado que era el carrito.
Algo de ahí adentro. Algo contagioso que había traído de la villa.
Esa misma noche, mi papá nos juntó en el comedor, para
charlar. Dijo que nos teníamos que ir. Que se iban a dar cuenta de que nosotros
estábamos inmunizados. Que Mari, la vecina de al lado, algo sospechaba, porque
era bastante difícil ocultar el olor de la comida, aunque cocinábamos cuidando
de que no saliera el humo o el aroma por debajo de la puerta, con burletes. Que
se nos iba a terminar la suerte, que se pudría todo. Mamá estaba de acuerdo.
Decía que la habían visto saltando el techo de atrás. No podía asegurarlo, pero
había sentido las miradas. Diego también. Contó que una tarde, cuando levantó
las persianas, había visto a algunos vecinos salir corriendo, pero que otros lo
habían mirado, desafiantes; malos, ya locos. Casi nadie nos veía, por el
encierro, pero para seguir disimulando íbamos a tener que salir pronto. Y no
estábamos flacos, ni demacrados. Estábamos asustados, pero el miedo no se parece
a la desesperación.
Escuchamos el plan de papá, que no parecía muy sensato.
Mamá contó el suyo, un poco mejor, pero nada del otro mundo. Aceptamos el de
Diego: mi hermano siempre podía pensar con más sencillez y más frialdad.
Nos fuimos a la cama, pero ninguno pudo dormir. Después
de dar muchas vueltas, toqué la puerta de la habitación de mi hermano. Lo
encontré sentado en el piso. Estaba muy pálido, todos estábamos así, por falta
de sol. Le pregunté si pensaba que Juancho tenía razón. Dijo que sí con la
cabeza.
—Mamá nos salvó. ¿Viste cómo la miró el hombre antes de
irse? Nos salvó.
—Hasta ahora —dije yo.
—Hasta ahora —dijo él.
Esa noche, olimos carne quemada. Mamá estaba en la
cocina; nos acercamos para retarla, se había vuelto loca, hacer un bife a la
parrilla a esa hora, se iban a dar cuenta. Pero mamá temblaba al lado de la
mesada.
—Esa no es carne común —dijo.
Abrimos apenas la persiana y miramos para arriba. Vimos
que el humo llegaba de la terraza de enfrente. Y era negro, y no olía como
ningún otro humo conocido.
—Qué viejo villero hijo de puta —dijo mamá, y se puso a
llorar.
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