Lo encontré sentado en la terraza de un bar de Cuenca. Volvía de Madrid,
ciudad que recomiendo ni acercarse. Hay unos seres llamados madrileños que la
habitan y no son nada agradables. Paré en una estación de servicio para estirar
las piernas y olvidar el asqueroso gesto que Marta había dibujado en su cara
cuando le mencioné que en mi vida me mudaría a ese pozo de ambición que llaman capital. Pues si quieres trabajar algún día, tendrás que ir. El dinero está
allí. Todo está allí. Tienes que pensar a lo grande si quieres vivir a lo
grande. Abrí el grifo para lavarme las manos, aunque, realmente, lo hacía para
acallar las tonterías que Marta metía en mi cabeza. Me asombra la facilidad con
la que cualquiera puede contaminarte, lo rápido que la mierda lo cubre todo, no
importa los muros que alces, ni la lejía que uses, la mierda siempre gana, se
arrastra y devora a su paso todo lo que en uno habita. Vertí agua sobre mi cara
en un intento de sofocar el calor de mis mejillas. El sudor serpenteaba por mi
frente mezclado con agua hasta la punta de la nariz. La mirada fija en mi
reflejo. Las gotas golpeando el lavabo. Agarrado al mármol con todas mis
fuerzas, con los dientes y la barba apretados, me deshacía ahogado ante mi
propia imagen. ¿Cuándo cambió los sueños por la avaricia?
Zorra.
—Un café solo, del tiempo, por favor. —le dije al camarero.
—¿Del tiempo?¿Qué lo quieres a cuarenta grados?
Jajajaja, don comedias. Subnormal. Marta no pidió nada, simplemente sacó
el móvil y desapareció entre las publicaciones de instagram.
—¿Has visto este outfit?—¿outfit, Desde cuando habla así?— te quedaría
genial, cariño.
Antes muerto que ponerme zapatos un sábado. La rabia me corroía en una
descarga a través de la mandíbula. El calor era aplastante, pero, en lugar de
aplastar mi irritación, no hacía más que acrecentarla. Hubiera pegado al mismo
sol si no fuera porque al levantar la vista, vi sentado en una silla metálica
de sweeps a alguien exactamente igual a mi. No era un mero parecido no, era una
copia idéntica de mi ser. La misma nariz pronunciada, la misma frente
despejada, incluso la misma forma de derramarse sobre la silla. Pero, a pesar
de todo el calor que hacía en cuenca, él no sudaba. Estaba entretenido leyendo
un libro, lo sujetaba desde abajo, con una mano, una mano grande vestida de
venas desveladas. Estaba solo. Cómodamente solo.
—¡Pablo!, ¿Podrías hacerme caso alguna vez? Siempre igual tío, solo
existe tu puto mundo. Eres un egoísta.
Marta siguió escupiendo su veneno mientras él pagaba su café al camarero,
y con diligencia, se marchó hacia el coche sobre el ardiente asfalto. Llevaba
unas chanclas de dedo con la banderita de Brasil.
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