martes, 11 de mayo de 2021

Autoficción esotérica

 

No creo que pueda olvidar nunca mi primera sesión de espiritismo. Éramos cuatro personas en una casa antigua. En un pueblo del interior. Una noche de San Juan. Bueno, cuatro personas participando y una señora mayor sentada en un sofá sin hacer ni decir nada en particular. Sobre la mesa, el abecedario completo en círculos de papel, recortados de forma irregular. Coronándolos, dos trozos de mayor tamaño, en ellos se podía leer SÍ y NO.

Me sorprendieron los semblantes serios de los otros. Yo no podía reprimir una sonrisilla nerviosa y la necesidad de bromear sobre lo que estábamos a punto de hacer, pero pronto, los bailes de luces y sombras que una vela proyectaba sobre aquellos rostros impasibles, me hicieron comprender que no era ni el momento ni el lugar para el humor.

Uno de ellos, alto y barbudo, se alzó para dar inicio al ritual. Con un andar pausado, comenzó a trazar un círculo en torno a todos los presentes, sosteniendo un cirio y murmurando letanías. Anunciando,  a quien estuviera al otro lado, que había abierto una ventana entre dos mundos, un portal a través del cual seres de diferentes planos podían comunicarse con nosotros. Se sentó. Nos miramos y, despacio, extendimos nuestros dedos sobre un vaso de cristal situado bocabajo en el centro del tablero.

Invocaciones en voz profunda, llamadas sin respuesta y,  poco a poco, el vaso empezó a moverse muy lentamente, desplazándose apenas unos milímetros. Casi se podía oír su chirrido sordo al moverse por la madera. Contuve la respiración unos segundos y luego… nada.

—Por favor, solamente tenéis que rozar el dedo, si alguien lo apoya será él quien mueva el vaso— bramó el barbado que antes había abierto el portal.

Obedecimos apenas acariciando la superficie, ya tibia, con nuestras yemas. Transcurridos unos minutos, la copa comenzó a moverse muy, muy despacio. Seguro que alguien lo está moviendo otra vez sin darse cuenta. Sin embargo, los círculos se fueron acelerando. Se movía  con furia, frenando en seco sobre las letras, afirmando y negando nuestras preguntas de forma inconexa. Me están tomando el pelo, esto es una farsa. Costaba seguir su ritmo y, al final, todos fueron levantando el dedo. Una vez se te escapaba la copa, era imposible volverla a recuperar. Me pareció una proeza que, usando un solo dedo, alguno de los presentes fuera capaz de mover el vaso con tanta velocidad y precisión. ¿Cuál de ellos sería? ¿O están todos conchabados? De pronto, el vello de mi brazo se erizó y una sensación fría e incómoda recorrió mi espalda cuando descubrí que, sobre el cristal, ya solo se encontraba mi mano y este seguía acelerando mientras trazaba espirales entre las letras de la mesa danzando mensajes.

Escuché un ventilador encenderse a mi espalda y, súbitamente, el vaso se detuvo. Me giré conteniendo la respiración. ¿Qué podía haber ocurrido?

Al volverme vi que la mujer había decidido combatir el calor de junio encendiendo aquel aparato. Rápidamente, el hombre de la barba volvió a levantarse, cerró el círculo y dimos la sesión por terminada.

Varios días más tarde, leyendo sobre ocultismo, descubrí que a los espíritus les producen rechazo los aparatos eléctricos y que, el velo que separa nuestros mundos nunca es tan liviano como en las noches de San Juan.

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