martes, 20 de abril de 2021

Patatas, patadas y papadas

Mamá nos recogió del cole con la merienda preparada. Bocadillo de chorizo y queso para mí, bollicao para Kike. Siempre jugábamos en el mismo sitio, el sitio secreto. Le llamábamos así porque  tenía una vieja puerta de madera, cerrada a cal y canto, y diseñada a prueba de cualquier ocurrencia de dos niños y su infinita curiosidad. En realidad, de secreto no tenía nada, ya que simplemente estaba escorada  detrás de varios árboles en el límite del colegio. Nos gustaba pensar que ahí hacían experimentos secretos o tenían allí guardadas todas las pelotas  perdidas de todos los niños a lo largo de toda la historia del mundo mundial. Tras la tempestad de piedras y patadas diarias que le propinábamos a la robusta puerta, nos desabrochábamos los pantalones y con la chorra al aire, meábamos toda la puerta maldiciéndola y jurándole que mañana volveríamos para acabar con ella de una vez por todas.

Kike se vino aquel día a casa, normalmente cuando íbamos a casa de uno o del otro las mamás nos obligaban a hacer los deberes, pero aquel día pudimos jugar desde el primer momento porque mamá tenía que ir a algún sitio. Hacíamos combates pokémon y Kike siempre ganaba. Tenía un blastoiser que mataba a mi charizard a base de hidrobombas. No podía soportar la idea de perder siempre y le pegaba, pero él era tan grande y fuerte que mis patadas eran un juego, y se reía, y la cara se le achinaba y la papada le crecía como un bollo de crema recién salido del horno, entonces, era yo quien sonreía.

Jugamos hasta que cayó la noche y se hizo la hora de cenar. Patatas fritas con huevos fritos y palitos de merluza. Yo odiaba los palitos de merluza y a Kike no le gustaban los huevos fritos asique los cambiábamos cuando mamá no miraba. Kike Siempre conseguía engañarme para robarme unas cuantas patatas, pero no me importaba, era mi forma de pedirle perdón por las patadas. Patatas por patadas, ese era el trato.

Al día siguiente Kike no fue al cole porque tenía que ir al médico asique fui yo solo. Todo el mundo me preguntaba si sabía dónde estaba y yo les decía que en el medico, pero me extrañaba tanta curiosidad por parte de los demás, como si supiesen algo que yo ignoraba. Esta vez fue el yayo quien vino a por mí y como no estaba Kike pues fuimos directamente a casa sin mear aquella maldita puerta.

El sábado por la mañana, mamá me llevo a casa de Kike. Llevaba en la mochila una muda limpia y la gameboy con el pokémon. Kike estaba jugando con los muñecos y le dije si hacíamos un combate pero quería jugar a son Goku, yo le dije que vale, pero que luego hiciésemos un combate, había estado entrenando y esta vez le iba a ganar. Kike tenía todos los muñecos que podría querer un niño, y los tenía todos en el sótano. Era su base, nuestra base, donde derramábamos los muñecos por todas partes y el suelo se convertía en un campo de minas de juguetes abandonados. Le pregunté que si echábamos un combate y me dijo que vale. Perdí igualmente. Le  empuje y le dije que hacía trampas, pero me ignoró. No me sonrió. Mi papá ha muerto. Me senté a su lado y así nos quedamos toda la tarde, quietos, inmóviles, perdidos en un campo de minas de juegos insuficientes, dibujando círculos sobre el suelo con el dedo índice y la cabeza gacha, buscando la salida de aquel  laberinto.

El lunes volvimos al cole pero Kike aún estaba perdido en aquel laberinto de juguetes. Había perdido la sonrisa y los ojos estaban destinados en ninguna parte. Para comer teníamos puré asqueroso y hamburguesa con patatas fritas, le ofrecí las mías, pero se las comió a desgana. Yo no sabía qué hacer. Estaba desolado y cuando le miraba solo veía una alegría arrebatada de cuajo, tan puro era su corazón que habían venido a arrancárselo del pecho. A si pasaron las tardes y las semanas y  los meses, hasta que un día, en el sitio secreto, un agaporni se posó sobre el árbol que nos daba cobijo. Kike se quedó absorto observándolo, tanto que se le cayó el bollicao al suelo. Después de mirarse embobados, el agaporni batió sus alas y despegó de la rama atravesando el sitio secreto. Aun no conozco cual fue la razón, pero Kike se levantó y con todas sus fuerzas arrojó una enorme piedra contra la puerta. La piedra astilló la madera. Kike y yo nos miramos sorprendidos y comenzamos la lluvia de piedras y luego patadas y más patadas contra la puerta astillada que cedía con cada golpe que le dábamos, hasta que al fin, conseguimos arrancarle un trozo, y luego otro, hasta hacerle un agujero. Kike lo atravesó sin dudarlo, se giró y desde el otro lado me dijo con una sonrisa: ¡Vamos Pablo, a por los tesoros!

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