Mamá nos
recogió del cole con la merienda preparada. Bocadillo de chorizo y queso para
mí, bollicao para Kike. Siempre jugábamos en el mismo sitio, el sitio secreto.
Le llamábamos así porque tenía una vieja
puerta de madera, cerrada a cal y canto, y diseñada a prueba de cualquier ocurrencia
de dos niños y su infinita curiosidad. En realidad, de secreto no tenía nada,
ya que simplemente estaba escorada
detrás de varios árboles en el límite del colegio. Nos gustaba pensar
que ahí hacían experimentos secretos o tenían allí guardadas todas las
pelotas perdidas de todos los niños a lo
largo de toda la historia del mundo mundial. Tras la tempestad de piedras y
patadas diarias que le propinábamos a la robusta puerta, nos desabrochábamos
los pantalones y con la chorra al aire, meábamos toda la puerta maldiciéndola y
jurándole que mañana volveríamos para acabar con ella de una vez por todas.
Kike se vino
aquel día a casa, normalmente cuando íbamos a casa de uno o del otro las mamás
nos obligaban a hacer los deberes, pero aquel día pudimos jugar desde el primer
momento porque mamá tenía que ir a algún sitio. Hacíamos combates pokémon y
Kike siempre ganaba. Tenía un blastoiser que mataba a mi charizard a base de
hidrobombas. No podía soportar la idea de perder siempre y le pegaba, pero él
era tan grande y fuerte que mis patadas eran un juego, y se reía, y la cara se
le achinaba y la papada le crecía como un bollo de crema recién salido del
horno, entonces, era yo quien sonreía.
Jugamos hasta
que cayó la noche y se hizo la hora de cenar. Patatas fritas con huevos fritos
y palitos de merluza. Yo odiaba los palitos de merluza y a Kike no le gustaban
los huevos fritos asique los cambiábamos cuando mamá no miraba. Kike Siempre
conseguía engañarme para robarme unas cuantas patatas, pero no me importaba,
era mi forma de pedirle perdón por las patadas. Patatas por patadas, ese era el
trato.
Al día
siguiente Kike no fue al cole porque tenía que ir al médico asique fui yo solo.
Todo el mundo me preguntaba si sabía dónde estaba y yo les decía que en el
medico, pero me extrañaba tanta curiosidad por parte de los demás, como si
supiesen algo que yo ignoraba. Esta vez fue el yayo quien vino a por mí y como
no estaba Kike pues fuimos directamente a casa sin mear aquella maldita puerta.
El sábado por
la mañana, mamá me llevo a casa de Kike. Llevaba en la mochila una muda limpia
y la gameboy con el pokémon. Kike estaba jugando con los muñecos y le dije si
hacíamos un combate pero quería jugar a son Goku, yo le dije que vale, pero que
luego hiciésemos un combate, había estado entrenando y esta vez le iba a ganar.
Kike tenía todos los muñecos que podría querer un niño, y los tenía todos en el
sótano. Era su base, nuestra base, donde derramábamos los muñecos por todas
partes y el suelo se convertía en un campo de minas de juguetes abandonados. Le
pregunté que si echábamos un combate y me dijo que vale. Perdí igualmente.
Le empuje y le dije que hacía trampas,
pero me ignoró. No me sonrió. Mi papá ha muerto. Me senté a su lado y así nos
quedamos toda la tarde, quietos, inmóviles, perdidos en un campo de minas de
juegos insuficientes, dibujando círculos sobre el suelo con el dedo índice y la
cabeza gacha, buscando la salida de aquel laberinto.
El lunes
volvimos al cole pero Kike aún estaba perdido en aquel laberinto de juguetes. Había
perdido la sonrisa y los ojos estaban destinados en ninguna parte. Para comer
teníamos puré asqueroso y hamburguesa con patatas fritas, le ofrecí las mías,
pero se las comió a desgana. Yo no sabía qué hacer. Estaba desolado y cuando le
miraba solo veía una alegría arrebatada de cuajo, tan puro era su corazón que habían
venido a arrancárselo del pecho. A si pasaron las tardes y las semanas y los meses, hasta que un día, en el sitio
secreto, un agaporni se posó sobre el árbol que nos daba cobijo. Kike se quedó
absorto observándolo, tanto que se le cayó el bollicao al suelo. Después de
mirarse embobados, el agaporni batió sus alas y despegó de la rama atravesando
el sitio secreto. Aun no conozco cual fue la razón, pero Kike se levantó y con
todas sus fuerzas arrojó una enorme piedra contra la puerta. La piedra astilló
la madera. Kike y yo nos miramos sorprendidos y comenzamos la lluvia de piedras
y luego patadas y más patadas contra la puerta astillada que cedía con cada
golpe que le dábamos, hasta que al fin, conseguimos arrancarle un trozo, y
luego otro, hasta hacerle un agujero. Kike lo atravesó sin dudarlo, se giró y
desde el otro lado me dijo con una sonrisa: ¡Vamos Pablo, a por los tesoros!
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