La barra de progreso, el asunto y el cuerpo en blanco. Es el último día de clase, los dulces caseros altos en grasas y azúcares se mezclan en boca con los agradecimientos, risas y felicitaciones. El aula se ha convertido, sin previo anuncio, en un modesto salón de bodas: los alumnos invitados, de cimas despejadas o blanquecinas, van formando grupitos inestables que intercambian sus miembros al ritmo de las conversaciones; van picando, de bandeja en bandeja, polinizando las tartas de manzana; incluso se intuye algún atisbo de baile. La mayoría ni siquiera ha encendido el ordenador. Yo he venido directa a enfrentarme a él. Me he cosido a la silla esperando, rezando lo que recuerdo para que ningún abejorro se acerque con intenciones de charlar o sacarme a la pista, igual que hacía en las fiestas del pueblo cuando aún no sabía disimular. Es el momento perfecto, con todas las distracciones, de entregar el proyecto que he ido construyendo al margen del temario común. Un ejercicio extra que no cuenta para nota.
A Fernando lo había llamado la tierra hace ya un año. Me quedé con un armario lleno de bufandas de punto grueso, una colección inacabada de panderetas y mucho tiempo libre. Automáticamente, pasé a formar parte del club de las viudas del barrio, club al que una ni se apunta ni se desapunta. Te hacen el carnet sin avisar, como una foto a traición. Mis nuevas mejores amigas por estado civil se aseguraban de que no pasase ni un instante a solas: traían a mi puerta lentejas con alcachofas y cotilleos, cartas y garbanzos para unas partidas al cinquillo; llamaban por teléfono, por turnos, no la agobiéis que acaba de perder a su marido; me asaltaban en el supermercado, se agarraban a mi carrito marcando uñas y dirección; hasta insistían en acompañarme al ambulatorio por si me resultaba demasiado abrumador ir sola a renovar las recetas. Estas muestras de pena disfrazadas de cariño eran agotadoras pero soportables. Lo que realmente me saturaba era la adoración que sentían por el Centro Municipal de Actividades para Personas Mayores. Elevado a lugar casi sagrado—Centro Municipal de Culto al Jubilado—, el vecindario de más de sesenta peregrinaba a diario para recibir yoga, taichí, salsa, tomar un café en comunión o estar al tanto de las novedosas zarzuelas. La antesala del cielo, y puede que para las más beatas así lo fuera.
La barra inicia su tímido progreso; asoma una franja curiosa, un fideo crudo azul cian.
Pasaba a menudo por delante del templo sénior en compañía de sus devotas. Que si te sientes como en casa, que si hay muy buen ambiente, que si los profesores son una delicia… No todo son cursillos verbeneros, como tú los llamas. Apúntate a algo, mujer, así te distraes. Además es baratísimo. El insistente cacareo y el recuerdo de no haber podido ir a la universidad acordaron hacerme mirar de reojo el menú de actividades. Allí estaba, justo debajo de «Manualidades y Memoria»: «Curso de Iniciación a Internet y Redes Sociales». La revolución digital me había encontrado aguantando sola el olor y la frente de la enfermedad, me había pasado de largo. Mi teléfono móvil solo tenía una G. Al ver el interés en mis cejas, mis guardaespaldas rompieron en agudos chillidos. Elevada por su excitación colegial, floté hasta la recepción y me inscribí.
Los nervios agarraban el carpesano cuando apareció Marina. Destartalada pero sonriente, parapetada tras unas gafas a las que les pesaban las dioptrías, sus palabras de bienvenida, lentas y mullidas, consiguieron devolver a las puntas de mis dedos su rosa natal. Ella, con la veintena medio vivida, sería la encargada de ayudarnos a desenredar el mundo en línea. El listado de posibilidades parecía inabarcable: desde concertar cita con el médico, leer el periódico, consultar tu cuenta bancaria o encontrar la letra de esa canción que tanto te gusta (y la partitura también); hasta visitar el Louvre sin soportar colas, saber cuántos ojos tiene una mantis, consultar si lloverá en Kuala Lumpur el próximo martes a las dos de la tarde o acceder a tus apuntes suspendidos en una nube. La imagen de mí misma sujetando el carpesano me avergonzó en silencio. Bromeando a medias, Marina proclamó: «Si no está en Internet, no existe». Me hizo falta apenas una clase para darme cuenta de que no le faltaba razón. Me hizo falta apenas hacerme un perfil en una red social para darme cuenta de que, además, si no estás en Internet, no existes.
Lleva un rato inmóvil, no carga. No importa, ya me cargo yo de paciencia. Esta no sabe las horas que he pasado esperando el autobús de vuelta a casa tras jornadas y jornadas aparando botas, mocasines, alpargatas.
Como proyecto central del curso, Marina nos propuso precisamente eso: abrir una cuenta en una red social. Pensaba que era la mejor forma de entender, de experimentar esta nueva realidad. Era importante saber hacer trámites telemáticos, pero conocer las formas de contacto actuales lo era aún más. Nos advirtió que no bastaría con rellenar los campos obligatorios y aceptar a ciegas las condiciones de uso, además deberíamos mantenerla activa, alimentarla, cuidarla, asegurarnos una base fiel de seguidores y algún que otro me gusta. Me imaginé yendo a comprar el pan escoltada por cientos de personas. Perseguidores. ¿Aprobarían la barra sin sal? Mis pies apuntaron a la puerta, pero la voz de Marina los devolvió a la rectitud: «Echaremos primero un vistazo a otras cuentas para daros ideas».
Todavía sigo buscando al ser humano capaz de echar solo «un vistazo» en la red, sería una pieza de museo, y a aquella persona que la bautizó como tal para darle mi enhorabuena. Ofrecidos mis datos, mi voluntad se perdió enlazando imágenes y textos, atardeceres saturados y citas resobadas, sonrisas al borde de la contractura y reflexiones dislocadas. La sensación de estar viendo vidas editadas no frenó, sin embargo, el desfile: cruasanes encerados, un chihuahua desayunando en su avión privado, «Feliz Juernesss!!», un pezón tachado, bodas, cumpleaños, bautizos, elegías, cafés superficialmente decorados, consejos, proclamas, insultos, rebajas, sorteos, aparatosos posados, ¿cómo había acabado viendo las fotos del fin de semana en la nieve de una abogada danesa madre de tres niñas y una chinchilla? Red. Red de arrastre. Rendida a los estímulos planos, esperaba que alguien viniera a rescatarme sin emitir grito de socorro alguno. Solo un hueco milimetrado logró frenarme. Hueco que despedía una familiaridad que me escaló por la espalda. Surgía, en lugar de hundirse, entre dos palas que formaban parte de una sonrisa pasada. @mummy_carm. Carm, Carmen, Carmela, Carmelita. “Preferiría haberme ahogado con ellos”, fueron las últimas palabras que había oído salir, despedidas, por ese hueco. Ahora me retaba, brillante y oscuro, a lanzarme de cabeza en él.
Mirada fija en la barra, brava. Avanzó en un despiste. Parecemos enzarzadas en una tensa partida de pollito inglés en la que no corremos apenas riesgos. Tarda. Tenía que haberlo cortado.
Conseguí llegar a casa, preparar un té, no desparramarlo y no quemarme con la ansiedad. Carm, Carmelita, existía. Sus reproches, desprecios, agresiones y burlas existieron, existían. El día que Fernando y yo, con un diagnóstico indescifrable en una mano y agotamiento en la otra, fuimos recibidos en casa por aquella última frase, más dolorosa que el diagnóstico, y despedidos con un portazo puntiagudo existió, existía. Cálmate. Existía en el ordenador. Solo existía en la clase. Decidí no volver a buscarla, centrarme en mí, en mi perfil. Hice un pacto conmigo misma, quizás el más débil de todos los tipos de pactos.
Mis sobrinos nietos tenían caras pecosas, orejas de ciervo y ojos de corazones. Eran veganos, practicaban yoga cada mañana y existían. Dos y cinco. Nico y Sei. Nico, porque fue concebido en Nicosia; Sei, porque significa vida, nacer, en japonés. O porque es el diminutivo de seitán. O vete tú a saber por qué. Descubrí que era tía abuela en la sala multiusos donde se impartía el curso, mi particular sala de espera, mi sala multiespera. El pacto me había durado un estornudo. Escudriñaba el perfil de Carmelita religiosamente, escudriñábamos, yo y la dosis de culpa correspondiente. Convertida en una gurú de la maternidad contemporánea, compartía envalentonada consejos sobre alimentación, ecología o educación. Compartía por derecho. Ni rastro de la niña que transformaba los guisantes en proyectiles de fibra para terminar alcanzando siempre a objetivos pacíficos. Ni de la adolescente que arrojaba las bolsas relamidas de fritos al lado de la papelera, nunca dentro. Las mismas manos que una vez grafitearon toda mi ropa, cerda, cerda, cerda, cerda, ahora rotulaban frases conciliadoras, «Perder la paciencia es perder la batalla». Conciliadora en guerra. Con cada visita, el miedo inesperado del primer encuentro iba mutando su gesto. Del miedo a los celos sin filtro, que aumentaban al mismo ritmo que sus me gustas y seguidores. A mí, a mi perfil, parecían rehuirle. Lo cierto es que llevaba toda la vida en el lado de los que siguen, tamizada para no destacar entre la masa.
Enfadar a la asociación animalista local con unas entrañas rebozadas había sido mi mayor logro hasta el momento. Igual les guardo cariño, fueron los primeros comentaristas que tuve. Aunque no comprendía cómo habían conseguido llegar hasta mis entrañas. ¿Por qué me leían? ¿Quién me leía? ¿Me leería? Recetas que había hecho y servido hasta perder el interés. Lava, pela, adereza, escalda. Otra vez. Escalda. Era todo lo que compartía. Siempre arriesgándome, como cuando acepté casarme con mi novio de toda la vida, como cuando compré el vestido negro en lugar del traje de chaqueta rojo emergencia para su bautizo. Siempre más ponible, más invisible. Iniciaba sesión de negro, quería ver y no ser vista. Toda mi atención sobre el cuadrilátero. El día que desapareció escalera abajo, decidí borrarla; ahora podía recitar sus publicaciones casi de memoria, seguidas de los ríos de España y los reyes godos. La dificultad de comprensión era la misma. Se repetían elementos similares, cambiaba la combinación: marido musculado que desprende olor a limpio, cadena de gimnasios recomendada, ella en el centro con sus mejores mallas; hijos revoltosos pero adorables calzando su marca favorita de zapatillas, recomendación nutritiva, ella en el centro, centrada; marido musculado, hijos revoltosos pero adorables, declaración de amor patrocinada por un purificador de aire. Amor puro. Ella no sale, no es una egocéntrica. Marido, niños, producto. Agite. Niños, producto, marido. Descubrir que es una nueva forma de ganarse la vida, que puedes llegar a ganarte mucho la vida, tanto como para irte a tributar al tercer pirineo. Darme cuenta de que no era solamente un perfil. Era un perfil, una foto de perfil, una descripción de perfil, una familia de perfil, una vida de perfil.
Alcanza cansada la mitad del camino.
Usted es el único familiar directo que hemos encontrado. Así ascendí a la categoría de madre y abandoné la de hermana. Fernando vio cumplido su sueño por accidente de coche. A mí se me hizo un nudo permanente en el entrecejo. Carmelita llegó desprovista de padres y de paciencia. Con una mirada orbital dejó claro que la casa y las vidas de un reponedor y una costurera que cosía zapatillas con orejas de cerdita animada no estaban a su altura. Familiar directa. Desde que mi hermana dio un salto de clase sin mirar atrás al casarse con empresario hecho a sí mismo, solo nos habíamos visto algunas Navidades, no todas, dos besos, intercambio de regalos descompensados y hasta el año que viene, puede; en el bautizo y en la comunión. Único familiar directo. Acababa de quedarse huérfana, estaba en la preadolescencia profunda y su estatus social se había rebajado repentinamente, supongo que se sentía como en una de esas caídas ridículas de las que quieres levantarte lo antes posible, así que comprendimos todas sus reacciones. Pasaría, se adaptaría, vería los esfuerzos que estábamos haciendo. No la conocíamos, pero la queríamos igual, armados de ese tipo de amor que otorgan los apellidos. El tiempo pasaba y el rechazo se hacía cada vez más evidente. Y las miradas de superioridad no desaparecieron, sino que fueron creciendo hasta asfixiar mi autoestima. Y las risitas a nuestras espaldas. Y las confrontaciones grito a grito. Y dónde están los pendientes de aguamarina y oro, es la única joya que tengo con algo de valor. Y ni siquiera es tanto. Y yo no podía, no podía más. No podía refugiarme en mi marido, el hombre comprensivo. Las ganas de ser padre habían formado a su alrededor un escudo anti agravios. No podía desahogarme con mis amigas, no entenderían. ¿Dónde estaba ese cariño de toda madre, de toda mujer, que todo lo entiende, todo lo asume? No era mi hija. Nunca había querido ser madre. Nunca podría decirlo en alto.
Quedan 1 minuto. El último documento casi cargado. La barra está a punto de rellenarse. El email al borde de enviarse. Marina escoge justo este momento para venir hacia mi mesa:
—¿Será posible que sigas trabajando? ¡El curso ya ha terminado!
—Sí, perdona. Es que en casa no tengo Internet, ni ordenador. Tengo que enviar unos documentos para reservar el viaje de este verano. Hoy se acaba el plazo.
—¡Vale, vale! ¡Entiendo las prisas! Pero únete a la fiesta en cuanto acabes, ¡aunque solo sea para recoger el diploma!
Es lo que más quiero. Acabar y recoger el diploma. Desconectar.
«Pincha sobre el circulito y podrás ver las historias de esa persona». Adela, mi compañera de mesa, me descubrió el siguiente nivel de intimidad. Historias circulares que se pueden ver dentro de un periodo de tiempo limitado. Veinticuatro horas, un día de exposición. Pinché. Carm probando una mascarilla hidratante a base de higo chumbo. Historias que no suelen contar nada y, aun así, enganchan. Generan una adicción pasiva. Nuevo pinchazo. Carm con los niños en la montaña. Sonrientes. Cielo despejado. Sentí, por primera vez, que había verdad en la forma en la que miraba a sus hijos, había algo de verdad. La envidia, la indignación y la rabia que había ido acumulando durante todas las visitas al perfil se acurrucaron en una esquina. Puede que hubiera cambiado, que no todo fuera de cara a la galería. Me había dejado arrastrar, ni siquiera le había concedido el beneficio de la duda. Me había dejado llevar, otra vez. Debería escribirle. Quería escribirle. Un mensaje. Privado. Quería tomar decisiones, aprender a navegar con vientos fuertes, resolver sentimientos que creía anulados. Carmela, soy tu tía…
Visto. No habrá podido responder, seguro que le mandaban cientos de mensajes. Segundo intento. Misma ausencia de respuesta. Dos directos y tres historias después. Visto. Tercer intento. Al poco, se dibujó un lunar rojizo sobre el avión de papel delineado. Venía cargado de equipaje. Había contestado. Parálisis. Pánico. Pincha:
Oinc, oinc.
El tridente atacante—envidia, indignación, rabia—salió de su escondite. Y explotó.
Carga completada. Es el último día de clase y esa onomatopeya continúa retumbando en mi cabeza. De lado a lado, como una pelota de tenis desinflada. Después de leer aquel mensaje me desbordó la necesidad de destruir. Alguien tan cruel no podía ser admirado, tomado como ejemplo. Era una novata en el arte de hacer daño a propósito, no sabía ni por dónde empezar, pero la red y Marina acudieron al rescate: «Las redes sociales también tienen su parte negativa, sus peligros, como el uranio o los karaokes. Pueden ser muy dañinas, tanto como para arruinarle la vida a una persona». Confirmé sus palabras a través de una rápida búsqueda: profesor de literatura despedido por una publicación cargada de faltas de ortografía, activista ecologista desactivado tras hacerse público su carnet de cazador, policía suspendida por subir vídeos simulando consumir sustancias decomisadas. Fácil. Recopilar documentos que mostraran su perfil real. Fácil. Mensajes, fotos, vídeos. Fueron muchos años. Difíciles. Conseguir la información de contacto de las marcas que la patrocinaban. Fácil. Puedes encontrarlo todo, todo, todo lo que quieras y más. Enviar los documentos destructores. Parálisis. Los tengo delante, recién cargados, me cuesta aguantarles la mirada. Me quema la pantalla, el correo. Se lo merece. Es una representación. Es una actriz sin talento. Es un engaño, una farsa. La reina madre del machaque psicológico. Alguien tiene que pararle los pies. Compartir, por una vez, la verdad. Alguien tiene que hacerlo. Voy a hacerlo. Voy. Voy. ¿Pero qué clase de lección estoy dando? ¿Quién soy yo? No me reconozco en este papel vengativo. Si yo ya la había olvidado, incluso perdonado. Me han arrebatado la capacidad de olvidar. Si yo ni siquiera quería apuntarme al curso. Llevo una vida tranquila, sin complicaciones, sin líos, no merece la ¡clic!
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