La vacuna
19:12 – Salgo
por Blanquerías, llego a Giner, tomo a la izquierda. En mi mente suena L’histoire du Soldat, la marcha, el
contrabajo marcando con cuartas el ritmo.
Sigo la música de Stravinsky, oigo los versos que escribió Ramuz:
… Un soldat qui rentre chez lui,
quinze jours de cougé
qu’il a,
marche depuis longtemps déjà,
a marché, a beaucoup marché,
s’impatiente d’arriver parce qu’il a beacoup marché …
Son 940 metros al Centro de Salud, 14 minutos. Llegaré 19:26.
La cita, 19:35. Haré tiempo en la puerta. Ya estoy en calle Alta, corto por
Santo Tomás, cruzo la plaza Mosén Sorell, llego a Pintor Zariñena, estoy
adelantado, cambio, de L’histoire al Settimino, aminoro el tempo. El semáforo de Guillem de Castro
agrega un minuto.
19:27 – Estoy
en la puerta, parece una entrada de garaje. Veo luminarias a mucha altura,
desparraman luz azulada, típico de lugares públicos, allí el tono es
siempre frío, ningún edificio estatal es cálido.
19:30 – Me
acerco a la puerta, un portero, enfermero, bata blanca desprendida, va llamando
a los citados. Tiene un aparato con reminiscencias de pistola, quizá escudriñe,
desde la frente, mis pensamientos. La
temperatura está bien, estás en la lista, pasa y siéntate.
19:32 - Llegan otros pacientes, quieren entrar. No
entienden, cada cita está hecha de 5 en 5 minutos para evitar aglomeraciones.
El guardia enfermero se impone, varios (im)pacientes se quedan rezongando
afuera. Espero.
19:38 – Pasa ya, me indica una puerta lateral,
hay un cartel grande: VACUNACIÓN COVID. La misma luz, cenital, blanca y azulada
de todo sitio público. No hace frío, pero no hay calidez. Hay personas en esa
antesala, bastones, un andador, una señora joven acompaña a un anciano. La
puerta está abierta, veo el motivo del retraso: el recién vacunado anterior no
puede volver a vestirse, vamos a ver
cariño, muy bien, así me gusta, la enfermera lo ayuda. Alguien está antes
que yo, el de las 19:30. Habla solo, ¿rezará? La enfermera insta al anterior
para que salga, llama al del soliloquio. Mientras, llega otro paciente de la
clase de 1942, la luz blancuzca acentúa su rostro delgado y exangüe, pómulos
salientes, mal afeitado, no termina de entender dónde está, ¿acá vacunan?, sí, caballero, la enfermera
lo llamará, trato de ayudar. ¿Es aquí?,
no lo veo, es detrás de esa puerta, caballero, le digo y agrego, tranquilo, tranquilo, enseguida lo
llamarán. Iba y venía sin pausa, a la puerta, al pequeño mostrador de la
recepción, busca su tarjeta de Seguridad Social, no la encuentra. Vuelve a los
asientos, elige el que está marcado para no usar. Mire, no puede sentarse ahí, debe quedar un asiento libre por medio.
Mira como si estuviera rodeado de enemigos. Todo
mal organizado, se queja, ah, si
volviera Franco esto no pasaba, y me vuelve a preguntar, ¿es acá donde vacunan?
19:43 – ¡Mario Atilio!, entra cariño, te toca a ti.
Mi vecino del soliloquio trata de meter su camisa en el pantalón, no lo logra, cariño, arréglate afuera que nos retrasamos
mucho. Yo me había preparado en la espera, estoy en mangas de camisa, cariño, siéntate, ¿qué brazo prefieres?, soy
de izquierdas, éntrale a ése con fe, mientras, miro para otro lado.
19:45 – Listo, cariño, quédate por acá unos 10
minutos, luego te vas a tu casa, vida normal, ¿vale? Me siento los 10’,
llegan otros supervivientes del 42, son tres, una pareja, ella, muy enérgica, arrastra
a su esposo, ensimismado en un universo alejado e individual, el tercero es un
caballero erguido, elegante, sabe dónde y por qué está allí, choca con la
atmósfera que respiro, un lugar lastimoso, lúgubre, penoso, alienante. ¿Será mi
clase de 1942 que lo hace así?, o fue sólo una coincidencia deprimente. ¿Y si,
al final, soy yo como todos?
bravo maestro!!!!
ResponderEliminarGracias, no es más que un reporte (con algo de fantasía) y una reflexión, jocosamente cruel ...
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