Siempre
me han gustado las estaciones de tren. Me recuerdan al corazón de un hormiguero
donde se conectan cientos de caminos. Miles de personas, van de aquí para allá,
con sus vidas a cuestas, por las arterias de un gran cuerpo hacia sus destinos,
hacia sus hogares, y aunque viajen sin descanso, todos esperan llegar a casa.
Aurora
no llegará hasta las ocho y media. Parece que llevo toda una vida esperando a que vuelva.
Aparecerá con sus botas de montaña, eso seguro, escondiendo sus pies recios.
Nunca ha sido una mujer fina. Ella es fuerte, tan fuerte como el tronco de un
árbol. Recuerdo cuando de niño nos comíamos la tierra y masticábamos raíces como
regaliz. Jugábamos a perseguirnos entre los almendros que había más allá de las
casas de basura. Así llamábamos a las chozas que se montaban los hippies a las
afueras del pueblo. Ella corría como un árbol sin raíces. El viento aullaba, y
mis pretensiones de alcanzarla se esfumaban como arena entre los dedos. Siempre
fue más rápida que yo, aun con el viento en contra.
El tren de las siete penetra en la estación y trae consigo un húmedo sabor
a sal y numerosas historias que se derraman sobre el andén de la estación. Me
pareció ver al viejo Rubén, un hippy de las casas de basura que nos contaba
historias a Aurora y a mí a cambio de una botella de vino. Una vez nos contó que
en otra vida fue capitán de barco y que un gran enemigo le perseguía fuera
donde fuese, pero que un día frente a un gran fuego, le enfrentó, y tras una
gran batalla terminó derrotándolo con un soplo, convirtiéndole en el viento que
mece los árboles en las tardes de otoño.
Entre el resto de pasajeros, una niña recorre el andén brincando como un
suricato mientras su mochila azul se eleva al son de sus saltos. Pie tras pie,
tropieza y derrapa un par de metros sobre el frio mármol de la estación. Hay un
horrible silencio. La chiquilla no llora, pero los labios se le han hecho un
ovillo sobre la barbilla y parece que los ojos le han crecido por el golpe. Me
encuentra con su mirada. Busca a su madre, pero ha dado conmigo. El primer
berrido estalla como una mascletá. Cuando estoy a punto de acercarme a la niña
para tranquilizarla, la voz de una mujer se interpone.
—No se preocupe, tranquilo—me dice.
—No es molestia mujer, si yo solo…
—De verdad, ya lo hago yo que para eso soy su madre. Usted vuelva a su
asiento, ¿Le ayudo? —me interrumpe.
¿Cómo que me ayuda? El llanto de la niña me atraviesa los tímpanos y se me
cuela hasta la sien ¿Qué me ayuda a sentarme? ¡Pero bueno, hombre, ni que fuera
un abuelo!
—Dile adiós al señor.
—Adiós señor y gracias—dice la niña entre sollozos.
Ahora soy un señor. La madre que me parió.
Bueno, aunque ahora sea un viejales no puedo dejarme amedrentar. Yo sé
quién soy. Santiago Vaibona El amante hormiga. El enemigo del tiempo. El que
espera a su amada. Vendrá, sé que lo hará. Aurora y yo hemos estado juntos
desde siempre, aprendimos juntos a doblar bien los calcetines, me enseñó a
atarme los cordones y yo le enseñé a encender fuego en la chimenea. Aquella
chimenea donde luché contra hidras y basiliscos.
En aquella cama la besé tan suave que casi ni nos tocábamos. Rellené
nervioso el silencio con una declaración de amor poco original. Ella se asustó,
y me dijo que cómo podía decir esas cosas si era nuestra primera cita. Yo
contesté gallardo y decidido que hacía tiempo que estábamos juntos, el asunto
es que aún no se había dado cuenta. Cerré los ojos y sentí el mundo en calma,
como si fuera no llovieran océanos, como si no llevásemos una eternidad
esperando este momento. Sus piernas eran tan largas que yo me convertí en un
pequeño hombrecillo entre sus cálidos muslos. Fui menguando poco a poco, para
que mi cuerpo no fuera un obstáculo para la exploración del suyo. Me hice
pequeño, pequeñísimo, del tamaño de un bicho, del tamaño de una hormiga. Ahí
iba yo, el amante hormiga, dispuesto a conquistar cada rincón de su cuerpo. Con
tremenda destreza o fortuna quizá, me enganché con un mechón de su pelo, y como
si de una liana se tratase, me balanceé en un último salto final que me hizo
volar hasta el infinito y más allá. De pronto, advertí que viajaba más rápido
que la luz, así que ajusté mis gafas de aviador y orquesté un aterrizaje
forzoso en el valle que hay entre el borde de sus labios y los acantilados de
su barbilla. Allí, arropados por el fuego de la chimenea, recuperé el
tamaño de mis manos y recorrí con mi mapa su piel blanca y llena de pecas, que
para mi amante hormiga fueron islas, y que ahora son un camino de besos hasta
sus labios. Volvimos a ser uno, un ser de múltiples brazos y piernas, una
esfinge de dos cabezas, a la que le ardían los mofletes y se le congelaban los
pies.
Allí junto al fuego, abrazados a una manta, embriagada de amor imagino, me
pidió que le contase una historia. Yo, contra todo pronóstico, accedí. Me alcé
desnudo, le robé la manta y me la colgué al cuello simulando una capa. Después,
hice del salón mi pequeño escenario, donde luchaba contra innumerables enemigos
que amenazaban nuestro amor. Le conté cómo el súper amante hormiga cargaba
contra serpientes y dragones lanza en mano, mientras apoyaba mis brazos en la
cintura en posición de Superman. Y ella, ella reía a carcajadas tan fuertes que
funcionaban como efectos especiales, y a mí se me llenaba el pecho de algo
más pesado que el aire, y me temblaban las puntas de los dedos, y la sonrisa se
me hizo de hierro, tan larga y tersa, que parecía que tuviese un piano en lugar
de dientes. El papel del súper amante hormiga se coló dentro de mí aquella
noche y se apoderó de todo lo que yo era. Ya no actuaba, solo me dejaba llevar
por su risa. Le enseñé cómo sería nuestra vida; cómo le compraría flores, cómo
haríamos trampas por ser dignos del amor el uno del otro. Le mostré que yo
sería el del jardín lleno de amapolas, el padre querido por su mujer y su
hija, el que paga las rondas, el que arregla una puerta.
—¿Y yo? ¿Y yo?, —me dijo.
—Tú serás la de las manos fuertes y la sonrisa en la cara, la que tiene un
segundo para todo el mundo, la bruja del pelo blanco que tendrá aterrados a
todos los niños del vecindario.
—¿De verdad crees eso?
—¡Claro! ¡Por qué no iba a hacerlo!
—¿Crees que derrotaremos al tiempo? —me soltó.
La miré con ojos de búho, la verdad es que titubeé por un segundo ante tal
pregunta, pero me recompuse rápidamente y me acerqué a ella.
—¡Que venga, que venga, le reto! ¡Que vengan los años que aquí los espero!
que nos enfrentaremos juntos a la decadencia de la carne con sexo senil y
artritis, y cuando llegue el olvido, le gritaremos que no a la cara. Juntos
construiremos un hogar donde no pueda alcanzarnos. Le daremos esquinazo al
tiempo y desde la ventana nos burlaremos del olvido.
Aurora me agarró del broche de la capa y me plantó un beso del que saltaron
chispas de tal magnitud, que ensordecieron el crepitar de las ascuas de la
chimenea.
—¿Seremos tan felices como lo hemos sido hoy? ¿Seguirás contándome cuentos?
—Cuando me haga viejo seguiré contándote historias igual. Puede que me
cueste derrotar serpientes y dragones, pero nunca dejare de contarte historias—le
dije con la sonrisa más grande jamás dibujada—. Te lo prometo.
Las luces se desvanecen como si fueran el telón de un teatro. La estación
está a oscuras. La única luz se dispersa desde los faros de un tren hasta el
techo sucio de la estación, y donde antes había manchas ahora hay sombras. La
noche está aquí. Ya no quedan colores desperdigados por las esquinas del andén.
Un único rey, el negro, va devorando el metal con sus uñas y oxidando el hierro
con su aliento. No puedo ver nada. Solo veo caras deformadas por la óptica de
un cristal demasiado grueso, o ¿será mi memoria? ¿Dónde está Aurora? Qué venga
ya por favor, hace frío y tengo hambre. La luz me da dolor de cabeza. No puedo
recordar su rostro. No debí dejar que se fuese. Siempre hemos estado juntos y siempre
lo estaremos, ¿No era así? Lo único que quiero es que venga y nos vayamos a
casa. No me había dado cuenta pero un hombre está sentado al otro extremo del
banco. Me mira. Lleva gafas de sol. Lo saludo, pero no me contesta. Sólo me
mira con sus gafas negras. ¿Puedo ayudarle?, pero antes de formular la pregunta
el ladrido de un perro me interrumpe. Oh, disculpe, no lo había visto —dice
entre risas—. Este es Caronte. Señor C. le llamo yo. —Señor C y yo
intercambiamos un breve aunque formal saludo—. Ahora quien me mira es el perro.
Veo en sus ojos una mirada tan pura e intensa que hace de la inocencia y la
sabiduría una misma cosa. Incluso parece que habla. Me cuenta cosas acerca de
su trabajo, que vende lotería y que tiene ganas de llegar a casa. Yo también
quiero irme a casa. El perro me ladra. Su inocencia me desgasta la piel y los
huesos. Bajo sus ojos habitan recuerdos enlatados que me portan de la juventud
a la vejez. Me vuelve a ladrar. También me duelen las manos. Unas manos
cargadas de arrugas y de heridas que no reconozco, debe de ser por el frío. He
olvidado una vida. El ladrido del señor C me agujerea el pecho. Por primera
vez, la posibilidad de que Aurora no venga atraviesa mi mente como un disparo.
Ella se fue un día de abril. A Londres, a enseñar español. Me pidió que me
marchase con ella. Yo le dije que qué hacia un hombre como yo en Londres —no sé
inglés, solo sé de taronges i de moniatos—.
Mi casa está aquí, le dije. No me entendió. Yo a ella tampoco. Su casa estaba
“allá afuera”. La mía era ella. Ella era mi hogar. Mi chimenea, y como el
fuego, el olvido amenazaba con reducirlo todo en cenizas. Le juré enemistad
eterna y ahora pago el precio de mi soberbia. El tiempo arrasará mi hogar con
una llamarada y no dejará nada. Ni recuerdos en fotografías, ni víveres en la
despensa. Todo se lo llevará el fuego violento. Toda mi casa, todo lo que soy,
todo mi imperio quedará reducido a cenizas.
Los ladridos del perro me sacan de la prisión de mis pensamientos.
—Señor C siempre intenta ayudar —dice el hombre—. Una vez, fui tan adentro
del mar que no sabía hacia qué lado estaba la orilla. El mar se convirtió en un
enorme monstruo que abarcaba el mismo horizonte, una masa homogénea que había
sometido al mundo bajo su forma. Cielo y mar eran una misma cosa, lo eran todo
y cuando el alrededor es homogéneo, el todo se convierte en la nada. Flotaba
sobre la nada perdido en un mar de indiferencia. Pero oí su canto, fue como
escuchar una sirena ¿Verdad que sí, amigo?, —Señor C menea la cola y afirma
sonriente—. Él me trajo de vuelta. Me salvó de aquel monstruo. El mar proyecta
sombras peligrosas, ¿sabes? A veces desvela nuestros miedos más profundos.
La mirada del señor C es tan honda y profunda que me deja tiritando a
merced del oleaje de mis recuerdos. Soy un náufrago que ha decidido probar el
agua salada. Todo está mezclado dentro de mi cabeza. Aurora, Londres, la
estación, todo se diluye en la tinta que escribe mis memorias, memorias
escritas por unas manos que no son las mías. Mientras, mi corazón es un ancla
que me hace descender hasta lo más profundo del abismo, donde me espera mi
enemigo.
La luz regresa en un fogonazo que pinta de una blancura láctea el andén de
la estación. Lejos de ser agradable, es incluso más molesto que los ladridos
del señor C. Ya no sé ni el tiempo que llevo aquí sentado esperando. Me duelen
las rodillas y tengo la cabeza llena de viento y hojas secas, la boca pastosa
de espuma de mar y con un regusto a sal. Cuando me llamó por teléfono, aún
conservaba la misma voz de miel y nueces, me dijo que llegaba el martes a las
ocho y media, que la recogiese en la estación y que iríamos a cenar. Ya falta
poco, Santiago, ya falta poco para irnos a casa.
El chirrido metálico del tren encerraba en su seno un mar de tormentas que
desvelan los barrotes de las celdas de todos aquellos prisioneros que como yo,
esperan. Las rodillas me dan molestias,
pero consigo levantarme, mientras el señor C se despide de mí moviendo el rabo
de lado a lado. Que vaya bien, me dice. Parece un tambor de guerra, suena como
una canción marcial, mientras me tiemblan las manos y se me nublan los ojos. La
cabeza me da vueltas, pero veo su melena negra como el tronco de un naranjo.
Sus pecas, antaño islas, y el precioso verde de sus ojos como pistachos sin
cáscara. Había olvidado su rostro. La abrazo en un intento de recuperar el
tiempo perdido. El amante hormiga hunde mis dedos en su pelo como si fuera
tierra. La miro a los ojos y se me escapan dos gotas de sal que descienden por
el yermo paraje de mis mejillas.
—Aurora, amor mío, ¡Cuánto tiempo sin verte!, ¡Estás preciosa! ¡Qué
maravilla!
Aurora no me responde, pero me devuelve el abrazo. Miz manos recuperan
levemente su color rosado y vuelvo a ser joven otra vez. Su fuego me alumbra,
me calienta y me alimenta. He estado empapado durante tantos años en los
océanos del tiempo que ya no recordaba lo que era calentarme las manos junto al
fuego.
—Estaba muy preocupada por ti.
—Ah, por mí no te preocupes, vámonos de aquí, está maldita estación casi me
vuelve loco, vámonos a cenar y me lo cuentas todo.
—Espera un momento…
—No hay tiempo que esperar, no quiero esperar más, quiero irme a casa.
—Papá, no soy Aurora, soy tu hija.
Al tocarme la cara me doy cuenta de que soy un hombre sin rostro. Cargo
sobre la piel una máscara flácida que intento arrancar a la fuerza, pero no
alcanzo. Mis manos no son mías, son de otro, pulidas por el tiempo como una
silla vieja, agrietada, húmeda y frágil. El viento está salado y hay luces por
todos lados. El mundo habla solo. Van con sus aparatos, rodeados de cables,
cada uno con su luz iluminándoles el rostro. Yo no tengo luz, ni tampoco
rostro. La vida de otro cae bajo mis ojos y puebla mi mente de falsos
recuerdos. No sé quién soy. Santiago Vaibona, la ciega lombriz. El prisionero
del tiempo. El que espera.
—Papá, mírame—Aurora con sus delicadas manos me encuentra con sus ojos—.
Soy yo, Raquel.
La fuerza de la corriente me arrastra de nuevo a lo más profundo. Me coge
de la mano y me lleva a través de los recuerdos de mi mente, enseñándome
fotografías y cuadros de lo que una vez fue mi vida. Habitaciones llenas de
momentos que olvidar, cofres repletos de tesoros que no necesité jamás, y al
fondo, una habitación llena de nada.
—Ven, Raquel, vamos a ese banco que necesito sentarme un momento.
Raquel me recuerda mi estado, lo que hablamos en la clínica, que esto podía
pasar, sobre todo cuando ya llevas un año conviviendo con la enfermedad. Que a
partir de ahora no estaré solo nunca más, que siempre habrá alguien conmigo. Yo
le pregunto si Aurora podrá venir a verme, pero mi hija me explica que Aurora
vive en Londres con su familia y que ahora ya es muy mayor para venir aquí. Ahora
lo recuerdo, recuerdo como mientras cenábamos, Aurora me contaba que había
conocido a un hombre irlandés de cabello rojizo, y que cada fin de semana la
dejaba en casa porque tenía que ir a pescar a alta mar. Recuerdo el momento en
que mi corazón se descolgó del pecho como si fuera un fruto maduro y que para
no perderlo, lo guardé en un cofre. Allí me dirigí, busqué por todas las
habitaciones hasta encontrarlo y, tras un mueble viejo repleto de vajilla sin
usar, lo encontré cubierto de polvo. El cofre que guardaba mi corazón.
—Hija mía —le digo arrastrando los dedos por sus mejillas—, te quiero, pero
he de irme. Voy a entregárselo todo y me voy a ir a casa. Que seas muy feliz.
En la habitación rellena de nada araño la tierra hasta levantarla, hundo mi
corazón entre hormigas y lombrices, y con mi lamento riego la tierra labrada.
Al corazón le surgen raíces, fuertes raíces que sostienen un tronco fuerte. Tras
estudiar el tronco, ando a tientas hacia mi enemigo que aguarda tras mi espalda,
y con una lengua mordaz le digo: Tú, mi sombrío enemigo, sí tú que habitas en
el abismo, ahora ya te conozco, y sé que el mejor modo de vencerte no es
desafiarte, sino hacerte un regalo, toma, aquí tienes mis recuerdos, quédatelos
no los quiero. No es el osado amante hormiga quien te enfrenta, reconozco tu
poderío sobre mí y por eso soy tuyo, a ti me entrego en barro, sangre y fuego a
tus dominios, pero si vienes a por mi corazón, te acompañaré allá donde vayas,
así, jamás podrás ser de nuevo el olvido porque no estarás solo. Tú, sombrío
enemigo me hiciste de tiempo y, como verdadero hijo del tiempo, te lo devuelvo
con mi aliento y de un soplo mi enemigo se deshizo en ceniza. Tras dar media
vuelta, me dispongo a escalar por el tronco. Es un árbol alto, tan alto, que ni
el tiempo ha podido alcanzarlo. Ya en la cima, sobre la copa, entre las armas,
hay una casa. Al abrir la puerta, la encuentro al fin, es ella, mi Aurora, está
encendiendo el fuego de la chimenea.
—He estado un buen rato esperándote.
—Y yo a ti. Pero ya estoy en casa.
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