domingo, 11 de abril de 2021

La espera 1.3

 

Siempre me han gustado las estaciones de tren. Me recuerdan al corazón de un hormiguero donde se conectan cientos de caminos. Miles de personas, van de aquí para allá, con sus vidas a cuestas, por las arterias de un gran cuerpo hacia sus destinos, hacia sus hogares, y aunque viajen sin descanso, todos esperan llegar a casa.

Aurora no llegará hasta las ocho y media. Parece que llevo toda una vida esperando a que vuelva. Aparecerá con sus botas de montaña, eso seguro, escondiendo sus pies recios. Nunca ha sido una mujer fina. Ella es fuerte, tan fuerte como el tronco de un árbol. Recuerdo cuando de niño nos comíamos la tierra y masticábamos raíces como regaliz. Jugábamos a perseguirnos entre los almendros que había más allá de las casas de basura. Así llamábamos a las chozas que se montaban los hippies a las afueras del pueblo. Ella corría como un árbol sin raíces. El viento aullaba, y mis pretensiones de alcanzarla se esfumaban como arena entre los dedos. Siempre fue más rápida que yo, aun con el viento en contra.

El tren de las siete penetra en la estación y trae consigo un húmedo sabor a sal y numerosas historias que se derraman sobre el andén de la estación. Me pareció ver al viejo Rubén, un hippy de las casas de basura que nos contaba historias a Aurora y a mí a cambio de una botella de vino. Una vez nos contó que en otra vida fue capitán de barco y que un gran enemigo le perseguía fuera donde fuese, pero que un día frente a un gran fuego, le enfrentó, y tras una gran batalla terminó derrotándolo con un soplo, convirtiéndole en el viento que mece los árboles en las tardes de otoño.

Entre el resto de pasajeros, una niña recorre el andén brincando como un suricato mientras su mochila azul se eleva al son de sus saltos. Pie tras pie, tropieza y derrapa un par de metros sobre el frio mármol de la estación. Hay un horrible silencio. La chiquilla no llora, pero los labios se le han hecho un ovillo sobre la barbilla y parece que los ojos le han crecido por el golpe. Me encuentra con su mirada. Busca a su madre, pero ha dado conmigo. El primer berrido estalla como una mascletá. Cuando estoy a punto de acercarme a la niña para tranquilizarla, la voz de una mujer se interpone.

—No se preocupe, tranquilo—me dice.

—No es molestia mujer, si yo solo…

—De verdad, ya lo hago yo que para eso soy su madre. Usted vuelva a su asiento, ¿Le ayudo? —me interrumpe.

¿Cómo que me ayuda? El llanto de la niña me atraviesa los tímpanos y se me cuela hasta la sien ¿Qué me ayuda a sentarme? ¡Pero bueno, hombre, ni que fuera un abuelo!

—Dile adiós al señor.

—Adiós señor y gracias—dice la niña entre sollozos.

Ahora soy un señor. La madre que me parió.

Bueno, aunque ahora sea un viejales no puedo dejarme amedrentar. Yo sé quién soy. Santiago Vaibona El amante hormiga. El enemigo del tiempo. El que espera a su amada. Vendrá, sé que lo hará. Aurora y yo hemos estado juntos desde siempre, aprendimos juntos a doblar bien los calcetines, me enseñó a atarme los cordones y yo le enseñé a encender fuego en la chimenea. Aquella chimenea donde luché contra hidras y basiliscos.

En aquella cama la besé tan suave que casi ni nos tocábamos. Rellené nervioso el silencio con una declaración de amor poco original. Ella se asustó, y me dijo que cómo podía decir esas cosas si era nuestra primera cita. Yo contesté gallardo y decidido que hacía tiempo que estábamos juntos, el asunto es que aún no se había dado cuenta. Cerré los ojos y sentí el mundo en calma, como si fuera no llovieran océanos, como si no llevásemos una eternidad esperando este momento. Sus piernas eran tan largas que yo me convertí en un pequeño hombrecillo entre sus cálidos muslos. Fui menguando poco a poco, para que mi cuerpo no fuera un obstáculo para la exploración del suyo. Me hice pequeño, pequeñísimo, del tamaño de un bicho, del tamaño de una hormiga. Ahí iba yo, el amante hormiga, dispuesto a conquistar cada rincón de su cuerpo. Con tremenda destreza o fortuna quizá, me enganché con un mechón de su pelo, y como si de una liana se tratase, me balanceé en un último salto final que me hizo volar hasta el infinito y más allá. De pronto, advertí que viajaba más rápido que la luz, así que ajusté mis gafas de aviador y orquesté un aterrizaje forzoso en el valle que hay entre el borde de sus labios y los acantilados de su barbilla. Allí, arropados por el fuego de la chimenea, recuperé  el tamaño de mis manos y recorrí con mi mapa su piel blanca y llena de pecas, que para mi amante hormiga fueron islas, y que ahora son un camino de besos hasta sus labios. Volvimos a ser uno, un ser de múltiples brazos y piernas, una esfinge de dos cabezas, a la que le ardían los mofletes y se le congelaban los pies.

Allí junto al fuego, abrazados a una manta, embriagada de amor imagino, me pidió que le contase una historia. Yo, contra todo pronóstico, accedí. Me alcé desnudo, le robé la manta y me la colgué al cuello simulando una capa. Después, hice del salón mi pequeño escenario, donde luchaba contra innumerables enemigos que amenazaban nuestro amor. Le conté cómo el súper amante hormiga cargaba contra serpientes y dragones lanza en mano, mientras apoyaba mis brazos en la cintura en posición de Superman. Y ella, ella reía a carcajadas tan fuertes que funcionaban como efectos especiales, y a mí se me llenaba el pecho de algo más pesado que el aire, y me temblaban las puntas de los dedos, y la sonrisa se me hizo de hierro, tan larga y tersa, que parecía que tuviese un piano en lugar de dientes. El papel del súper amante hormiga se coló dentro de mí aquella noche y se apoderó de todo lo que yo era. Ya no actuaba, solo me dejaba llevar por su risa. Le enseñé cómo sería nuestra vida; cómo le compraría flores, cómo haríamos trampas por ser dignos del amor el uno del otro. Le mostré que yo sería el del jardín lleno de amapolas, el padre querido por su mujer y su hija, el que paga las rondas, el que arregla una puerta.

—¿Y yo? ¿Y yo?, —me dijo.

—Tú serás la de las manos fuertes y la sonrisa en la cara, la que tiene un segundo para todo el mundo, la bruja del pelo blanco que tendrá aterrados a todos los niños del vecindario.

—¿De verdad crees eso?

—¡Claro! ¡Por qué no iba a hacerlo!

—¿Crees que derrotaremos al tiempo? —me soltó.

La miré con ojos de búho, la verdad es que titubeé por un segundo ante tal pregunta, pero me recompuse rápidamente y me acerqué a ella.

—¡Que venga, que venga, le reto! ¡Que vengan los años que aquí los espero! que nos enfrentaremos juntos a la decadencia de la carne con sexo senil y artritis, y cuando llegue el olvido, le gritaremos que no a la cara. Juntos construiremos un hogar donde no pueda alcanzarnos. Le daremos esquinazo al tiempo y desde la ventana nos burlaremos del olvido.

Aurora me agarró del broche de la capa y me plantó un beso del que saltaron chispas de tal magnitud, que ensordecieron el crepitar de las ascuas de la chimenea.

—¿Seremos tan felices como lo hemos sido hoy? ¿Seguirás contándome cuentos?

—Cuando me haga viejo seguiré contándote historias igual. Puede que me cueste derrotar serpientes y dragones, pero nunca dejare de contarte historias—le dije con la sonrisa más grande jamás dibujada—. Te lo prometo.

Las luces se desvanecen como si fueran el telón de un teatro. La estación está a oscuras. La única luz se dispersa desde los faros de un tren hasta el techo sucio de la estación, y donde antes había manchas ahora hay sombras. La noche está aquí. Ya no quedan colores desperdigados por las esquinas del andén. Un único rey, el negro, va devorando el metal con sus uñas y oxidando el hierro con su aliento. No puedo ver nada. Solo veo caras deformadas por la óptica de un cristal demasiado grueso, o ¿será mi memoria? ¿Dónde está Aurora? Qué venga ya por favor, hace frío y tengo hambre. La luz me da dolor de cabeza. No puedo recordar su rostro. No debí dejar que se fuese. Siempre hemos estado juntos y siempre lo estaremos, ¿No era así? Lo único que quiero es que venga y nos vayamos a casa. No me había dado cuenta pero un hombre está sentado al otro extremo del banco. Me mira. Lleva gafas de sol. Lo saludo, pero no me contesta. Sólo me mira con sus gafas negras. ¿Puedo ayudarle?, pero antes de formular la pregunta el ladrido de un perro me interrumpe. Oh, disculpe, no lo había visto —dice entre risas—. Este es Caronte. Señor C. le llamo yo. —Señor C y yo intercambiamos un breve aunque formal saludo—. Ahora quien me mira es el perro. Veo en sus ojos una mirada tan pura e intensa que hace de la inocencia y la sabiduría una misma cosa. Incluso parece que habla. Me cuenta cosas acerca de su trabajo, que vende lotería y que tiene ganas de llegar a casa. Yo también quiero irme a casa. El perro me ladra. Su inocencia me desgasta la piel y los huesos. Bajo sus ojos habitan recuerdos enlatados que me portan de la juventud a la vejez. Me vuelve a ladrar. También me duelen las manos. Unas manos cargadas de arrugas y de heridas que no reconozco, debe de ser por el frío. He olvidado una vida. El ladrido del señor C me agujerea el pecho. Por primera vez, la posibilidad de que Aurora no venga atraviesa mi mente como un disparo.

Ella se fue un día de abril. A Londres, a enseñar español. Me pidió que me marchase con ella. Yo le dije que qué hacia un hombre como yo en Londres —no sé inglés, solo sé de taronges i de moniatos—. Mi casa está aquí, le dije. No me entendió. Yo a ella tampoco. Su casa estaba “allá afuera”. La mía era ella. Ella era mi hogar. Mi chimenea, y como el fuego, el olvido amenazaba con reducirlo todo en cenizas. Le juré enemistad eterna y ahora pago el precio de mi soberbia. El tiempo arrasará mi hogar con una llamarada y no dejará nada. Ni recuerdos en fotografías, ni víveres en la despensa. Todo se lo llevará el fuego violento. Toda mi casa, todo lo que soy, todo mi imperio quedará reducido a cenizas.

Los ladridos del perro me sacan de la prisión de mis pensamientos.

—Señor C siempre intenta ayudar —dice el hombre—. Una vez, fui tan adentro del mar que no sabía hacia qué lado estaba la orilla. El mar se convirtió en un enorme monstruo que abarcaba el mismo horizonte, una masa homogénea que había sometido al mundo bajo su forma. Cielo y mar eran una misma cosa, lo eran todo y cuando el alrededor es homogéneo, el todo se convierte en la nada. Flotaba sobre la nada perdido en un mar de indiferencia. Pero oí su canto, fue como escuchar una sirena ¿Verdad que sí, amigo?, —Señor C menea la cola y afirma sonriente—. Él me trajo de vuelta. Me salvó de aquel monstruo. El mar proyecta sombras peligrosas, ¿sabes? A veces desvela nuestros miedos más profundos. 

La mirada del señor C es tan honda y profunda que me deja tiritando a merced del oleaje de mis recuerdos. Soy un náufrago que ha decidido probar el agua salada. Todo está mezclado dentro de mi cabeza. Aurora, Londres, la estación, todo se diluye en la tinta que escribe mis memorias, memorias escritas por unas manos que no son las mías. Mientras, mi corazón es un ancla que me hace descender hasta lo más profundo del abismo, donde me espera mi enemigo.

La luz regresa en un fogonazo que pinta de una blancura láctea el andén de la estación. Lejos de ser agradable, es incluso más molesto que los ladridos del señor C. Ya no sé ni el tiempo que llevo aquí sentado esperando. Me duelen las rodillas y tengo la cabeza llena de viento y hojas secas, la boca pastosa de espuma de mar y con un regusto a sal. Cuando me llamó por teléfono, aún conservaba la misma voz de miel y nueces, me dijo que llegaba el martes a las ocho y media, que la recogiese en la estación y que iríamos a cenar. Ya falta poco, Santiago, ya falta poco para irnos a casa.

El chirrido metálico del tren encerraba en su seno un mar de tormentas que desvelan los barrotes de las celdas de todos aquellos prisioneros que como yo, esperan.  Las rodillas me dan molestias, pero consigo levantarme, mientras el señor C se despide de mí moviendo el rabo de lado a lado. Que vaya bien, me dice. Parece un tambor de guerra, suena como una canción marcial, mientras me tiemblan las manos y se me nublan los ojos. La cabeza me da vueltas, pero veo su melena negra como el tronco de un naranjo. Sus pecas, antaño islas, y el precioso verde de sus ojos como pistachos sin cáscara. Había olvidado su rostro. La abrazo en un intento de recuperar el tiempo perdido. El amante hormiga hunde mis dedos en su pelo como si fuera tierra. La miro a los ojos y se me escapan dos gotas de sal que descienden por el yermo paraje de mis mejillas.

­—Aurora, amor mío, ¡Cuánto tiempo sin verte!, ¡Estás preciosa! ¡Qué maravilla!

Aurora no me responde, pero me devuelve el abrazo. Miz manos recuperan levemente su color rosado y vuelvo a ser joven otra vez. Su fuego me alumbra, me calienta y me alimenta. He estado empapado durante tantos años en los océanos del tiempo que ya no recordaba lo que era calentarme las manos junto al fuego.

—Estaba muy preocupada por ti.

—Ah, por mí no te preocupes, vámonos de aquí, está maldita estación casi me vuelve loco, vámonos a cenar y me lo cuentas todo.

—Espera un momento…

—No hay tiempo que esperar, no quiero esperar más, quiero irme a casa.

—Papá, no soy Aurora, soy tu hija.

Al tocarme la cara me doy cuenta de que soy un hombre sin rostro. Cargo sobre la piel una máscara flácida que intento arrancar a la fuerza, pero no alcanzo. Mis manos no son mías, son de otro, pulidas por el tiempo como una silla vieja, agrietada, húmeda y frágil. El viento está salado y hay luces por todos lados. El mundo habla solo. Van con sus aparatos, rodeados de cables, cada uno con su luz iluminándoles el rostro. Yo no tengo luz, ni tampoco rostro. La vida de otro cae bajo mis ojos y puebla mi mente de falsos recuerdos. No sé quién soy. Santiago Vaibona, la ciega lombriz. El prisionero del tiempo. El que espera.

—Papá, mírame—Aurora con sus delicadas manos me encuentra con sus ojos—. Soy yo, Raquel.

La fuerza de la corriente me arrastra de nuevo a lo más profundo. Me coge de la mano y me lleva a través de los recuerdos de mi mente, enseñándome fotografías y cuadros de lo que una vez fue mi vida. Habitaciones llenas de momentos que olvidar, cofres repletos de tesoros que no necesité jamás, y al fondo, una habitación llena de nada.

—Ven, Raquel, vamos a ese banco que necesito sentarme un momento.

Raquel me recuerda mi estado, lo que hablamos en la clínica, que esto podía pasar, sobre todo cuando ya llevas un año conviviendo con la enfermedad. Que a partir de ahora no estaré solo nunca más, que siempre habrá alguien conmigo. Yo le pregunto si Aurora podrá venir a verme, pero mi hija me explica que Aurora vive en Londres con su familia y que ahora ya es muy mayor para venir aquí. Ahora lo recuerdo, recuerdo como mientras cenábamos, Aurora me contaba que había conocido a un hombre irlandés de cabello rojizo, y que cada fin de semana la dejaba en casa porque tenía que ir a pescar a alta mar. Recuerdo el momento en que mi corazón se descolgó del pecho como si fuera un fruto maduro y que para no perderlo, lo guardé en un cofre. Allí me dirigí, busqué por todas las habitaciones hasta encontrarlo y, tras un mueble viejo repleto de vajilla sin usar, lo encontré cubierto de polvo. El cofre que guardaba mi corazón.

—Hija mía —le digo arrastrando los dedos por sus mejillas—, te quiero, pero he de irme. Voy a entregárselo todo y me voy a ir a casa. Que seas muy feliz.

En la habitación rellena de nada araño la tierra hasta levantarla, hundo mi corazón entre hormigas y lombrices, y con mi lamento riego la tierra labrada. Al corazón le surgen raíces, fuertes raíces que sostienen un tronco fuerte. Tras estudiar el tronco, ando a tientas hacia mi enemigo que aguarda tras mi espalda, y con una lengua mordaz le digo: Tú, mi sombrío enemigo, sí tú que habitas en el abismo, ahora ya te conozco, y sé que el mejor modo de vencerte no es desafiarte, sino hacerte un regalo, toma, aquí tienes mis recuerdos, quédatelos no los quiero. No es el osado amante hormiga quien te enfrenta, reconozco tu poderío sobre mí y por eso soy tuyo, a ti me entrego en barro, sangre y fuego a tus dominios, pero si vienes a por mi corazón, te acompañaré allá donde vayas, así, jamás podrás ser de nuevo el olvido porque no estarás solo. Tú, sombrío enemigo me hiciste de tiempo y, como verdadero hijo del tiempo, te lo devuelvo con mi aliento y de un soplo mi enemigo se deshizo en ceniza. Tras dar media vuelta, me dispongo a escalar por el tronco. Es un árbol alto, tan alto, que ni el tiempo ha podido alcanzarlo. Ya en la cima, sobre la copa, entre las armas, hay una casa. Al abrir la puerta, la encuentro al fin, es ella, mi Aurora, está encendiendo el fuego de la chimenea.

—He estado un buen rato esperándote.

—Y yo a ti. Pero ya estoy en casa.

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