Váteres e intimidades (2.4)
La pared del fondo tiene diez váteres adosados, uno al lado
del otro. La de la izquierda, un poco más larga, lavabos, la derecha, los mingitorios.
Todo está construido en acero inoxidable, sólo los lavabos son de loza. Váteres
y mingitorios lucen opacos, como satinados, aun limpios no brillan. En el
cuarto de al lado están las duchas. Ambos recintos tienen sólo tres paredes,
falta la frontal. A unos metros de cada pared faltante, un guardia sentado
detrás de una mesita mira hacia los váteres, otro hace lo mismo con las duchas.
Así es el pabellón de detenidos del Marine
Hospital de la US Navy en Staten Island, Nueva York.
Sí, estoy en Nueva York. Acabo de llegar en un vuelo de Varig, en aquel 707 donde los estantes del
equipaje de mano están abiertos como en un autobús. Coloqué allí mi fagot y un
sobre enorme con las radiografías de mi tórax, una exigencia para la visa de
estudiante. Conmigo, en un pequeño bolso, llevo documentos, el pasaporte, los papeles
de la beca, una novela en inglés (A town
like Alice, de Nevil Shute), la
pequeña agenda con un bolígrafo corriente y la estilográfica Parker 61 que me había dado mi papá. Hago
migraciones en Nueva York, luego tomaré un corto vuelo a Boston con Northeastern Airlines.
Presento mis documentos al agente de migraciones, examina
las placas radiográficas y llama por teléfono. Me pide que aguarde. A los pocos
minutos aparece un individuo de mediana edad, me saluda, dice ser Frank Morelli, pertenece a una
repartición estatal cuyo nombre no entiendo debido a su marcado acento de Brooklyn. Usa el pelo cortado a lo
militar, traje negro, corbata estrecha a bandas diagonales rojas y negras, gafas
oscuras. Me dice que me llevará a un hospital en Staten Island, cerca de Nueva York, me someterán a pruebas médicas
adicionales. Estamos a fines de agosto, hace calor en el aeropuerto de Idlewild.
Mientras caminamos hacia el parking siento que Frank me
trata con simpatía. Le cuento una y otra vez lo de mi beca, de los seminarios,
de los estudios que haré en Brandeis
University.
—Mi hijo empezará la City University de Nueva York el año
próximo, no
es lo mismo que ir a una de las grandes universidades de Boston como tú, yo no
podría costear esos colegios —dice como con envidia.
Obtener una beca no era fácil, confesó. Salimos finalmente
de la terminal internacional, me lleva hasta un Chevrolet 1961, negro, sin adornos, tiene llantas más grandes y
neumáticos negros, evidentemente se trata de un coche del gobierno. Abre el
maletero, se agacha para ayudarme con los bultos, bajo su chaqueta veo una
canana marrón ajustada al pecho, sobresale la empuñadura negra de una pistola. En
1963, para llegar a Staten Island, Frank deberá conducir hasta el
embarcadero de la Whitehall Terminal
en el extremo sur de Nueva York. Allí cogerá el ferry para llegar a la isla,
significa cruzar todo Nueva York, desde Queens,
luego Manhattan y allí, hasta Wall Street. No hay tráfico, es domingo,
es aún temprano esa hermosa mañana de verano tardío.
—No hay atascos, nos sobra
tiempo —agrega—, te
daré unas vueltas por la ciudad así podrás conocer algunos landmarks.
Me invita a sentarme adelante, en el asiento del
acompañante.
—You’re a good boy, you aint gonna run away, won’t cuff you (eres un
buen chico, no vas a escaparte, no te esposaré) —dice.
Entonces tengo mis primeras vistas de lugares icónicos de
Nueva York, el edificio de las Naciones
Unidas, Central Park, el museo Guggenheim, Penn Station, el Madison Square Garden, el Chrysler Building, Times Square y el Rockefeller Center. Toma Broadway y me señala a un lado, allí
está el Empire State Building. Estamos
cerca de Wall Street y el embarcadero
de South Ferry. Sube el coche al
ferry. Me lleva hasta una de las bandas del buque y me dice que tendremos
vistas extraordinarias de la ciudad y, como postre, pasaremos muy cerca de la Estatua de la Libertad. Nunca habría
imaginado un sightseeing tour de
Nueva York así.
Desembarcamos, conduce apenas unas manzanas hasta un
imponente edificio de ladrillos rojos, está custodiado por marineros, es el US Navy Marine Hospital. Entramos, me
conduce al ala izquierda, subimos hasta el sexto piso. Hay una cabina con
tejido de alambre grueso con un oficial dentro, en el panel detrás de él está
la foto del presidente J.F. Kennedy, a un costado la bandera de EEUU. Guardiamarinas
armados custodian grandes puertas con pequeñas ventanillas. Veo muchos carteles:
Do not pass, Only Authorized Marine Personnel on Duty, show ID or visitor’s card (No
pasar, Personal naval en funciones solamente, Muestre su ID o la tarjeta de
visitante). Frank se acerca a la
cabina, muestra su identificación y entrega el sobre con las radiografías que
trae desde el aeropuerto. El oficial me habla, tengo que dejar todo lo que
llevo. Pregunto por el fagot, también se guardará allí, todo quedará en
custodia, me darán un recibo detallado de mis pertenencias, debo firmar una
copia. Me alcanza unas prendas para ponerme, me señala algo similar a un probador
de tienda, sólo me puedo quedar con mi ropa interior, los zapatos sin cordones,
dinero, un cepillo de dientes y pasta dental, nada más. Decido llevar el
bolígrafo, pero dejo la novela de Nevil
Shute. Me visto con lo que me dieron: un pantalón y una camisa a rayas
verticales, grises y blancas, no muy anchas, similar al uniforme que llevaban
los prisioneros de Auschwitz o Birkenau. Frank me saluda antes de irse, es muy afable, dice que no me
preocupe, pronto me permitirán viajar a Boston para comenzar las clases.
Mi ansiada llegada a EE.UU. es con traje de preso. El sueño
de poder estudiar becado en una gran universidad se podría convertir en pesadilla.
En lugar de lucir el buzo con los colores de mi universidad en una regata por
el río Charles o vivando al equipo de fútbol, estoy vestido de presidiario, detenido
en un hospital-cárcel. Dos guardias me conducen hasta la cama que me
corresponde, las hay a uno y otro lado del recinto, es gigantesco. Todos llevamos
el mismo traje a rayas, sólo una tarjeta enganchada en el bolsillo superior de
la camisa nos distingue con nuestro nombre. No es una prisión como las que vemos
en películas, es un hospital para detenidos. Veo muchos brazos tatuados. Rostros
endurecidos por el mar y el sol, me miran con desdén. Algunos internos están
esposados a los barrotes de las camas. No hablo con nadie, nadie me habla.
Hoy es domingo, seguramente mañana lunes me harán los
exámenes y podré irme a Boston de una vez. Una vez que los guardias que me
acompañaron para entrar se van, aprovecho para explorar. El pabellón es muy
luminoso, tiene muchas ventanas, eso me alegra. Me acerco a una, seis pisos más
abajo está el parque y la entrada por donde Frank me trajo. Un poco más lejos,
un enjambre de casas blancas bajas rodeadas de jardines, niños jugando en las
calles sin tráfico, coches estacionados en driveways,
típico barrio de clase media en los EE.UU. de los 50 y 60. Me interesan los
coches, descubro modelos que sólo conocía por fotos de revistas. Camino por el
pabellón, me siento perdido, no sé qué hacer, echo de menos no haber traído la
novela de Shute. Los internos de
camas vecinas ni me miran. A las 12 traen el almuerzo, no está mal. Un pequeño
quiosco cercano a la puerta de entrada ofrece a los internos golosinas, goma de
mascar, papel y sobres, lápices, estampillas de correo y, a un costado, un buzón
del US Mail. Comienzo una carta para
mis padres.
Los guardias me mostraron los servicios y las duchas, no tienen
pared frontal. Necesito usar los váteres, pero me contengo. Si voy en la
madrugada, los otros internos no me verán defecar. Aplico la lógica, evitaría ser
despojado de esa intimidad tan particular, la de mover el vientre en solitario.
Resisto, aguanto, respiro profundo, sudo copiosamente, ensayo el autocontrol,
me concentro en mis vísceras, maldigo mil veces, pero consigo no ir los váteres.
Esa noche duermo de corrido, agotado por el viaje y la tensión de la internación.
Los enfermeros nos despiertan al amanecer, traen jarras de agua helada.
Ya no resisto más, debo evacuar sin demoras, finalmente cedo,
me siento en el váter mirando al techo, estaba siendo despojando de todo lo
mío, la intimidad más básica, nunca había imaginado que era tan importante.
Concluyo mi acción fisiológica, realizo los rituales del caso y vuelvo a mi
cama. Pienso en el guardia sentado detrás de la mesita, horas y horas mirando
defecar a los detenidos. Me dio lástima, pensé en su vida fuera del hospital. ¿Cómo
encararía su relación doméstica? ¿Cómo se sentiría con su mujer o, incluso, con
una amante? Razoné, ¿quién lo está pasando peor? Al siguiente día me senté en
el váter con más soltura, estaba convencido que era peor mirar que ser mirado. Todo
se reduce a cómo nos mentalicemos.
Los internos del sexto piso del Marine Hospital mantenemos nuestras propias y muy magnificadas
intimidades. El domingo en que llegué nadie me habló, ni siquiera alguno de mis
vecinos de las camas a cada lado de la mía. Sólo percibo miradas furtivas, hay
desprecio en ellas. El segundo día se me acerca un negro bastante joven, pude
ver su nombre en la tarjeta de identificación, William Graves (graves:
tumbas en castellano, apellido poco auspicioso en este lugar). Era de esos
rostros que no pueden ser explicados, común, una cara que era todas las caras
de negros, una nariz algo chata, ojos oscuros muy separados, la piel de un
marrón genérico, el cabello rapado a lo soldado. Sus dientes, muy blancos, grandes
los del centro, se manifiestan en una sonrisa permanente, algo nada común en
ese entorno. Me pide que lo llame Bill.
—Oye, ¿por qué un blanquito educado como tú está aquí? —dice
con desparpajo.
Le cuento brevemente la historia, en realidad, ni yo mismo conocía
la razón de mi detención. Me cuenta que es marinero, había cometido una falta
grave embarcado. Lo condenaron, le dieron a elegir entre ir a una prisión naval
o, ser voluntario para un programa de experimentos médicos detenido dentro del
hospital. No pregunté qué falta había cometido ni qué experimentos médicos le
estaban practicando. La intuición me llevó a no hacerlo, y muy a pesar de mi
curiosidad.
—¿Sabes? Tengo una orientación
sexual alternativa, I’m queer (soy homosexual, aún no se usaba gay) por eso no quise ir a una cárcel
común —habla
con convicción.
—Hay cosas que debes conocer —sigue—, querrás
evitar una mala experiencia. Verás algunos internos esposados a sus camas, no los
observes, no mires los tatuajes, no te fijes en las revistas que leen, evita
que tu mirada se dirija a ellos mientras comen. No hables si no te hablan
primero. Hagan lo que hagan, pase lo que pase, no te metas. Aquí debemos
respetar la esfera privada y particular de cada uno, estamos todos juntos en un
mismo pabellón, los baños están abiertos, pero tenemos nuestros universos
propios e individuales. Nadie desea que su intimidad se vea alterada.
Quedo estupefacto ante sus palabras, me siento dentro de una
película. Y agrega:
—Fíjate, saben que soy
homosexual, por eso aceptan que yo hable con cualquiera. Me siento seguro aquí
porque es un hospital. A ti tampoco te pasará nada, a lo sumo recibirás
miradas hostiles. Mantente al margen y haz lo tuyo. Ya saldrás de aquí cuando
terminen esos exámenes.
Entendí que la intimidad va más allá de sentirse intervenido
por las miradas del guardia al defecar. Hay otra más sutil, más individual aun,
aquella que no acepta la intromisión en el exclusivo universo del quienes
comparten tu misma situación. Me resultó paradójico, había pensado lo contrario.
Según Bill, no importa tanto los
váteres a la vista, peor es preguntar a un interno por el libro o la revista
que lee, ni hablar de conocer los motivos de su detención. No hablo con otro
que no sea Bill, y sólo si él se acerca.
Empiezo a sentir la necesidad de construirme una intimidad adicional, propia,
sólo mía. Me empieza a disgustar ser mirado, que vean qué página leo de Life o Look, que escribo cartas a mi casa. Como con la voracidad propia de
mis veinte años, pero sólo me concentro en lo que hay en la bandeja, no miro
nunca a mis lados.
Es mi tercer día internado, llegan los médicos de la ronda, recorren
el pabellón cada mañana, revistan la evolución de los internos. Sigo con
súplicas para que me hagan los exámenes de una vez, les cuento sobre las
actividades académicas que espero realizar. Hablo locuazmente, mi acento es una
mezcla de entonación española con giros británicos/australianos, bueno y culto,
producto de quien ha leído mucho, pero hablado poco. Noté que les llamaba la
atención. Les refiero que ya había perdido la reunión de bienvenida y unas
actividades para becarios en Harvard, agrego que no es importante, no quiero
que parezca una queja. Explico que la siguiente semana debo presentarme a unos
seminarios en Boston University, serán
para conocer personalidades del área docente y prepararme para Brandeis. Miraron otra vez las placas
que yo había traído, dijeron que había algo en ellas que no entendían, pero no
veían nada grave. Esa tarde vinieron a buscarme dos enfermeros, me llevaron a
un piso inferior para las nuevas radiografías. Al salir, mi mirada pasa
brevemente por mi vecino de la derecha, oí un good luck (buena suerte). Finalmente me hablaba, contesté con un
gesto.
Una hora más tarde otros enfermeros me escoltan de vuelta al
piso 6, el de detención. El vecino de cama me mira sin tapujos.
—¿Cómo estuvo? —me hablaba por primera vez más allá del good luck.
—Nada especial, repitieron las placas de mi tórax —contesto con cortedad.
Dice algo más, le intriga lo mismo que a Bill, cómo era que un joven estudiante
educado, de buenos modales, estuviera detenido allí. Apenas contesté que no
sabía bien el porqué. Al tener esta breve conversación pude ver su nombre, Justin McGregor, también las profundas
cicatrices en su cara y cuello, zonas de piel rosada, lisa, tirante, lo propio
de un injerto importante. No me atrevía a mirar, pero no pude evitarlo.
Seguramente un marine por su cuerpo robusto
y trabajado, probablemente un veterano de la guerra de Corea. No me habló más,
yo tampoco. No siento soledad, ya no deseo que me hablen.
Me muevo por el pabellón con más soltura. Siempre solo, sin
observar a nadie, cuando camino miro hacia adelante, sólo a las ventanas, los
muebles, las paredes, el techo. Empiezo a sentir necesidad de ignorar a los
otros internos. No los temo, tengo imágenes indefinidas de ellos, no pueden ser
todos malvados. Siguiendo mi instinto, y las recomendaciones de Bill, no me fijo en nadie en particular,
sólo percibo, es una sensación, esos internos están allí. Echo de menos la
novela de Nevil Shute, sentía más
cerca el Queensland outback que Staten Island. Antes del viaje había
leído “Beyond the stump”, también de
Shute, una novela romántica quizá, con personajes que logran objetivos a pesar
de todas las contrariedades. Coincidía con mi situación, lucho con esperanza,
con optimismo, con la certidumbre de que saldría de allí, con el romanticismo
de creer que lo voy a lograr.
Converso animadamente con los médicos de la mañana, me
prestan atención. No estoy enfermo, me tratan con simpatía, veo respeto a pesar
de mi juventud. Una y otra vez menciono que me había preparado, y luchado, dos
años enteros para obtener la beca. Me jacto diciendo que sólo uno entre 300 postulantes
es elegido en Brandeis. Insisto,
querría estar en Boston unos días antes del comienzo de los cursos, debo coordinar
el alojamiento. Cuando menciono Brandeis
uno de los médicos, el más joven, dice conocer bien esa universidad, le habría
gustado asistir. Agrega que uno de sus tíos, un comerciante muy rico,
contribuye regularmente con grandes donativos. Miro su nombre, Dr. Aaron Feinstein, me aclara que
pertenece a la colectividad judía. Brandeis
es una universidad creada a partir de una idea de Albert Einstein para que los hijos de judíos accedieran a su propia
institución de enseñanza superior con los más altos niveles académicos. Habla
con sus colegas, me pide paciencia, pronto decidirán sobre las placas y podré
ir a la universidad para el comienzo de los cursos. Me dicen que no depende de
ellos, la US Navy, sino de la agencia
federal que me había entregado allí.
En la siguiente visita matutina, el joven médico me cuenta
que había referido mi caso a su tío. Éste, a su vez, lo comunicó a Brandeis. Mis nuevas placas tampoco son definitivas,
los médicos no pueden afirmar que las que traje estuvieran mal, pero no estoy
enfermo. Es una clásica situación de limbo. Finalmente me dejarán viajar a
Boston, una vez allí deberé presentarme una vez por semana en un centro de
salud cercano a la universidad. Quedaría como paroled, en libertad condicional, si no asistía a esa clínica me
considerarían un ilegal. El sábado a
la tarde, luego de una semana en el hospital, viene un guardia a buscarme. Debo
tomar todas mis pertenencias, los feds
me esperan para llevarme al aeropuerto de Idlewild.
Me devuelven lo que había quedado guardado, acaricio mi fagot Heckel, entro
al “probador”, dejo el traje de preso, me visto con la ropa que tenía al llegar,
paso los cordones a los zapatos, reviso el bolso de mano, está la Parker 61 y
el libro de Nevil Shute, me cuelgo la
vieja cámara Contaflex IV del cuello,
quiero tomar fotos de Nueva York desde el ferry. Un par de agentes, sin la
simpatía de Frank, pero con el mismo
acento, me llevan hasta otro Chevrolet
igualmente negro. Pongo mis valijas y el fagot en el maletero, salimos. Nada de
paseos esta vez, el trecho de ferry me permite tomar fotos, veo nuevamente la Estatua de la Libertad y el citiscape del distrito financiero, el Lower Manhattan, a lo lejos el Empire State y más atrás el edificio Chrysler. Vuelo a Boston en un Super Constellation 1049G de Northeastern. Comienzo una nueva vida de
estudiante, empieza el sueño, a pesar de ser paroled, estar con la condicional.
Hay intimidades muy fuertes, muy particulares, son aquellas que construimos
cada uno a nuestra manera; nunca resultan como las imaginamos.
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