martes, 23 de marzo de 2021

Váteres e intimidades - Corregida como sugirió Bárbara, depurada y, sobre todo, acortada!

 Váteres e intimidades (2.4)

 

La pared del fondo tiene diez váteres adosados, uno al lado del otro. La de la izquierda, un poco más larga, lavabos, la derecha, los mingitorios. Todo está construido en acero inoxidable, sólo los lavabos son de loza. Váteres y mingitorios lucen opacos, como satinados, aun limpios no brillan. En el cuarto de al lado están las duchas. Ambos recintos tienen sólo tres paredes, falta la frontal. A unos metros de cada pared faltante, un guardia sentado detrás de una mesita mira hacia los váteres, otro hace lo mismo con las duchas. Así es el pabellón de detenidos del Marine Hospital de la US Navy en Staten Island, Nueva York.

Sí, estoy en Nueva York. Acabo de llegar en un vuelo de Varig, en aquel 707 donde los estantes del equipaje de mano están abiertos como en un autobús. Coloqué allí mi fagot y un sobre enorme con las radiografías de mi tórax, una exigencia para la visa de estudiante. Conmigo, en un pequeño bolso, llevo documentos, el pasaporte, los papeles de la beca, una novela en inglés (A town like Alice, de Nevil Shute), la pequeña agenda con un bolígrafo corriente y la estilográfica Parker 61 que me había dado mi papá. Hago migraciones en Nueva York, luego tomaré un corto vuelo a Boston con Northeastern Airlines.

Presento mis documentos al agente de migraciones, examina las placas radiográficas y llama por teléfono. Me pide que aguarde. A los pocos minutos aparece un individuo de mediana edad, me saluda, dice ser Frank Morelli, pertenece a una repartición estatal cuyo nombre no entiendo debido a su marcado acento de Brooklyn. Usa el pelo cortado a lo militar, traje negro, corbata estrecha a bandas diagonales rojas y negras, gafas oscuras. Me dice que me llevará a un hospital en Staten Island, cerca de Nueva York, me someterán a pruebas médicas adicionales. Estamos a fines de agosto, hace calor en el aeropuerto de Idlewild.

Mientras caminamos hacia el parking siento que Frank me trata con simpatía. Le cuento una y otra vez lo de mi beca, de los seminarios, de los estudios que haré en Brandeis University.

Mi hijo empezará la City University de Nueva York el año próximo, no es lo mismo que ir a una de las grandes universidades de Boston como tú, yo no podría costear esos colegios —dice como con envidia.

 

Obtener una beca no era fácil, confesó. Salimos finalmente de la terminal internacional, me lleva hasta un Chevrolet 1961, negro, sin adornos, tiene llantas más grandes y neumáticos negros, evidentemente se trata de un coche del gobierno. Abre el maletero, se agacha para ayudarme con los bultos, bajo su chaqueta veo una canana marrón ajustada al pecho, sobresale la empuñadura negra de una pistola. En 1963, para llegar a Staten Island, Frank deberá conducir hasta el embarcadero de la Whitehall Terminal en el extremo sur de Nueva York. Allí cogerá el ferry para llegar a la isla, significa cruzar todo Nueva York, desde Queens, luego Manhattan y allí, hasta Wall Street. No hay tráfico, es domingo, es aún temprano esa hermosa mañana de verano tardío.

—No hay atascos, nos sobra tiempo agrega—, te daré unas vueltas por la ciudad así podrás conocer algunos landmarks.

Me invita a sentarme adelante, en el asiento del acompañante.

You’re a good boy, you aint gonna run away, won’t cuff you (eres un buen chico, no vas a escaparte, no te esposaré) dice.

Entonces tengo mis primeras vistas de lugares icónicos de Nueva York, el edificio de las Naciones Unidas, Central Park, el museo Guggenheim, Penn Station, el Madison Square Garden, el Chrysler Building, Times Square y el Rockefeller Center. Toma Broadway y me señala a un lado, allí está el Empire State Building. Estamos cerca de Wall Street y el embarcadero de South Ferry. Sube el coche al ferry. Me lleva hasta una de las bandas del buque y me dice que tendremos vistas extraordinarias de la ciudad y, como postre, pasaremos muy cerca de la Estatua de la Libertad. Nunca habría imaginado un sightseeing tour de Nueva York así.

Desembarcamos, conduce apenas unas manzanas hasta un imponente edificio de ladrillos rojos, está custodiado por marineros, es el US Navy Marine Hospital. Entramos, me conduce al ala izquierda, subimos hasta el sexto piso. Hay una cabina con tejido de alambre grueso con un oficial dentro, en el panel detrás de él está la foto del presidente J.F. Kennedy, a un costado la bandera de EEUU. Guardiamarinas armados custodian grandes puertas con pequeñas ventanillas. Veo muchos carteles: Do not pass, Only Authorized Marine Personnel on Duty, show ID or visitor’s card (No pasar, Personal naval en funciones solamente, Muestre su ID o la tarjeta de visitante). Frank se acerca a la cabina, muestra su identificación y entrega el sobre con las radiografías que trae desde el aeropuerto. El oficial me habla, tengo que dejar todo lo que llevo. Pregunto por el fagot, también se guardará allí, todo quedará en custodia, me darán un recibo detallado de mis pertenencias, debo firmar una copia. Me alcanza unas prendas para ponerme, me señala algo similar a un probador de tienda, sólo me puedo quedar con mi ropa interior, los zapatos sin cordones, dinero, un cepillo de dientes y pasta dental, nada más. Decido llevar el bolígrafo, pero dejo la novela de Nevil Shute. Me visto con lo que me dieron: un pantalón y una camisa a rayas verticales, grises y blancas, no muy anchas, similar al uniforme que llevaban los prisioneros de Auschwitz o Birkenau. Frank me saluda antes de irse, es muy afable, dice que no me preocupe, pronto me permitirán viajar a Boston para comenzar las clases.

Mi ansiada llegada a EE.UU. es con traje de preso. El sueño de poder estudiar becado en una gran universidad se podría convertir en pesadilla. En lugar de lucir el buzo con los colores de mi universidad en una regata por el río Charles o vivando al equipo de fútbol, estoy vestido de presidiario, detenido en un hospital-cárcel. Dos guardias me conducen hasta la cama que me corresponde, las hay a uno y otro lado del recinto, es gigantesco. Todos llevamos el mismo traje a rayas, sólo una tarjeta enganchada en el bolsillo superior de la camisa nos distingue con nuestro nombre. No es una prisión como las que vemos en películas, es un hospital para detenidos. Veo muchos brazos tatuados. Rostros endurecidos por el mar y el sol, me miran con desdén. Algunos internos están esposados a los barrotes de las camas. No hablo con nadie, nadie me habla.  

Hoy es domingo, seguramente mañana lunes me harán los exámenes y podré irme a Boston de una vez. Una vez que los guardias que me acompañaron para entrar se van, aprovecho para explorar. El pabellón es muy luminoso, tiene muchas ventanas, eso me alegra. Me acerco a una, seis pisos más abajo está el parque y la entrada por donde Frank me trajo. Un poco más lejos, un enjambre de casas blancas bajas rodeadas de jardines, niños jugando en las calles sin tráfico, coches estacionados en driveways, típico barrio de clase media en los EE.UU. de los 50 y 60. Me interesan los coches, descubro modelos que sólo conocía por fotos de revistas. Camino por el pabellón, me siento perdido, no sé qué hacer, echo de menos no haber traído la novela de Shute. Los internos de camas vecinas ni me miran. A las 12 traen el almuerzo, no está mal. Un pequeño quiosco cercano a la puerta de entrada ofrece a los internos golosinas, goma de mascar, papel y sobres, lápices, estampillas de correo y, a un costado, un buzón del US Mail. Comienzo una carta para mis padres.

Los guardias me mostraron los servicios y las duchas, no tienen pared frontal. Necesito usar los váteres, pero me contengo. Si voy en la madrugada, los otros internos no me verán defecar. Aplico la lógica, evitaría ser despojado de esa intimidad tan particular, la de mover el vientre en solitario. Resisto, aguanto, respiro profundo, sudo copiosamente, ensayo el autocontrol, me concentro en mis vísceras, maldigo mil veces, pero consigo no ir los váteres. Esa noche duermo de corrido, agotado por el viaje y la tensión de la internación. Los enfermeros nos despiertan al amanecer, traen jarras de agua helada.

Ya no resisto más, debo evacuar sin demoras, finalmente cedo, me siento en el váter mirando al techo, estaba siendo despojando de todo lo mío, la intimidad más básica, nunca había imaginado que era tan importante. Concluyo mi acción fisiológica, realizo los rituales del caso y vuelvo a mi cama. Pienso en el guardia sentado detrás de la mesita, horas y horas mirando defecar a los detenidos. Me dio lástima, pensé en su vida fuera del hospital. ¿Cómo encararía su relación doméstica? ¿Cómo se sentiría con su mujer o, incluso, con una amante? Razoné, ¿quién lo está pasando peor? Al siguiente día me senté en el váter con más soltura, estaba convencido que era peor mirar que ser mirado. Todo se reduce a cómo nos mentalicemos.

Los internos del sexto piso del Marine Hospital mantenemos nuestras propias y muy magnificadas intimidades. El domingo en que llegué nadie me habló, ni siquiera alguno de mis vecinos de las camas a cada lado de la mía. Sólo percibo miradas furtivas, hay desprecio en ellas. El segundo día se me acerca un negro bastante joven, pude ver su nombre en la tarjeta de identificación, William Graves (graves: tumbas en castellano, apellido poco auspicioso en este lugar). Era de esos rostros que no pueden ser explicados, común, una cara que era todas las caras de negros, una nariz algo chata, ojos oscuros muy separados, la piel de un marrón genérico, el cabello rapado a lo soldado. Sus dientes, muy blancos, grandes los del centro, se manifiestan en una sonrisa permanente, algo nada común en ese entorno. Me pide que lo llame Bill.

Oye, ¿por qué un blanquito educado como tú está aquí? dice con desparpajo.

Le cuento brevemente la historia, en realidad, ni yo mismo conocía la razón de mi detención. Me cuenta que es marinero, había cometido una falta grave embarcado. Lo condenaron, le dieron a elegir entre ir a una prisión naval o, ser voluntario para un programa de experimentos médicos detenido dentro del hospital. No pregunté qué falta había cometido ni qué experimentos médicos le estaban practicando. La intuición me llevó a no hacerlo, y muy a pesar de mi curiosidad.

¿Sabes? Tengo una orientación sexual alternativa, I’m queer (soy homosexual, aún no se usaba gay) por eso no quise ir a una cárcel común habla con convicción.

Hay cosas que debes conocer sigue, querrás evitar una mala experiencia. Verás algunos internos esposados a sus camas, no los observes, no mires los tatuajes, no te fijes en las revistas que leen, evita que tu mirada se dirija a ellos mientras comen. No hables si no te hablan primero. Hagan lo que hagan, pase lo que pase, no te metas. Aquí debemos respetar la esfera privada y particular de cada uno, estamos todos juntos en un mismo pabellón, los baños están abiertos, pero tenemos nuestros universos propios e individuales. Nadie desea que su intimidad se vea alterada.

Quedo estupefacto ante sus palabras, me siento dentro de una película. Y agrega:

Fíjate, saben que soy homosexual, por eso aceptan que yo hable con cualquiera. Me siento seguro aquí porque es un hospital. A ti tampoco te pasará nada, a lo sumo recibirás miradas hostiles. Mantente al margen y haz lo tuyo. Ya saldrás de aquí cuando terminen esos exámenes.

Entendí que la intimidad va más allá de sentirse intervenido por las miradas del guardia al defecar. Hay otra más sutil, más individual aun, aquella que no acepta la intromisión en el exclusivo universo del quienes comparten tu misma situación. Me resultó paradójico, había pensado lo contrario. Según Bill, no importa tanto los váteres a la vista, peor es preguntar a un interno por el libro o la revista que lee, ni hablar de conocer los motivos de su detención. No hablo con otro que no sea Bill, y sólo si él se acerca. Empiezo a sentir la necesidad de construirme una intimidad adicional, propia, sólo mía. Me empieza a disgustar ser mirado, que vean qué página leo de Life o Look, que escribo cartas a mi casa. Como con la voracidad propia de mis veinte años, pero sólo me concentro en lo que hay en la bandeja, no miro nunca a mis lados.

Es mi tercer día internado, llegan los médicos de la ronda, recorren el pabellón cada mañana, revistan la evolución de los internos. Sigo con súplicas para que me hagan los exámenes de una vez, les cuento sobre las actividades académicas que espero realizar. Hablo locuazmente, mi acento es una mezcla de entonación española con giros británicos/australianos, bueno y culto, producto de quien ha leído mucho, pero hablado poco. Noté que les llamaba la atención. Les refiero que ya había perdido la reunión de bienvenida y unas actividades para becarios en Harvard, agrego que no es importante, no quiero que parezca una queja. Explico que la siguiente semana debo presentarme a unos seminarios en Boston University, serán para conocer personalidades del área docente y prepararme para Brandeis. Miraron otra vez las placas que yo había traído, dijeron que había algo en ellas que no entendían, pero no veían nada grave. Esa tarde vinieron a buscarme dos enfermeros, me llevaron a un piso inferior para las nuevas radiografías. Al salir, mi mirada pasa brevemente por mi vecino de la derecha, oí un good luck (buena suerte). Finalmente me hablaba, contesté con un gesto.

Una hora más tarde otros enfermeros me escoltan de vuelta al piso 6, el de detención. El vecino de cama me mira sin tapujos.

¿Cómo estuvo? me hablaba por primera vez más allá del good luck.

—Nada especial, repitieron las placas de mi tórax —contesto con cortedad.

 

Dice algo más, le intriga lo mismo que a Bill, cómo era que un joven estudiante educado, de buenos modales, estuviera detenido allí. Apenas contesté que no sabía bien el porqué. Al tener esta breve conversación pude ver su nombre, Justin McGregor, también las profundas cicatrices en su cara y cuello, zonas de piel rosada, lisa, tirante, lo propio de un injerto importante. No me atrevía a mirar, pero no pude evitarlo. Seguramente un marine por su cuerpo robusto y trabajado, probablemente un veterano de la guerra de Corea. No me habló más, yo tampoco. No siento soledad, ya no deseo que me hablen.

Me muevo por el pabellón con más soltura. Siempre solo, sin observar a nadie, cuando camino miro hacia adelante, sólo a las ventanas, los muebles, las paredes, el techo. Empiezo a sentir necesidad de ignorar a los otros internos. No los temo, tengo imágenes indefinidas de ellos, no pueden ser todos malvados. Siguiendo mi instinto, y las recomendaciones de Bill, no me fijo en nadie en particular, sólo percibo, es una sensación, esos internos están allí. Echo de menos la novela de Nevil Shute, sentía más cerca el Queensland outback que Staten Island. Antes del viaje había leído “Beyond the stump”, también de Shute, una novela romántica quizá, con personajes que logran objetivos a pesar de todas las contrariedades. Coincidía con mi situación, lucho con esperanza, con optimismo, con la certidumbre de que saldría de allí, con el romanticismo de creer que lo voy a lograr.

Converso animadamente con los médicos de la mañana, me prestan atención. No estoy enfermo, me tratan con simpatía, veo respeto a pesar de mi juventud. Una y otra vez menciono que me había preparado, y luchado, dos años enteros para obtener la beca. Me jacto diciendo que sólo uno entre 300 postulantes es elegido en Brandeis. Insisto, querría estar en Boston unos días antes del comienzo de los cursos, debo coordinar el alojamiento. Cuando menciono Brandeis uno de los médicos, el más joven, dice conocer bien esa universidad, le habría gustado asistir. Agrega que uno de sus tíos, un comerciante muy rico, contribuye regularmente con grandes donativos. Miro su nombre, Dr. Aaron Feinstein, me aclara que pertenece a la colectividad judía. Brandeis es una universidad creada a partir de una idea de Albert Einstein para que los hijos de judíos accedieran a su propia institución de enseñanza superior con los más altos niveles académicos. Habla con sus colegas, me pide paciencia, pronto decidirán sobre las placas y podré ir a la universidad para el comienzo de los cursos. Me dicen que no depende de ellos, la US Navy, sino de la agencia federal que me había entregado allí.

En la siguiente visita matutina, el joven médico me cuenta que había referido mi caso a su tío. Éste, a su vez, lo comunicó a Brandeis. Mis nuevas placas tampoco son definitivas, los médicos no pueden afirmar que las que traje estuvieran mal, pero no estoy enfermo. Es una clásica situación de limbo. Finalmente me dejarán viajar a Boston, una vez allí deberé presentarme una vez por semana en un centro de salud cercano a la universidad. Quedaría como paroled, en libertad condicional, si no asistía a esa clínica me considerarían un ilegal. El sábado a la tarde, luego de una semana en el hospital, viene un guardia a buscarme. Debo tomar todas mis pertenencias, los feds me esperan para llevarme al aeropuerto de Idlewild. Me devuelven lo que había quedado guardado, acaricio mi fagot Heckel, entro al “probador”, dejo el traje de preso, me visto con la ropa que tenía al llegar, paso los cordones a los zapatos, reviso el bolso de mano, está la Parker 61 y el libro de Nevil Shute, me cuelgo la vieja cámara Contaflex IV del cuello, quiero tomar fotos de Nueva York desde el ferry. Un par de agentes, sin la simpatía de Frank, pero con el mismo acento, me llevan hasta otro Chevrolet igualmente negro. Pongo mis valijas y el fagot en el maletero, salimos. Nada de paseos esta vez, el trecho de ferry me permite tomar fotos, veo nuevamente la Estatua de la Libertad y el citiscape del distrito financiero, el Lower Manhattan, a lo lejos el Empire State y más atrás el edificio Chrysler. Vuelo a Boston en un Super Constellation 1049G de Northeastern. Comienzo una nueva vida de estudiante, empieza el sueño, a pesar de ser paroled, estar con la condicional.

Hay intimidades muy fuertes, muy particulares, son aquellas que construimos cada uno a nuestra manera; nunca resultan como las imaginamos.

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