Once
En mi pecho, el reloj de sangre mide el temeroso
tiempo de la espera.
Jorge Luis Borges
No me esperes - me dijo Laura poco antes de que las
puertas del Caledonian Sleeper se cerraran a las 23 horas 4 minutos. Había
comprado un sándwich de jamón con mayonesa y mostaza, unas chocolatinas y una
Coca-Cola en el Tesco Express de al lado de la estación central; mis
provisiones para ocho horas de viaje hasta la capital.
El olor a nuevo de los asientos me provocó arcadas,
respiré profundo, como me había enseñado mi profesora de yoga. Inspirar
profundamente y expirar de formar suave, mano de santo contra los ataques de
ansiedad. Aquel tren nocturno del siglo
veintiuno ahora incluía cargadores USB, por suerte, donde conecté mi teléfono
nada más sentarme. No lograba obviar aquel dolor que me golpeaba desde dentro
con una cadencia que podría confundirse con una contracción, fantaseé. Sí,
aquello era el fin de un amor que apenas había sobrevivido a base de espasmos; pero
me aterraba la nada que dejaba detrás. Una nada vertiginosa.
Me prometí no llorar, les ahorraría un espectáculo a mis
no-compatriotas, pasajeros del tren. Laura y yo llevábamos saliendo tres años,
dos de los cuales habían sido a distancia. Ella en Glasgow y yo en Londres, esperando
al próximo fin de semana, al próximo mensaje, esperando a que sucediera, que
alguna de las dos se decidiera, por fin, a seguir a la otra. Esa parecía ser yo: la pluriempleada, mal
pagada ¿qué más me podía ofrecer Londres? me preguntaba Laura cuando caíamos en
la tentación de analizar el porqué de nuestro presente en pausa. Tenía
veintisiete años, cuando muchos a mi edad se habían quitado la vida, yo sentía
que no había empezado a vivirla. Me la pasaba esperando, pero ¿qué pinche vida
era ésta?
Conecté los auriculares y me los enganché bruscamente,
buscando crear un universo paralelo que me aislara de las voces de los
Hooligans que me habían tocado como vecinos. Las rupturas siempre son un lugar
feo. Era como si quitar la incógnita del amor de la ecuación de mi vida desordenada
hubiera hecho que los cimientos se desplomaran, ridiculizándome, dejando al
aire mis trapos sucios. Ahora sentía que ya había pasado por eso antes, pero los
anticuerpos me habían abandonado y volvía a ser vulnerable, en aquel tren
nocturno.
Lo intenté, pero no recordaba el número de veces que
había hecho aquel trayecto. Decenas de idas y vueltas para regalarnos un tiempo
entre paréntesis, condicionado. Mi primera vez en Glasgow, sin embargo, no tuvo
nada que ver con Laura. Fue en el verano de 2007, yo trabajaba de camarera en
un Holiday Inn en la campiña inglesa. Nunca había ganado tanto dinero, y lo
(mal)gastaba todo en sushi y viajes en los pocos fines de semana que me
quedaban libres. En Glasgow, me sentí como en casa desde el primer instante. Es
una ciudad tristona, desconocida en comparación con su vecina Edimburgo: la
ciudad de los castillos, los empedrados y la magia. Quizás eran los camareros,
que se bebían tan alegremente los tragos a los que les invitaban los clientes
más fieles, como en el D.F.; o aquella vibra a la vez tan liberal y campechana -por
no decir pueblerina- que solo había sentido en Berlín, la ciudad que me vio
besar a una mujer en público por primera vez.
En esta visita- ¿la última? - la ciudad me despidió fría y aceleradamente.
El tren ya avanzaba en la oscuridad por las entrañas de
aquel país que llamaba hogar mientras imágenes volvían de mi subconsciente como
si resucitaran de entre los muertos. La conocí en una fiesta de Halloween para
lesbianas de color en el Soho. Tras mi primera incursión para aprender inglés,
había llegado triunfante a Londres con una beca del gobierno, dinero de mis papás
en los bolsillos y ganas de cambiar el mundo. Quería contar historias, y las
imágenes me ayudarían a ello, pensé en mis inicios. Ella recién empezaba su doctorado
en sociología, y como yo, exploraba la capital con ojos ávidos y bragueta
ligera. La tensión sexual había sido inmediata, el que fuéramos las únicas en
nuestros círculos que hablaran español facilitó la creación de una canal de
comunicación intransferible, e impenetrable por nuestra amigas haitianas, portuguesas
y jamaicanas. Nos besamos sudorosas en medio de la pista de baile, la arrastré
al baño y la toqueteé toda, hasta que me dijo que se tenía que ir o perdería su
último tren.
La parte baja de la espalda me dolía por mi postura
imposible. Lamenté no haber comprado el billete en la cabina con litera, solo
hubiera costado cincuenta libras más, pero yo, pobre y pendeja, no me lo podía
permitir. Era una víctima más del hastío generacional que veía en las miradas y
los cuerpos de mis compañeras. En realidad, mi vida llevaba mucho tiempo en
pausa. Tanto que un amor amargo había sido lo único que la había mantenido en
moción. Era como cuando te haces una herida que hay que limpiar para que sane.
La herida está embarrada, tiene piedritas que dejas ahí, retrasando lo inevitable.
Pero llega un momento en que, para curarla, se tiene que limpiar. Y así me
sentía, como si un chorretazo de alcohol hubiera caído directo en la herida
supurante que era nuestra relación, que era mi vida en aquel momento.
Repetí aquellas once letras en mi cabeza una y otra vez.
No me esperes ¿Acaso la dejada, en este caso yo, tenía opción de esperarla?
¿Era una espera física, psicológica, total? Yo, Jimena Sánchez de los Santos,
nunca había esperado a nadie. Me sentía, como una Mrs. Potato a la que le
quitaban las piernecitas, y la dejaban sentada sin chance de salir corriendo.
Es curioso el poder de las palabras, a veces pueden sentenciarte, y yo me
revolvía ante esa sentencia injusta. Ni quería esperarla, ni quería no
esperarla, en cualquier caso, era un imperativo odioso.
Tan solo pocos meses atrás se lo había dicho a mi mamá; le
había presentado a Laura. Ja. Justo a tiempo. Mentiría si dijera que la ruptura
me había pillado por sorpresa. Acortábamos visitas, distanciábamos nuestros
cuerpos, conversábamos sobre nada con cada vez más peligrosa frecuencia. Pero
igual me sentía perdida. Tras graduarme en Comunicación con honores, había
acabado trabajando de camarera en el Lady B, uno de los nuevos bares hípsters
en Brixton que gritaba gentrificación. Los cimientos de mi vida se basaban en
la espera de un futuro trabajo que no llegaba, de una vida en pareja que ya no
iba a tener, y de una estabilidad emocional que no hacía nada por alcanzar. Era
una enferma del futuro, con un pasado que ya no me interesaba, y un presente
del que no era consciente. Mis amigos se alegrarían: uf, qué bien, te libraste
de esa doctora; era una soberbia, ahora eres libre de hacer lo que te dé la
gana; ya no tendrás que gastarte un euro más en trenes, ya no tendrás que
esperar mi Jime, J, Xi, tenían mil maneras de llamarme.
Eran las 3 horas 17 minutos. No podía dormir. El aire
acondicionado del tren estaba al máximo, y ya no sentía los pies. Carlitos, mi compañero
de piso medio dealer, me había preparado un par de pastillitas antes de salir
de casa, por si acaso mis temores se cumplían. Mi mente se agarraba
a recuerdos sueltos, de cuando rehenes del amor romántico nos mentíamos a
nosotras mismas pensando en que todo iría bien, que solo había que esperar a
que llegara el momento adecuado para no se sabe muy bien qué. Como hacía con todo en mi puta vida. Muchos de nuestros recuerdos eran grises, no
grises de tristes, grises de que no eran buenos ni malos, lo que era deprimente.
Recordé una visita durante los últimos días de verano. La melancolía ya era una
bilis negra que se desparramaba por todos los recovecos de nuestra relación en
conserva. La lluvia nos había acompañado durante todo el fin de semana,
sorpresa. El sábado visitamos con unos amigos de Laura el campamento de paz de
Faslane, a unos veinticinco kilómetros de Glasgow, al lado de una base naval
donde se custodiaban armas nucleares, y que activistas de todo el mundo habían
ocupado intermitentemente desde 1982. Fui a regañadientes, quería tenerla para
mí más horas y en presencia de otros siempre era más distante. El campamento no
era más que un montón de chatarra. Autobuses, tractores, coches con colchones
podridos dentro, casetas de madera pintadas de colores. Ruth, la única
habitante, nos recibió. Su pelo blanco y grasiento se escondía bajo un gorrito
marrón y unas gafas empañadas. Nos guio
hasta la zona común, donde nos estuvo contando cómo era su vida allí, mientras
Sean, un chico pelirrojo y tímido de Inverness, que la visitaba cada poco
tiempo, nos preparaba un té. Nos retó; deseaba que jóvenes como nosotros siguiéramos
peregrinando al campamento, y así revitalizar la lucha pacifista. Ja. Me sentí
un fraude, atrapada entre mi lucha personal por sobrevivir y las luchas globales
que cada vez se alejaban más de mi realidad de sueños inalcanzados, de esperas
agrias. A pesar de lo honorable de la opción de vida de Ruth, me sentí
intimidada por las condiciones en las que vivía, incluso las inmigrantes pobres
de las barriadas londinenses apreciamos una cama limpia y calefacción
centralizada. Observé a Laura con atención mientras ésta escuchaba los últimos
escándalos de la carrera armamentística del gobierno británico; cuando se
concentraba fruncía el ceño. Sus ojos negros estaban despiertos, se notaba que
le gustaba estar allí. Por una milésima de segundo, aquellas facciones tan
familiares me resultaron extrañas. A veces me ocurría, sentía que Laura era una
desconocida. ¿Sería más feliz sin ella? Habíamos cambiado mucho desde aquella
fiesta en el Soho. Laura esperaba acabar su doctorado el año próximo, sería libre
de ir donde quisiera. Habíamos hablado de Senegal e incluso de Asia, por fin estaríamos
juntas en el mismo lugar. Pero yo ya no sabía ni porqué estaba ahí. Había
dejado muchas cosas que me importaban en el camino. Laura tenía aquella fuerza
que podía eclipsar y yo me había ido desdibujando poquito a poquito, hasta que
ni yo misma me reconocía. Aquel domingo follamos durante todo el día.
Matándonos a besos. Por la mañana, en su cocina, mientras el café salía poco a
poco. Chup. Chup. En la ducha. En su cama, y en el sofá. Benditos domingos,
compartidos.
Los domingos que no compartíamos yo solía trabajar horas
extra. Si no, me pasaba la mañana durmiendo. Quizás estaba deprimida, quizás
esa relación me había tenido anestesiada, y ahí estaba, en aquel tren,
reflexionando sobre si lo que había ocurrido tendría que alegrarme de alguna
forma. Laura me regañaba por dormir tanto, me llamaba vaga. Ella que trabajaba
diez horas al día en su tesis. Siempre se le ocurrían miles de actividades en
las que podía gastar mi tiempo (libre) (en el que no trabajaba), en vez de
fiestas o encuentros en los que, por supuesto, siempre había alcohol de por
medio. Siempre me arrepentía de fumar de más en aquellas noches. La flema se
posaba en mi garganta y no me dejaba durante un par de días. Laura, por
supuesto, lo había dejado el año pasado. A veces, me adentraba en el mundo
tenebroso de los portales online de trabajo, exorcizando mi CV antes de darle a
enviar.
Miré el móvil, eran las 4 horas 33 minutos. Las luces del
tren seguían tenues, y en el cielo empezaban a vislumbrarse distintos tonos de
azul. Escribí y borré más de cincuenta veces las primeras líneas de un mensaje
que no le llegué a enviar. No se me daba muy bien expresar mis sentimientos, y
menos por escrito. Podría confesarle que me había besado con otra la semana
anterior, quizás le dolería tanto como a mí. En mi fuero interno, aquello no
contaba como infidelidad. Técnicamente nuestra relación había acabado semanas antes,
cuando nos habíamos puesto a llorar en una de nuestras videollamadas habituales
y pseudo obligadas, entonando un mea culpa por lo infelices que éramos.
De aquel beso, sin embargo, solo habían pasado siete días.
Fue en un concierto en el Rebel Inn, un
bar en Brixton a veinte minutos de mi casa, que se llenaba cada viernes de
músicos, groupies, fanáticos y amateurs. Aquella noche habían tocado “Ese &
The Vooduu People”. Me habían pagado para tomar fotos de aquella banda del sur
de Londres, luego las seleccionaba, retocaba y subía a su página web; por cincuenta
libras no estaba mal. Era camarera por las mañanas, y fotógrafa por las noches.
Ya dije, pluriempleada. Mis dos trabajos se parecen mucho, son coreográficos:
mi cuerpo se desliza y contorsiona entre las mesas y la gente. Había cierto
juego de seducción, los hombres solían entrarme, yo solía entrar a las mujeres.
Aquella noche me había puesto mi minifalda de cuero negro, de segunda mano, con
unas medias de rejilla. El sonido de los
acordes del guitarrista me puso cachonda. Mientras la música sonaba, cámara en
mano, me acercaba y alejaba del escenario, encuadrando la foto, con la vista
fija en la pantalla. Clic. Clic. Me balanceaba siguiendo el compás. Noté
algunas miradas de interés, quizás mi outfit estaba teniendo el resultado
esperado; aunque otras eran de fastidio, cuando les tapaba la vista sobre la
maravillosa Ese. Su piel negra brillaba en contraste con la camisola blanca y
arrugada que le llegaba hasta el cuello, llevaba unos pendientes de hojalata
con forma de ancla, la correa con la que sujetaba su guitarra tenía un
estampado de cebra. Sus labios se me hicieron irresistibles. A veces, esperar
los labios de Laura era un sacrificio que ni mis antepasados indios parecían
dispuestos a hacer. Engullí una de las pastillas que llevaba en la cartera, y por
fin conseguí dormirme.
De manera excepcional, en nuestro último fin de semana, Laura
me había esperado en la estación. Más delgada, nerviosa, más bonita de lo
normal. Nuestros primeros besos habían sido tentativos, hasta que yo la pare y
la abracé con fuerza, como de despedida. Fuimos a comer a un restaurante
vegano, paseamos por el centro, entramos en el Centro de Arte Contemporáneo, mi
sitio favorito de Glasgow, y bebimos cerveza hasta que no nos apeteció beber
más. Caminamos en silencio, cogidas de la mano, por aquellas calles húmedas y
grises. Nos cruzamos con un par de corredores, que enfrentaban la bajada de
temperaturas con una malla corta y una camiseta de promoción – sangre fría la
de los escoceses. Llegamos a casa, la calefacción estaba encendida. La regla
número uno de las relaciones a distancia era tener sexo en los días compartidos.
A veces, se sentía una obligación; mentira, recientemente se sentía una
obligación, así que cuando llevaba diez minutos entre sus piernas, sabía perfectamente
que no le iba a hacer venirse. Dormimos abrazadas pero un manto de pesadumbre
se cernía sobre nuestros cuerpos. La noté insomne, pero me hice la dormida. En
la madrugada, por fin, me lo dijo: No quiero más.
Pocas horas de insomnio después, me hizo el desayuno. Mis
lágrimas caían solas mientras me esforzaba por tomar una cucharada tras otra de
mi bol de cereales. Sentí que me había quedado muda. Aproveché mientras Laura
fregaba los platos y ponía una lavadora, y miré el móvil: doscientos WhatsApp
del chat del Lady B. Martina, una italiana muy linda con la que me escribía de
vez en cuando, me había comentado una de las fotos que había subido de un
concierto en Facebook. Le di a me gusta. Mi mamá me había enviado una foto del
amanecer desde la terraza de la ciudad que me vio nacer. No le respondí.
Entre lloros y silencios, casi pierdo el tren. Laura me
acompañó, corrimos calle abajo Hope Street. Sentía que el corazón me iba a
explotar. ¿Volvería a verla? ¿Seríamos alguna vez felices de nuevo? Dos
pronto-en-ser extrañas corríamos calle abajo la calle de la Esperanza. Ja. Entré
en Tesco y me compré un kit de supervivencia. Laura me acompañó a las puertas
del tren, allí no había ni puesto de seguridad, ni guardias chequeando, aquella
ciudad no podía ser más provinciana.
-
Jime,
no me esperes- me dijo.
El tren llegó a Londres a las 7h 7 minutos. Yo aún no sabía
que no sabía hacer otra cosa.
FIN
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