Polvo y sal visten las costas de Almería y la base Ferrol no era diferente. Amanda y yo esperábamos en tierra a nuevas órdenes. Hacía ya un par de semanas que no salíamos. Los chicos lo llevaban peor. Nosotras nos entreteníamos como podíamos mientras estábamos en calma chicha. Nos hacíamos selfies con los rifles, escuchábamos extremoduro y compartíamos el ron cada noche. Ellos solo fumaban. Miraban el mar negro sobre el cielo negro y estrujaban los cigarrillos hasta quemarse los dedos. A los hombres no les sienta bien el mar. La marea se les sube a la cabeza y pierden el equilibrio, y cuando la polla solo les sirve de ancla, son como bestias salvajes. Amanda se acercaba de vez en cuando a hablar con ellos con la cautela de una domadora de serpientes. A ella la toleraban, incluso le invitaban a un pitillo si no hacía mucho calor, yo como era la nueva, siempre me llevaba algún gruñido que otro por estar ahí. Las noches eran lo más difícil para mí, los catres parecían construidos con piezas de Lego y el colchón era tan fino y blanco como la mantequilla sobre el pan. Había noches que el techo me aplastaba contra la cama y no me dejaba respirar y el silencio era tan insoportable que enmudecia al resto de cosas. En esas noches, Amanda silbaba sinuosa y yo acudía en su llamada. Ella me cubría con la manta y me contaba historias sobre su novio, que era profesor y que las fotos que nos hacíamos con los rifles y los uniformes se las mandaba cada noche, que el rifle que más echaba de menos era el suyo y que cuando la dejasen marchar de allí, no solo temblaría Almería, sino que toda Andalucía cantaría dando palmas y golpes de tacón su esperado encuentro.
Tras un par de semanas de vientos
bajos, uno de los chicos nos dijo que nos preparásemos, que esta noche
salíamos. Amanda y yo nos miramos, el viento se alzó violento y su sonrisa se
extendió más allá del horizonte, se me revolvieron las entrañas y los pezones
se me afilaron como escarpias. Estaba contenta, pero también asustada.
Sonó la sirena y cuando me quise
dar cuenta ya estaba con el uniforme y el rifle al hombro. Recuerda Andrea: lo
primero los salvavidas. Carga. Descarga. Las cuerdas, los remos, los víveres,
las armas. Respira. Uno, dos, respira. ¿Dónde está Amanda? Foco, luces, los
cabos, el ancla. El rifle siempre cargado, que no se moje. Recuerda la
instrucción y ante cualquier amenaza tiro entre ceja y ceja.
—Andrea, ¿Qué haces ahí de pie?
Ven. Estos son Marcos y Rubén, el resto están en la otra lancha. —dijo Amanda.
— ¿Tu eres la del traslado, no?
No sé cómo haríais las cosas en Barcelona pero aquí las hacemos diferentes.
—Dijo Marcos.
—Lo hará bien, tranquilo.
La marea rompía contra la lancha
con furia. El mar escupía brea negra que se colaba en la barca y nos calaba
hasta los huesos. Parecía que bajo él habitaban enormes anacondas y demás
bestias del abismo. Interceptamos a una balsa roja, en mitad del océano,
repleta de cuerpos que se desbordaban como la mala hierba fuera de una maceta.
Un joven de negra piel pedía como podía ayuda en un español casi incomprensible
y un centenar de voces tras él explotaban un eco procedente del mismo infierno.
Marcos le preguntó cuántos eran y
si había más de ellos. Tenemos que saber si hay más por ahí, ¿me entiendes? No
más, le decía, otros muertos, caídos. Ayuda por favor. ¿Hay niños? Le preguntó
Marcos, y el joven africano negaba con la cabeza y repetía agua, ayuda,
mientras se acercaba a nuestra lancha. ¡Atrás te digo! no te lo repito, ¡Atrás!
Le dijo apuntándole con el rifle. La balsa sollozó y gritó con la rabia de un hombre mudo. Amanda y yo también les
apuntamos y les gritamos que se tranquilizasen, que les íbamos a ayudar. ¿Dónde
está el dinero? Dijo marcos. No dinero respondió. Sí dinero. ¿Dónde “malon”?, No
dinero. Las aguas estaban agitadas, estaban furiosas y respondían golpeando con
violencia la lancha del cuerpo de guardacostas. Los viajeros de aquella balsa tenían el horror y la
desesperación cosidos al rostro. Gesticulaban agitados los brazos y las
quijadas en un idioma que sí que entendí perfectamente, un idioma que exclamaba
ayuda. Pero un fogonazo de luz retiró las sombras por un instante, y vi la
realidad sin maquillaje. Vi que la desesperación no tiene rostro, sino que
tiene muchos, el de hombres, mujeres y niños que gritan con todo lo que son desde
unos ojos más negros que el mismo fondo. Tras el disparo, la balsa se desbordó
como un plato de fideos con demasiada sopa. Algunos intentaron subir a la
lancha, pero no lo consiguieron. Sucesivos destellos de luz ahogaron la balsa
de los lamentos hasta el fondo. Todos disparamos, hasta vaciar el cargador.
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