lunes, 18 de enero de 2021

La promesa (casi casi terminada)

 

Un soplo de viento me empuja suave adentro de la estación, es un presagio, una señal para darme ánimos. ‹‹Los dioses están de mi lado. Llego pronto, tendré que esperar››. Aprovechando el impulso del viento, me deslizo hasta las escaleras mecánicas que me arrastran sin esfuerzo hacia mi destino.

La luz del sol al impactar contra el duro metal, pudo librarse de sus colores y fecundar todo la estación. Siempre me ha gustado pensar que un día soleado es un día en el que llueven gotas de todos los colores, como si los rayos de sol fueran los pintores de un paisaje de hierros, tornillos y cables.  Recuerdo cuando ella dormía estirada por toda mi cama, sobre la que había construido un fuerte con mis sábanas, para protegerse de los malos sueños. Vestía con ellas una fina, aunque elegante armadura, coloreada por superhéroes, que solo dejaba visible un tobogán que descendía desde la cima de sus tiernos labios hasta su barbilla, cubriéndole el resto de la cara. Recuerdo mirarla con los ojos hechos girasoles y pensar: ¡De qué tendrá que protegerse, si es Batman?

Las escaleras mecánicas se derraman sobre el mármol de color negro que me da la bienvenida. ‹‹Seguro que viene. Tiene que venir. Le hice la mejor de las promesas››. En el centro de la estancia, se alza un pequeño jardín que, a pesar de su modesto tamaño, se erige alto hasta el techo acristalado de una cúpula que necesita que le pasen un trapo. Junto al jardín, encuentro un asiento libre que me estaba esperando, el viento me deja sobre él, para después elevarse en hondas hasta la cúpula agitando todas las hojas de las viejas plataneras, silenciosas testigos del pasar del tiempo. Una niña recorre el andén brincando como un suricato mientras su mochila azul se eleva al son de sus saltitos como si de un paracaídas se tratase. Pie tras pie, tropieza y derrapa un par de metro sobre el frio mármol de la estación. Se ha hecho el silencio. La chiquilla como si fuese un radar, está haciendo un barrido de la zona. Busca a su madre. No llora, aunque los labios se le han hecho un ovillo sobre la barbilla y los ojos parecen haberle crecido por el golpe. Me mira, me está mirando. Me está radiografiando con su escáner. Estalla el primer berrido, El grito activa un protocolo de actuación en mí que yo desconocía, pero cuando estoy a punto de acercarme a la niña para tranquilizarla la voz de una mujer se interpone.

—No se preocupe, tranquilo—me dice.

—No es molestia mujer, si yo solo…

—De verdad, ya lo hago yo que para eso soy su madre. Usted vuelva a su asiento, ¿Le ayudo?—me interrumpe.

La pregunta me deja seco. "¿Cómo que me ayuda?" –El llanto de la niña me atraviesa los tímpanos y se cuela dentro de mí hasta la sien- "¿A sentarme?" ¡Pero bueno hombre, ni que fuera un abuelo! No me dio tiempo a responder. Parece que la cara de suricato se me había quedado a mi porque cuando me doy cuenta la niña y su madre se marchan.

—Dile adiós al señor.

—Adiós cheñor y graciaz —dice la niña entre sollozos.

‹‹Ahora soy un señor. La madre que me parió.

Bueno, aunque ahora sea un viejales no puedo dejarme amedrentar. Yo sé quién soy. Soy Santiago Vaibona, el amante hormiga, el enemigo de tiempo. El que espera a su amada.›› Vendrá, sé que lo hará. Aurora y yo hemos estado juntos desde siempre, aprendimos juntos a doblar bien los calcetines, me enseñó a atarme los cordones y yo le enseñé a encender fuego en la chimenea. Aquella chimenea donde luché contra hidras y basiliscos. Allí fue donde la  besé.

La besé tan suave que casi ni nos tocábamos. Rellené nervioso el silencio con una declaración de amor poco original. Ella se asustó, y me dijo que cómo podía decir esas cosas si era nuestra primera cita. Yo contesté gallardo y decidido que hacía tiempo que nosotros estábamos juntos, el asunto es que aún no te habías dado cuenta. Cerré los ojos y sentí el mundo en calma, como si afuera no llovieran océanos, como si no llevásemos una eternidad esperando este momento. Sus piernas eran tan largas que yo me convertí en un pequeño hombrecillo entre sus cálidos muslos. De hecho, fui menguando poco a poco, para que mi cuerpo no fuera un obstáculo para la exploración del suyo. Me hice pequeño, pequeñísimo, del tamaño de un bicho, del tamaño de una hormiga. La hormiga más valiente del mundo que saltó desde la mitad del salón hasta su pelo volando sobre un rio de ropa dada del revés. Ahí iba yo, el amante hormiga, dispuesto a conquistar cada rincón de su cuerpo. Con tremenda destreza o fortuna quizá, me enganché con un mechón de su pelo, y como si de una liana se tratase, me balanceé en un último salto final que me hizo volar hasta el infinito y más allá. De pronto advertí que viajaba más rápido que la luz, y con tremenda maestría me ajuste mis gafas de aviador y orquesté un aterrizaje forzoso en el valle que hay entre el borde de su labio y los acantilados de su barbilla. Allí, arropados por el fuego de la chimenea, recuperé  el tamaño de mis manos y recorrí con mi mapa su piel blanca y llena de pecas que para mi amante hormiga fueron islas, y que ahora para mí son un camino de besos hasta sus labios. Volvimos a ser uno, un ser de múltiples brazos y piernas, una esfinge de dos cabezas, a la que le ardían los mofletes y se le congelaban los pies.

Allí junto al fuego, abrazados a una manta, embriagada de amor imagino, me pidió que le contase una historia. Yo, contra todo pronóstico, accedí. Me alcé desnudo, le robe la manta y me la colgué al cuello simulando que era una capa. Después, hice del salón mi pequeño escenario donde luchaba contra innumerables enemigos que amenazaban nuestro amor. Yo le contaba cómo los enfrentaba, sin miedo, mirándoles a la cara, mientras apoyaba mis brazos en la cintura en posición de Superman. Y ella, ella reía a carcajadas tan fuertes que funcionaban como efectos especiales, y a mí se me llenaba el pecho de algo más pesado que el aire, y me temblaban las puntas de los dedos, y la sonrisa se me hizo de hierro, tan larga y tersa, que parecía que tuviese un piano en lugar de dientes. El papel del súper amante hormiga se coló dentro de mí aquella noche y se apoderó de todo lo que yo era. Ya no actuaba, solo me dejaba llevar por su risa. Le enseñé cómo sería nuestra vida; cómo le compraría flores, cómo haríamos trampas por ser dignos del amor del otro. Le mostré que yo sería el del jardín lleno de amapolas, el padre querido por su mujer y su hija, el que paga las rondas, el que arregla una puerta.

—¿Y yo? ¿Y yo?, —me dijo.

—Tú serás la de las manos fuertes y la sonrisa en la cara, la que tiene un segundo para todo el mundo, la bruja del pelo blanco que tendrá aterrado a todos los niños del vecindario.

—¿De verdad crees eso?

—¡Claro! ¡Por qué no iba a hacerlo!

—¿Crees que derrotaremos al tiempo? —me soltó.

La miré con ojos de búho, la verdad es que titubeé por un segundo ante tal pregunta, pero me recompuse rápidamente y me acerqué a ella.

—¡Qué venga, qué venga, le reto! ¡Qué vengan los años que aquí los espero! que nos enfrentaremos juntos a la decadencia de la carne con sexo senil y artritis, y cuando llegue el olvido, le gritaremos qué no a la cara. Juntos construiremos un hogar donde no pueda alcanzarnos. Le daremos esquinazo al tiempo y desde la ventana nos burlaremos del olvido.

Aurora me agarró del broche de la capa y me plantó un beso del que saltaron chispas de tal magnitud, que ensordecieron el crepitar de las ascuas de la chimenea.

—¿Seremos tan felices como lo hemos sido hoy? ¿Seguirás contándome cuentos?

—Cuando me haga viejo seguiré contándote historias igual. Puede que el Superman no me salga tan bien, pero seguiré contándote todas las historias que quieras—le dije con la sonrisa más grande jamás dibujada—. Te lo prometo.

Las luces se desvanecen de pronto como si fueran el telón de un teatro. La estación está a oscuras. La única luz se dispersa desde los faros de un tren hasta el techo sucio de la estación, y donde antes había manchas ahora hay sombras. La noche está aquí. Ya no quedan colores desperdigados por las esquinas del andén. Un único rey, el negro, va devorando el metal con sus uñas y oxidando el hierro con su aliento. ‹‹Con tanta luz no puedo ver nada. Solo veo caras deformadas por la óptica de un cristal demasiado grueso, o ¿será mi memoria? ¿Dónde está Aurora? Qué venga ya por favor, hace frio y tengo hambre››. Ahora la luz me da dolor de cabeza. ‹‹No puedo recordar su rostro. Solo ese tobogán que va desde sus labios hasta los acantilados de su barbilla. No debí dejar que se fuese. Siempre hemos estado juntos y siempre deberíamos haberlo estado. Lo único que quiero es que venga Aurora y nos vayamos a casa.›› A pesar de estar casi a oscuras siento la mirada de alguien. No me había dado cuenta pero un hombre se había sentado al otro extremo del banco. Me mira. Lleva gafas de sol. Lo saludo, pero no me contesta. Sólo me mira con esas gafas negras. ¿Puedo ayudarle? Le pregunto, pero antes de formular la pregunta el ladrido de un perro me interrumpe. Oh, disculpe, no lo había visto —dice entre risas—. Este es Caronte. Señor C. le llamo yo. —Señor C y yo intercambiamos un breve aunque formal saludo—. Ahora quien me mira es el perro. Nos miramos a los ojos y veo en ellos una mirada tan pura e intensa que hace de la inocencia y la sabiduría una misma cosa. Incluso parece que habla. Me cuenta cosas acerca de su trabajo, que vende lotería y que tiene ganas de llegar a casa. ‹‹Yo también quiero irme a casa.›› —El perro me ladra—. Tiene algo en la mirada que me desgasta la piel y los huesos. Veo reflejado en los ojos del perro recuerdos enlatados que van de la juventud a la vejez, y me tiemblan los huesos —Ladra el perro—. También me duelen las manos. Unas manos cargadas de arrugas y de heridas que no reconozco, debe de ser por el frio. [Siento que] he olvidado una vida —El ladrido del señor C me agujerea el pecho—. Por primera vez, la posibilidad de que Aurora no venga atraviesa mi mente como un disparo.

Ella se fue un día de abril. A Londres, a enseñar español. Me pidió que me marchase con ella. Yo le dije que qué hacia un hombre como yo en Londres —no sé inglés, solo sé de taronges i de moniatos—. Mi casa está aquí, le dije. No me entendió. Yo a ella tampoco. Su casa estaba “allá afuera”. La mía era ella. Ella era mi hogar. Mi chimenea, y como el fuego, el olvido amenazaba en convertirlo todo en cenizas. Le juré enemistad eterna y ahora pago el precio de mi soberbia. El tiempo arrasará mi hogar con una llamarada y no dejará nada. Ni recuerdos en fotografías, ni víveres en la despensa. Todo se lo llevará el fuego violento. Toda mi casa, todo lo que soy, todo mi imperio quedará reducido a cenizas.

Los ladridos del perro me sacan de la prisión de mis pensamientos. Señor C siempre intenta ayudar, dice el hombre. Una vez, fui tan adentro del mar que no sabía hacia qué lado estaba la orilla. De pronto me vi rodeado por un monstruo que lo abarcaba todo. Éramos él y yo, no había nada más. Pero oí su canto, fue como escuchar una sirena —¿Verdad que sí, amigo?, el señor C menea la cola y afirma sonriente—. Él me trajo de vuelta. Me salvó de aquel monstruo. El mar proyecta sombras peligrosas, ¿sabes? Intento decir algo, pero el silencio me ha robado la voz.

La mirada del señor C es tan honda y profunda que me deja tiritando a merced del oleaje de mis recuerdos. Soy un náufrago a la deriva en el mar de mi memoria. Todo está mezclado adentro de mi cabeza. Aurora, Londres, la estación, todo se diluye en la misma cosa, mientras, mi corazón es un ancla que me hace descender hasta lo más profundo del abismo, donde me espera mi enemigo.

La luz regresa en un fogonazo que pinta de una blancura láctea el andén de la estación. Lejos de ser agradable, es incluso más molesto que los ladridos del señor C. Ya no sé ni el tiempo que llevo aquí sentado esperando. Me duelen las rodillas y tengo la cabeza llena de viento y hojas secas, la boca pastosa de espuma de mar y con un regusto a sal. Cuando me llamó por teléfono, aún conservaba la misma voz de miel y nueces, me dijo que llegaba el martes a las ocho y media, que la recogiese en la estación y que fuésemos a cenar. Ya falta poco, Santiago, ya falta poco para irnos a casa.

El chirrido metálico de las vías del tren golpea en el pecho a todos los que como yo, esperan. Las rodillas me dan molestias pero consigo levantarme, el señor C se despide de mi moviendo el rabo de lado a lado. Que vaya bien me dice, recuerda volver a casa. Nos despedimos cariñosamente. El corazón grita dentro de mi pecho, más estridente que el ruido de hierros chocando. Parece un tambor de guerra, suena como una canción marcial, mientras que a mi me tiemblan las manos y se me nublan los ojos, y la cabeza me da vueltas, pero antes de colapsar, veo su melena negra como el tronco de un naranjo. Sus labios y los acantilados de su barbilla ya no están solos. Cómo podía haber olvidado su rostro. La abrazo en un intento de recuperar el tiempo perdido, El amante hormiga hunde mis dedos en su pelo como si fuera tierra. La miro a los ojos y se me escapan dos gotas de sal que desciendo por el yermo paraje de mis mejillas.

­—Aurora amor mío, ¡Cuánto tiempo sin verte!, ¡Estás preciosa! ¡Qué maravilla!

Aurora no me responde, sino que me devuelve el abrazo. Recupero el calor en mis manos y  vuelvo a ser joven otra vez. Su fuego me alumbra, me calienta y me alimenta. He estado empapado durante tantos años en los océanos del tiempo que ya no recordaba lo que era calentarme las manos junto al fuego.

—Estaba muy preocupada por ti papá.

—Ah, por mi no te preocupes, vámonos de aquí, está maldita estación casi me vuelve loco, vámonos a cenar y me cuentas todo.

—Espera un momento…

—No hay tiempo que esperar, no quiero esperar más, quiero irme a casa.

—Papá no soy Aurora, soy tu hija.

—Qué dices, no bromees, pero si yo no tengo…

Al tocarme la cara me doy cuenta de que soy un hombre sin rostro. Llevo una máscara de piel flácida que intento arrancarme, pero no lo consigo. Miro mis manos y me doy cuenta de que son las de otro. No sé quién soy. La vida de otro cae ante mi, y puebla mi mente de recuerdos falsos.

—Papá, mírame—Aurora con sus delicadas manos me encuentra con sus ojos—. Soy yo, Raquel.

A la fuerza me arrastra la corriente de nuevo a lo más profundo. Me coge de la mano y me lleva a través de los recuerdos de mi mente, enseñándome fotografías y cuadros de lo que una vez fue mi vida. Habitaciones llenas de momentos que olvidar, cofres repletos de tesoros que no necesité jamás y al fondo, una habitación llena de nada.

—Ven, Raquel, vamos a ese banco que necesito sentarme un momento—le digo a mi hija.

Raquel me recuerda mi estado, lo que hablamos en la clínica, que esto podía pasar, sobre todo cuando ya llevas un año conviviendo con la enfermedad. Que a partir de ahora no estaré solo nunca más, que siempre habrá alguien conmigo. Yo le pregunto si Aurora podrá venir a verme, pero mi hija me explica que Aurora vive en Londres con su familia y que ahora ya es muy mayor para venir aquí. Dejo escapar un tenue sollozo que en su origen fue un grito de auxilio, pero que he ido aplacando conforme salía de mi interior. Lo recuerdo, recuerdo como mientras cenábamos Aurora me contaba que había conocido a un hombre irlandés de cabello rojizo, y que cada fin de semana la dejaba en casa porque tenía que ir a pescar a alta mar. Recuerdo el momento en que mi corazón se descolgó del pecho como si fuera un fruto maduro y que para no perderlo. lo guarde en un cofre. Allí me dirigí, busque por todas las habitaciones hasta encontrarlo y tras un mueble viejo repleto de vajilla sin usar lo encontré cubierto de polvo. El cofre que guardaba mi corazón.

—Hija mía —le dije arrastrando los dedos por sus mejillas—, te quiero, pero he de irme. Voy a entregárselo todo y  me voy a ir a casa. Que seas muy feliz.

Entro en la habitación rellena de nada. Araño la tierra hasta levantarla y hundo mi corazón entre los gusanos y las lombrices y con mi lamento riego la tierra labrada. A mi corazón le surgieron raíces como a una semilla, fuerte raíces que sostenían un tronco fuerte. Me giro y le digo a mi enemigo que se puede quedar con todo, que no quiero nada, pero que si vuelvo a verlo me encargaría personalmente de que nunca más vuelva a estar solo. Doy media vuelta y empiezo a escalar por el tronco. Es un árbol tan alto, tan alto, que ni el tiempo ha podido alcanzarlo, y sobre la copa, entre las armas, hay una casa. Al abrir la puerta, la encuentro al fin, es ella, mi Aurora, está encendiendo el fuego de la chimenea.

He estado un buen rato esperándote—me dice.

—Y yo a ti. Pero ya estoy en casa.

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