No recuerdo el día en que acepté el encargo. Sospecho que mi cerebro lo tiró a la icónica papelera convertida hoy en una de mis más insoportables compañeras de trabajo. Estoy segura de que hasta disfrutó del posterior vaciado crujiente, rápido e insensible, características que definían mi estilo, mi personalidad, antes de quedar relegadas a un dibujito bidimensional sostenido en una pantalla donada durante la campaña de promoción del Plan Nacional de Alfabetización Digital. Consejero municipal mostrando router desconectado para la foto incluido. Antes de pasarme tres mañanas a la semana rodeada de vejestorios cuyas aspiraciones se movían entre poder concertar una cita con el médico de cabecera a través de la web, ser capaces de establecer una videollamada con sus nietas doctorandas en Róterdam o consultar los resultados de la jornada futbolera. La barra, digna, no avanza. Intento controlar mis niveles de cafeína. Fracaso con un capuchino plasticoso.
Fue a través de un mensaje instantáneo, como la vida moderna, eso sí consigue rescatarlo mi memoria. Apenas había instalado la aplicación, obligada por los de arriba, cuando una burbuja (aprendí que se les llama así en la tercera clase) apareció en el móvil para revolver mi peculiar rutina:
A todos nuestros colaboradores:
Con el fin de atender a la creciente demanda de trabajos virtuales, hemos decidido reconducir el negocio y abandonar definitivamente la actividad física.
TODOS DEBÉIS CUMPLIR CON LAS NUEVAS
CONDICIONES. SIN EXCEPCIÓN.
Pulsa sobre este enlace para acceder a tu misión
De haber sabido en ese momento que me estaban chillando por escrito (novena clase), habría dejado caer descuidadamente ese aparatejo entrometido en algún lugar líquido y profundo. Habría reunido todo el dinero y la documentación que tenía estratégicamente almacenados en puntos seguros de la ciudad y habría tomado un vuelo transatlántico, maratoniano, de esos en los que recomiendan recorrerse los pasillos enfundada en unas medias compresivas, tras haber aceptado por fin las ofertas que llevaba años rechazando. O quizás me habría marcado un alegato feminista, habría argumentado que yo no formo parte del masculino genérico, que me genera distancia, que me borra, que me olvida, y habría continuado con mis extorsiones a punta de navaja y mis secuestros como si nada. Aunque imagino que a mi jefe, el mismo que ordenó rebanar el índice de su mujer al enterarse de que había vendido el último anillo que él le había regalado, no le habría entusiasmado el discurso.
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