Una hora y media al día, 45 en un mes, 540 cada año, 18.900 en mis 35 años de vida. Ese es el tiempo que he gastado esperando, pero he tomado una decisión: no voy a volver a esperar nunca más.
Confieso que plantearme este cambio de hábitos no ha sido la culminación de un proceso intelectual, sino que, como tantas otras cosas en la vida, proviene de un calentón. Tuve una incidencia con mi compañía telefónica. Decidí intentar solventarla por teléfono, llamando al centro de atención al cliente. Craso error. Dos horas después, colgaba el móvil. Por supuesto, mi problema no estaba resuelto y había pasado la tarde escuchando odiosas melodías mientras los diferentes departamentos se transferían mi llamada, como si de una patata caliente se tratara. A ellos les da igual. Total, cobran por hacernos perder el tiempo, pero yo había malgastado la tarde entera. Mi tarde. Las únicas horas de tranquilidad que tengo a lo largo del día.
Por eso mismo decidí calcular,
aunque fuera aproximadamente, todo el tiempo vacío, desperdiciado, pasado en
suspenso, a la espera de que algo sucediera. Sabía que iba a ser mucho, pero
nunca hubiera imaginado que más de dos años de mi vida habían transcurrido en stand by. Esto es intolerable. Vivo
inmerso en una sensación de improductividad eterna. Siempre me parece que le
faltan horas al día, por ello no puedo permitirme ese derroche y pienso ponerle
una solución.
Lo primero de todo fue definir qué es esperar, o más bien, delimitar la espera en la que quiero centrarme. Pensé en escribirle un tweet a Pérez Reverte, pero claro, tendría que esperar una respuesta que, seguramente y con razón, nunca llegaría. Por ello, decidí saltarme a los intermediarios y me dirigí directamente al diccionario de la RAE. En él figuraban seis definiciones diferentes para la acción de esperar. Sin embargo, solo una se ajusta a lo que yo estaba buscando: no comenzar a actuar hasta que suceda algo.
Esa inacción es contra la que tenía que luchar. Pero, al reflexionar sobre el tema, me di cuenta de que mientras esperamos, no permanecemos estáticos. Una persona puede hallarse esperando un tren, que termine una caída, que se suba un archivo a internet o el regreso de una hija, y por el contrario, no parar de hacer cosas. Ahí está quid de la cuestión. Hacemos cosas que no haríamos si no estuviéramos esperando, cosas cuya finalidad no es otra sino la de matar el tiempo. Expresión que, por otra parte, siempre me ha resultado irónica, porque en realidad es el tiempo el que nos acaba matando a todos.
Ahí lo vi claro. Tenía que lograr rellenar los huecos de mis días con actividades que me aportaran algo, que yo realmente quisiera hacer. Aquellos actos que nunca encontraba un momento para llevar a cabo o que me frustraba el no poder realizar iban a ser el cemento que cubriera mis esperas, dando consistencia a mi vida. No parecía tan difícil, solo era cuestión de organizarse y planificar.
Estaba tan emocionado que, en cuanto Clara entró por la puerta, fui directo a decírselo.
—Me parece muy bien, a ver si así dejas de perder el tiempo en el sofá y podemos hacer más cosas juntos. Pero, por favor, ¿me dejas ir al baño y quitarme el abrigo? Luego me lo cuentas tranquilamente.
Ya acomodada, se sentó a mi lado. Tras explicarle a grandes rasgos mi plan, llegamos a la conclusión de que lo mejor era hacer una lista de aquellos momentos en los que tenía que esperar para intentar evitarlos. Además, debía identificar las actividades que realizaba durante las esperas y buscar otras compatibles que me aportaran valor. Mientras debatíamos sobre el tema, tuve unos segundos en los que empecé a sentirme un visionario, probablemente cuando mi plan funcionara debería de escribir un libro de autoayuda y forrarme. ¡Cuánta soberbia cabe en la estupidez! Unas horas después, recabando información para mí gran proyecto, me topé con unas palabras que me pusieron los pies en el suelo: “Obra así querido Lucilio: reivindica para ti la posesión de ti mismo, el tiempo que hasta ahora se te arrebataba, se te sustraía o se te escapaba recupéralo y consérvalo.” Era el inicio de las Epístolas morales a Lucilio escritas por Séneca hace casi dos mil años. No había inventado nada, pero como entonces aún no lo sabía, levanté mi autosatisfecha mirada hacia Clara y continué la conversación.
—El ascensor y el transporte público se van a acabar, a partir de ahora subiré y bajaré por las escaleras. Gastaré más el coche. Se acabó estar helándome de frío mientras el autobús decide si le apetece llegar a la hora.
—Y también podrías hacer la cena, así te ahorras estar esperando mientras yo la preparo.
—O aprovecho ese ratito para meter en mi bandolera las cosas del trabajo, así no voy tan apurado por la mañana —dije sonriéndole.
—¡Qué morro tienes!
Tras un amplio análisis, quedó claro que el transporte, los anuncios, las colas y los trámites, tanto telefónicos como presenciales, iban a ser mis grandes caballos de batalla. Sin embargo, el principal enemigo a vencer no era otro que el teléfono móvil y, más concretamente, las redes sociales. Por último, la lectura, el trabajo y los podcasts iban a convertirse en mis aliados para esta guerra, a falta de una mejor planificación y nuevas actividades que pudiera idear. Para ello, me compré unos auriculares bluetooth por Internet. Al día siguiente los tendría en casa, y desde ese instante viajarían conmigo a todas partes. Al igual que al menos un libro, que desde aquel momento se encontraría siempre en mi maletín.
Pero, todas aquellas acciones no iban a ser suficientes si a cada pausa debía vencer la tentación de conectarme. Quizás tuviera que borrar mis perfiles en las redes, o no. Ya vería.
Me acosté rumiando aquello. Sabía que aquel universo paralelo de likes y fotos ejercía sobre mí una atracción demasiado fuerte, pero en el mundo actual, son tu medio para mostrarte y relacionarte con los demás.
Podría decirse que fueron herramientas destinadas a acabar con la espera. En un primer momento, su uso se limitaba a espacios vacíos en los que no teníamos nada mejor que hacer que consultar esa ventana por donde espiábamos las vidas de otros. No obstante, eso fue solo el comienzo, porque a través de la pantalla también éramos observados. Poco a poco, todo lo que veíamos se fue modificando con un solo propósito: atrapar nuestra atención. Empezó a alimentarse de nuestras esperas, induciéndonos a encontrar cada vez más momentos en los que usarlos y, por tanto, manteniéndonos en espera cada vez más y más tiempo, pasando de ser una posible solución a agrandar el problema.
Esta evolución me recuerda a un parásito nematodo que infecta a saltamontes y mantis religiosas. Cuando estos insectos beben aguas contaminadas, en ocasiones, consumen las larvas del parásito. Una vez en su interior, este gusano comienza a crecer entre los recovecos que deja el cuerpo de su hospedador, pero no le vale solo con crecer. El gusano se expande hasta convertirse en adulto, y en ese instante necesita regresar al agua para reproducirse. Esto lo consigue emitiendo sustancias que afectan al cerebro de su “casero”, produciéndole una intensa sed. Cuanto mayor es el parásito más sed produce. Al final, su portador es solo un recipiente relleno por el nematodo. Un recipiente con una sed tan terrible que acaba saltando y muriendo ahogado en el primer charco que encuentran. Ahí es cuando, del cadáver, emerge un gusano mucho más largo que el despojo que deja atrás. De una forma muy similar nos tratan estas redes. Nos generan una necesidad de consumirlas cada vez mayor. Esto nos obliga a pasar más y más tiempo conectados, hasta que, finalmente, frente a la pantalla solo queda el reflejo de personas vacías, ahogadas en un mar de likes, viviendo solo para y a través de sus perfiles. Mientras, otros se lucran a su costa, sin pensar en lo que pueda suceder con los seres a los que han infectado y dejan atrás, abandonados a su suerte.
Los siguientes días pude ceñirme al plan bastante bien. El uso de las escaleras me activaba y en el coche llevaba siempre sonando un podcast sobre productividad al que estaba enganchado. Así, en vez de perder el tiempo en cada semáforo, aprovechaba para aprende sobre como volverme más eficiente. La lectura de la novela de Michael Ende “Momo” me acompañó cada vez que tuve una pausa medianamente larga. Eso sí, siempre que el ruido del ambiente no fuera excesivo y me impidiera concentrarme. El ruido también era un problema en los momentos en los que decidía contestar desde el móvil los correos del trabajo. Muchas veces era imposible prestar atención a lo que hacías. Uno no se da cuenta de lo que las personas gritan hasta que intenta ignorarlas activamente. Por suerte, todo tiene solución. Con mis nuevos y nada baratos auriculares me aislaba del mundo escuchando Chill Out, hecho en base a la música de Star Wars. Sí, se que puede parecer un poco friki, pero al cabo de unos pocos segundos todo el bullicio de mi alrededor se había convertido en la arena del planeta Tatooine, y yo ya estaba listo para sumergirme en mis tareas. Por desgracia, no siempre podía privarme completamente del oído. En esos casos me quitaba un auricular y volvía a mis podcast. Todo parecía controlado.
Al cabo de dos semanas eché cuentas de mis progresos. En la mayoría de las jornadas había logrado reducir la hora y media de espera diaria inicial a tan solo 15 minutos. Sin embargo, no era suficiente, había una serie de actividades que se me resistían. Una eran los anuncios de la tele y las plataformas de audio, especialmente si estaba con Clara. Por una parte me parecía feo ponerme los auriculares cada vez que hacía una pausa publicitaria en la cadena que estábamos viendo, pero por la otra, en la mayoría de ocasiones no hablábamos ni hacíamos nada más que ver la pantalla o el móvil. Debería ponerme de acuerdo con ella para solucionarlo, planificar de antemano en qué paradas hablar y en cuáles centrarnos en nuestros asuntos. De todas formas, preferí esperar unos días a tener esa conversación porque estaba un poco de uñas desde que discutimos la otra tarde.
Todo empezó cuando le sugerí que debíamos empezar a hacer la compra online, así podríamos ahorrarnos esperar turno para que nos prepararan la carne y el pescado, además de la cola para pagar.
— ¿Y el pastón que te cobran por llevártelo a casa qué? Ya sabes que no vamos bien de dinero.
— No es demasiado caro, y si tanto te molesta pagar unos pocos euros por que nos traigan la compra quizás deberías hacerla tú, así solucionamos el problema y encima gratis —le repliqué molesto.
— ¡Qué vaya yo! Ya me tienes harta. Al final soy yo quien acaba sufriendo esta tontería que te ha dado ahora. ¡Uy, esto me obliga a esperar, no pasa nada pagamos para que nos lo haga alguien o ya se ocupa Clara! Tenemos un momento libre o te quiero decir algo, pues me toca esperar a que el niño termine lo que esté haciendo. Al final todo el tiempo que ganas tú lo acabo perdiendo yo. ¿Es qué no te das cuenta? Joder, no es sano tener todos los instantes ocupados y planificados, no lo es. Las parejas también viven de las esperas compartidas. Ahí surgen conversaciones, se expresan los miedos, la impaciencia, la complicidad o, simplemente, el estar juntos sin una acción o un propósito concreto. Es en esos instantes donde suceden las situaciones que le dan magia a la vida.
— Pensé que me apoyabas en esto —le repliqué dolido.
— Lo he intentado, pero no sabía que fueras a ser tan tremendamente egoísta. Y una cosa más te voy a decir: todos tenemos un límite y yo estoy llegando al mío. —Dicho esto se fue dando un portazo.
Definitivamente no era una buena idea tratar el tema hasta que se calmasen las aguas. Tampoco importaba, se le pasaría, siempre se le pasaba. Cuando entrara en razón podríamos solucionarlo, estaba seguro. Mientras tanto, decidí abordar el siguiente punto que quería conseguir: escapar de los hilos de las redes sociales.
Había intentado por todos los medios evitar borrar mis perfiles. No por debilidad, sino porque en su maraña de cuerdas también se esconden capturas interesantes. El problema reside en observarlas sin quedar tú también enredado. Si hubiera sido capaz de delimitar un tiempo para visitarlas y cumplirlo, no hubieran sido necesarias medidas tan drásticas, pero tras varios intentos asumí que aquella era una batalla perdida. Por mucho que nos duela, es solo en las historias donde David vence a Goliat.
Cuando finalmente me decidí a desaparecer del mundo virtual, no pude evitar echar una última ojeada. Entre fotos de gatitos y vidas perfectas, vi una publicación que podía ser interesante. Era un artículo de una revista de ciencia que me gustaba seguir. Su título: “Pensando en las musarañas”. En él descubrí que este curioso animal había logrado por necesidad lo que yo estaba intentando conseguir por orgullo. Vencer a la espera.
Las musarañas parecen pequeños ratones narigudos, pero tienen muchos rasgos poco usuales. El que más me llamó la atención es que siempre están a un máximo de cuatro horas de morir de hambre. Su metabolismo es tan rápido que necesitan alimentarse constantemente. Viven solo un paso por delante del fin. Si se alimentaran de plantas esto podría ser un problema menor pero, por desgracia para ellas, son carnívoras. Eso significa que tienen que estar matando sin parar, cazando cada dos o tres horas, sea de día o de noche, invierno o verano, estén sanas o enfermas. No pueden esperar, no pueden tener un momento vacío. Esta es su maldición y, a la vez, consigue dotar a su existencia de una intensidad que yo envidio. No pueden vivir cada día como si fuera el último, un día es una eternidad. Para ellas, cada hora puede ser la última. Se han librado de toda espera, hasta de la espera a la muerte. Incluso sus agonías son fugaces pues la pérdida, las desilusiones o el fracaso pasan frente a ellas a toda velocidad, como coches en una autopista. Lo tuve claro, había encontrado a mi daimonion, a mi animal totémico, y pensaba ser digno de él. Cerré la ventana y borré mi cuenta. No paré un instante a reflexionar sobre ello o lamentarme. No sería digno de mí.
Desde ese instante sigo perfeccionando mi rutina. Eliminar la espera es ahora el único pensamiento que ronda mi cabeza. Conseguir rellenar cada instante de tu vida es como una droga. Te vuelves adicto. Cada vez necesitas más y más. Pierdes tolerancia a cualquier pausa. Desarrollas aversión a lo instantes vacios. Muchas actividades que antes te llenaban empiezas a ver que están llenas de microparéntesis. Te molestan las conversaciones con los demás. Lo que tardan en responder a tus frases o, lo que es peor, a terminar de hablar. No nos engañemos, en la mayoría de conversaciones nos limitamos a esperar a que la otra persona se calle para poder hablar nosotros. Por suerte, en esto también puede ayudarnos la tecnología. He descubierto que la velocidad de reproducción de podcasts y audiolibros se puede acelerar. Se oyen las voces un poco como si fueran pitufos, pero vale la pena.
Todo mi entorno está cambiando. Elaboro interminables listas de tareas por hacer. La casa brilla, todo estaba limpio, los agujeros de la pared tapados, las puertas lacadas. Hasta he colgado unas estanterías suecas con forma de cubo que llevaban años en sus cajas. Al poco tiempo, la perfección inunda cada esquina, empero, no es suficiente. Aún puedo mejorar los muebles, cambiar baldas, moverlos de sitio... Ese criterio estético fluido, en el que nada se queda igual encaja perfectamente con mi nueva vida. A veces pienso que a Clara le encantaría, pero la verdad es que últimamente no nos vemos casi y hablamos todavía menos.
Las cosas no solo van bien en el ámbito doméstico. En la oficina nunca he sido tan productivo. Creo que están pensando en ascenderme. Me parecería justo. Saco mucha más faena en mis horas laborables, y cada rato libre lo aprovecho para teletrabajar desde casa, así adelanto y llego a mi puesto con todo preparado. Solo me detengo para observar a la gente a través de la ventana de mi despacho. Tengo que confesar que a veces los miro por encima del hombro, pero es que no son miembros de mi club, son como niños jugando a vivir, derrochando su tiempo sin ser conscientes de ello. Como diría la Reina Roja de Lewis Carroll, corren a toda velocidad para quedarse en el mismo sitio. Por suerte, estas reflexiones son fugaces. No puedo permitírmelas. Me he dado cuenta de que 8 horas de trabajo no son suficientes. Si quieres rendir, rendir de verdad, necesitas un empujón extra y, sobretodo, no distraerte con tonterías.
Pero no todo son ventajas. Estoy acumulando mucho estrés. Nada que no pueda manejar. Antes de iniciar mis quehaceres salgo a correr. No mucho, 40 minutos. No aguanto mucho más a buen ritmo, pero me activa y voy alargando los tiempos poco a poco. También me he instalado una barra para hacer dominadas en la pared de mi despacho. Una serie de 10 cada vez que entro o salgo. A veces finjo haber olvidado algo en esa habitación solo para ejercitarme un poco más. Antes de cenar hago bodycombat en el salón. Me pongo unas clases en la tele. Mejor que ir al gimnasio, aprieto un botón y ya estoy en medio del entrenamiento. Es genial. La verdad es que me encuentro bien. Me miro al espejo y me veo sano, fibroso. ¡Joder, nunca había estado tan bueno! A veces me aparece un tic en el ojo. Se me abre y cierra el parpado rápido, como con una pulsión. Si ese es todo el peaje a pagar por ser el dueño de mi vida me parece barato. No le doy más importancia.
Hace días que no veo a Clara. Tiene que haber salido de viaje. Probablemente me lo dijo mientras tenía la cabeza en otra parte. Últimamente lo hace mucho y me irrita. Siempre me habla cuando estoy haciendo algo. En realidad no le dejo otra opción. Aunque también podríamos programar los momentos para conversar con antelación. Si me aclara por la mañana, o después de comer, en que anuncios de la serie estaría bien hablar, yo lo organizo. O si prefiere antes de la ducha, o cuando ella quiera. Solo le digo que sea previsora. Creo que no es pedir demasiado.
Ya ha pasado toda la semana y no he tenido noticias suyas. Le he escrito whatsapps. Le he llamado varias veces y eso que odio esperar a que la otra persona conteste. Hasta he contactado con sus padres. Estuvieron muy secos conmigo. Solo dijeron que no sabían nada de su hija. Que debería saberlo yo. No le di más vueltas, seguro que volvía.
Esta tarde, limpiando debajo del zapatero, he visto una nota. Debe de llevar tiempo ahí. Probablemente se voló al abrir la puerta de la calle. Al cogerla compruebo que es la letra de Clara. Solo cinco palabras: me he cansado de esperar. ¿Qué quiere decir con eso? Yo también estoy harto de esperar. Por eso he decidido cambiar mi vida. Nuestra vida. Bueno, mi vida. No, nuestra vida. Si ella hubiera querido… En fin, no pasa nada. No voy a perder el tiempo lamentándome, tengo mucho que hacer. Así habrá menos distracciones. Quizás ahora pueda lograr mi objetivo.
Lo he de reconocer. Desde que se fue Clara me he vuelto un poco obsesivo. Quizás demasiado. He dejado de ver películas. ¿Cómo podía disfrutar con Lars Von Trier o Kurosawa? Con ellos te pasas horas esperando a que algo suceda. Me cambié a las series, luego a las sitcoms de 20 minutos por capítulo. Puedes verte dos o tres episodios en vez de uno, es mucho más productivo. Al final veo vídeos de Youtube. Aprendo y son puro contenido. No dejan un segundo hueco. Algo parecido me ha pasado con la lectura. De las novelas he pasado a los ensayos, luego a las noticias y, finalmente, me conformo con los titulares. He llegado a un estado en el que me molestan los puntos y aparte. Me horrorizan esos espacios en blanco, esas esperas entre párrafos, ese vacío existencial literario. Incluso los puntos y seguido me empiezan a parecer desagradables y, debido a ello, he decidido pasar también de las noticias y releer una novela, la única que conozco que se me podía hacer medianamente soportable, que no puede ser otra que Los santos inocentes, obra cumbre de la literatura escrita por el gran Miguel Delibes, con solo seis puntos, una virguería, la misma que estoy ojeando ahora mismo mientras cuento mi historia y camino hacia el trabajo, y reto a cualquiera a que me defienda que los hombres no podemos hacer dos cosas al mismo tiempo, podemos hacer incluso tres, y esta es la prueba de ello, solo hace falta planificarse y no desperdiciar ni una micra de tu tiempo, especialmente si…
Un crujido viscoso me saca de aquella espiral que me había creado. Fue un sonido desagradable, en realidad no lo oigo, lo siento a través de los huesos, como si algo se hubiera roto dentro de mí. Acababa de pisar algo, algo vivo y que probablemente ya no lo estaba. Noto el bulto bajo la planta del pie. No es un insecto, es algo más grande. En aquel instante soy consciente por primera vez en mucho tiempo de todo lo que me rodea, la gente que pasa a mi lado ajena al pequeño drama que estoy viviendo, las hojas marrones en los árboles como funambulistas condenados, la brisa sucia de la ciudad, la casa perfectamente vacía que me espera. Con un movimiento de cabeza me espolso aquellos pensamientos. Bajo la vista y, sin querer mirar, levanto mi Martinelli para descubrir, aplastada contra la acera, una musaraña. Tiene el cuerpo destrozado, sufre convulsiones y espasmos, o puede que no sean movimientos involuntarios. Me parece ver que, con la pata fracturada, intenta arrastrarse para alcanzar un trocito de hamburguesa caída junto a su costado.
Ella no puede esperar.
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