Vita Suite Sinfonía
Me llamo Enrique como mi padre. Enrique José en el DNI. José para diferenciarme. Quique para los amigos. Unos cuantos años antes de separarme, Celia, mi hija, tenía unos quince o dieciséis. Sus amigas y amigos con los que salía todas las putas noches de aquel calurosísimo verano –tuvimos una de esas olas con temperaturas extraordinariamente altas– eran en su inmensa mayoría aspirantes a ministras y a ministros ya me entendéis. No pegaban palo al agua. Verdaderos “Ninis”. Yo les llamaba “Minis” por lo de aspirantes a ministro.
Aquella noche no fue una excepción y me volvió a pedir lo de siempre.
–¿papá puedes llevarnos? Venga, por favor–me preguntó con voz angelical.
–¿con quién vas?–le pregunté.
–pues con mis amigas–respondió.
–no quiero sorpresas, ¿entendido?–mi segunda pregunta fue retórica, siempre las había.
–Ah y necesito cincuenta euros, le debo dinero a Tiza Roja–me soltó a quemarropa.
–¿Qué?, pero si ya te di tu paga, no me digas que te la has gastado.
–te lo devolveré, te lo juro–volvió a sonar aquella vocecita de no haber matado una mosca en la vida.
–¿quién coño es Tiza Roja?–le pregunté sulfurado.
–Un colega de Lorraine, de Mislata también, toca la trompeta ¿sabes? tranquilo, es un buen tío–mintió.
Para poneros en antecedentes. Un buen día este individuo pasó por el bar musical de su pueblo para pedir unas litronas. Sobre las sillas que estaban junto a la puerta se amontonaban varios estuches de instrumentos. Esa noche tenían ensayo los músicos. El bueno de Tiza Roja cambió de idea y en lugar de conseguir las cervezas agarró uno de los estuches como si fuera el suyo propio y se lo llevó directamente a casa con la naturalidad de un experimentado ratero. Al abrirlo vio que en su interior había un bonito objeto plateado. En realidad no distinguía un saxo de un clarinete y por supuesto no sabía lo que había robado. Buscó imágenes de instrumentos musicales en su móvil–hasta ahí llegaba su intuición– y descubrió la foto de un tipo negro tocando uno de esos. La foto era de Freddie Hubbard. En la portada del disco se podía leer Red Chalk. Puso dicho título en el traductor y obtuvo su nuevo nick. Desde entonces se hizo llamar Tiza Roja.
Celia llamó a Lorraine y quedaron pronto para ir a pillar. Yo sabía que compraban alcohol como lo sabíamos todos los padres del planeta Iberia. Algunas madres incluso compraban personalmente vodka y ginebra prémium a sus hijas, pensaban que así por lo menos lo que fueran a beber sería de calidad óptima. Yo siempre me negué a esta práctica. Simplemente no podía evitar que fueran de botellón. Que se apañaran.
Quedamos a las doce de la noche. Saqué el coche del garaje. Fuera me esperaba el grupo de amigas. Parecían salidas de la película The Vampire Lovers de Roy Ward Baker. Esa noche se habían puesto de acuerdo y vestían de blanco como las vampiresas del largometraje de terror erótico.
Yo ya me sabía el camino a la Joy, también conocida como Oh! Valencia. Un antro en el sentido más cutre de la palabra.
–Déjame que ponga yo la música papá, por favor, por favor, que queremos ir calentando motores en el coche, no nos cortes el rollo-me insistió mi hija.
–Lo siento, la música la pongo yo, ¿no os gusta Bitter Sweet Symphony? Seguro que no sabéis ni quién es Richard Ashcroft, menuda panda de indocumentadas–repliqué llenándome la boca.
Llegamos en cuestión de quince o veinte minutos. Lo que duraron tres canciones de The Verve que puse directamente de Spotify.
Hasta la una de la mañana no querían entrar. La estampa de la rotonda que daba acceso a la discoteca en el polígono industrial de Albal era también de terror. Un mar de adolescentes armados con botellas de alcohol. El desfile de coches de padres dejando a sus hijas era incesante. También había coches aparcados con las ventanillas bajadas y la música a toda ostia. La mezcla de las canciones de reguetón, en el mejor de los casos, y de trap le daba una cariz apocalíptico al párquin. Como un gran hormiguero desorganizado–perdón a las hormigas por la falta de respeto en la comparación–se hacinaban en supuestas colas de entrada al edificio.
–Déjanos aquí papá–me indicó Celia.
–Quedamos a las cuatro–aclaré.
–Ni de coña papá, ven a las seis, cierran a esa hora así que esperamos aquí, en este mismo sitio, ¿vale papi? Te quiero–me soltó la retahíla
Se apearon todas del coche. Se despidieron de mí muy amablemente. Besé a Celia.
–Gracias Quique–me dijeron a coro.
Lorraine era la mejor amiga de mi hija y según me había contado mi mujer era una grandísima irresponsable. Digamos que estaba pasando por una fase de furor que le impedía decir no a cualquier tipo desconocido que quisiera follársela. Así, algunas noches, lo había hecho varias veces con distintos chicos. Un día incluso amaneció en un piso de un tipo de Benimámet al que por supuesto no había visto en la vida. Se asustó bastante. No lo suficiente como para dejar sus hábitos o colgarlos. La de monja no era su vocación.
Llamé a mi mujer y le dije que me iba a tomar una copa con Momparler a su apartamento de la playa, que no me esperase despierta. Me insistió en que no bebiera ni fumara y la tranquilicé. Era la noche de San Juan y mi amigo me había dicho que me pasara un rato por allí que habría fiesta. Llamé a Momparler a continuación y le dije que si le preguntaban algo que había estado con él toda la noche.
–¿Vale hermano? –le dije en sentido figurado.
En realidad no éramos hermanos. Putativos sí. Me entendió perfectamente. Di media vuelta al coche y me dirigí a casa de Desiré.
Tiza Roja solía envolver la farlopa que pasaba en papel de color rojo. Era ese tipo de papel de estraza que se usa para envolver regalos y por lo visto formaba parte de su márquetin al hacer la entrega de las dosis que le encargaban. Regalitos. En la Joy tenía muchas clientas. Se cuidaba mucho de vender exclusivamente a chicas. Ya había tenido más de un susto con algunos tíos que querían partirle las piernas y pensó que ninguna chica sería tan fuerte como para rompérselas.
–Tengo lo tuyo–apareció el mensaje de Tiza Roja en el WhatsApp de Celia.
–¿Dónde estas tío? Aquí hay un lío de peña que flipas.
–Sal al párquin, por la parte lateral de la Joy, tengo el coche aquí, así no nos puede ver la madera, te espero dentro–le contestó Tiza Roja.
–Vale, voy a ponerme el cuño, pero que sepas que me va a costar diez euros, son unos hijos de puta, te cobran por salir y volver a entrar.
–Lo sé, no te preocupes, te lo descuento.
Lorraine y las otras dos vampiresas ya estaban de lío y Celia no pudo dar con ellas antes de salir.
–Tías, estoy en el párquin, he quedado con Tiza Roja, no os vayáis sin decirme nada, ¿ok? Esperadme dentro, vuelvo en seguida–escribió en el WhatsApp del grupo “las perritas”.
No obtuvo respuesta.
Desiré vivía en Silla y era fotógrafa. Hacía trabajos en bodas y comuniones. Nos habíamos conocido por casualidad en una de esas últimas, la cena de comunión de una de las amigas de Celia. Teníamos algún amigo común que nos presentó. Yo le pedí su número por si necesitaba un reportaje del coro que yo dirigía en Valencia. Así fue como iniciamos nuestra relación. Al poco tiempo nos estábamos acostando de manera esporádica y sin compromiso. Esa noche habíamos quedado. Mi franja era limitada así que cuando llegué a su casa apenas disponía de tres horas. Me sirvió un Jameson con ginger ale y mucho hielo. A ella no le gustaba beber. Prefería un buen canuto de maría y una Heineken.
–Hoy me ha dejado colgada mi novio ¿sabes? –me confesó
–¿y cómo ha sido eso?–le pregunté
–el muy cabrón me ha dicho que tenía una fiesta de San Juan en la playa con sus amigos y que sólo iban tíos–me contó con algo de enfado.
–Puede que luego te llame–le dije.
–¡Qué va! Seguro que se buscará algo con sus amigotes, algo de pago.
–Joder, cómo está el nivel de los jóvenes, en mi época había más seducción y flirteo hasta que caía algo. Ahora no hay espera–me atreví a sentenciar.
Nos desnudamos e hicimos el amor apasionadamente.
Celia no contestaba ni a las llamadas ni a los whatsapps de Virginia, mi mujer.
Como madre era de las sufridoras en casa. Cuando salía nuestra hija no podía conciliar el sueño hasta su regreso. Siempre pensaba que le habría podido pasar lo peor. Entonces sonó mi móvil. Era ella. Mi mujer.
–¿Puedes estar pendiente por favor? A ver si se emborracha y se queda por ahí tirada, o le hacen algo–me dijo por teléfono.
–Todo está bien, no te preocupes, estoy aquí con Momparler, llevo el móvil cargado y ahora luego la llamo–intenté tranquilizarla.
–No sé cómo puedes mantenerte impasible, desde luego que no estamos hechos de la misma pasta. No puedo dormir ¿sabes? Le he llamado y no me lo coge. Le he escrito varios mensajes y tampoco me contesta. ¿Qué pasa, que te da igual esto? Eres un padre ausente ¿sabes? No te importa nuestra hija, pasas de todo, sólo te importa tu coro de mierda y tus ensayos. Eres un puto egoísta. Me tienes harta ya. Luego te llamo otra vez–me soltó Virginia de un tirón sin dejarme hablar.
–Yo también te quiero cariño–le dije y colgué.
Después de vestirnos, Desiré me sirvió otro Jameson y ella se fumó un canuto.
Al llegar al párquin Celia localizó el coche de Tiza Roja, abrió la puerta como si entrara en su habitación de casa y se aposentó en la parte delantera derecha. La música estaba muy alta.
–¿Qué estas escuchando, tío?–le preguntó ella.
–Es Freddie, nana, mi nuevo ídolo, ni Bad Bunny ni ostias, Freddie Hubbard–le replicó–trompetista de jazz, un master .
–Me vas a decir que ahora te has aficionado al jazz, ya te vale.
–Estoy aprendiendo a tocar la trompeta, se me da de puta madre. Ya sé tocar la escala de do, me pongo tutoriales de youtube ¿sabes Celín?.
–No me llames así, ¿por qué me dices Celín, tío? ni se te ocurra, ¿tienes eso?
–Te invito yo, pinto dos, una para cada uno.
–Guay–dijo ella.
Tiza Roja sacó su tubito metálico dorado y lo dejó en la bandeja de la guantera. Tenía también un vaso de cubata con vodka con limón y una tablilla como las que se usan para poner el sushi, de pizarra negra. Sobre ella colocó la cocaína.
–¿Has traído la pasta de lo del otro día?–preguntó Tiza roja.
–Sí pesado, sí, aquí tienes tus cincuenta pavos–contestó Celia y le entregó un billete de los grandes.
Tiza Roja preparó las rayas. Celia cogió torpemente el tubito y esnifó media. Luego él se hizo la suya en dos esnifadas, una por cada orificio nasal. Se pusieron cómodos y hablaron de los efectos que producía la droga y de cuánto tardaba en subir. De por qué se le llamaba la madera a la poli, Tiza Roja sabía que era por el color marrón de los uniformes a principios de la democracia. Ella no estaba acostumbrada a la coca, a decir verdad era la segunda vez que lo hacía. Como ella se había dejado la mitad de la suya se la esnifó él la que quedaba. Después le dio unos lametones a la bandejita que quedó reluciente como una patena.
–Yo ya voy ciega tío, ¿no me pegará un subidón de esos to’ chungos? ¿no?–le preguntó
–Tranqui, está todo bajo control–dijo él.
–¿Cuántas rayas salen de un gramo?–le preguntó ella.
–Unas quince, más o menos, depende de lo tochas que te las prepares.
–Pues a nosotras nos salieron unas treinta la semana pasada del gramo que te compramos, ja, ja, pero las pintábamos finísimas, ya sabes, y éramos cuatro tías a repartir. Por cincuenta pavos está bien, nos sale a menos de dos euros la raya.
–Yo la vendo a sesenta pero a vosotras más barata–le aclaró él.
El tema Red Chalk sonaba en estéreo por los altavoces del Ford. La trompeta de Hubbard con sus trémolos inconfundibles producía una atmósfera de excitación y paranoia dentro del vehículo.
–Estás muy buena ¿sabes?–le dijo él.
–Sí claro, con estas pintas que llevo, hoy nos hemos disfrazado en plan Ibiza party, ha sido idea de Lorraine, ponernos de blanco todas–contestó ella.
–Vamos un ratito a mi casa y escuchamos un poco de música, la que tú quieras.
–Corta el rollo tío, estoy de fiesta con estas, me están esperando dentro–dijo Celia con la voz más alta.
–Venga no seas estrecha, pegamos un polvo aquí mismo–le propuso Tiza Roja con una expresión salvaje en la cara.
–Ni lo sueñes tío, me largo–dijo Celia tajante.
Entonces Tiza Roja bajó los seguros con el botón del cierre centralizado de su destartalado Ford Fiesta y se abalanzó sobre ella besándola en los labios.
–Aparta guarro–le gritó Celia e intentó abrir la puerta del coche con ímpetu.
–No intentes escapar, venga que sé que te va a gustar–le soltó Tiza Roja con una mueca lasciva.
–Abre la puerta ahora mismo gilipollas–gritó ella.
El tipo sujetó los brazos de Celia que sin apenas fuerza no pudieron desasirse de su agresor que deliraba agresivamente. Ella comenzó a gritar más fuerte. Él le bajó la falda y la ropa interior y se puso encima en el asiento del copiloto. Ella gritó aún más para que parase, decía no una y otra vez. Lloraba, gritaba e intentaba librarse de ese monstruo. Intentó agarrarle la polla pero no pudo y se vio impotente ante el violador que además la golpeó varias veces en la cara para que se callara mientras perpetraba su fechoría. Tras dejarla inconsciente abrió la puerta del coche y la dejó en el suelo. Acto seguido se dio a la fuga a toda velocidad.
A las seis de la mañana yo estaba ya esperando en la rotonda, dentro del coche. La mayoría de padres regresaban a por sus hijas. Y esperaban dentro de sus coches como yo. Puse la radio. Sintonicé las noticias. Saqué una manzana y la pelé con mi navaja suiza. Me comí los cuatro trozos que recorté tras quitarle la parte central de la pepitas. Se hicieron las seis y media y Celia no aparecía. No contestaba ni las “Minis” tampoco. Tenía los móviles de todas ellas. Seguí en el interior del coche escuchando un programa de deportes que estaban repitiendo de la noche anterior. Hablé con mi mujer varias veces. Ella seguía esperando como todas la noches de aquel fatídico verano. Con la verborrea del presentador me quedé dormido. A las siete me despertaron las señales horarias con sus seis pitidos inconfundibles, el último más largo, y me di cuenta de que estaba amaneciendo. El espectáculo dantesco se repetía. Esta vez como la parada de los zombies. Ahora no parecían hormigas, parecían gusanos saliendo de un estercolero. Me recordó un documental de National Geographic sobre orugas. Bajé del coche y encendí otro cigarrillo. Pensé en mi hija. No fumaba nunca delante de ella. Me fumé varios antes de que aparecieran a las ocho de la mañana. Lorraine y sus amigas llevaban agarrada por los brazos a Celia que casi no podía andar. Tenía la cara llena de magulladuras. Casi balbuceando me lo dijo con un llanto roto.
–Me han violado, papá.
Con lágrimas en los ojos y maldiciendo al hijoputa que hubiese hecho semejante crimen llevé a mi hija al hospital para que la reconocieran y que los médicos pudiesen curarle las heridas y tranquilizarla pues se hallaba en estado de shock. Cuando llamé a Virginia para decirle lo que había pasado casi le da un desvanecimiento. Mientras se ocupaba de Celia me fui a poner la denuncia a la comisaría. No sabía qué hacer, si matar a las “Minis” o irme por mi cuenta a la caza del violador. Opté por lo segundo. Pero por dónde podía empezar. Llamé a Momparler y le dije que necesitaba su pistola. Se asustó mucho al oírme hablar así. Mi furia era la de un búfalo herido por la flecha de un piel roja. Antes de marcharme a recoger el arma hablé con Lorraine y con las otras “Minis”. Confesaron que Celia había estado con un tal Tiza Roja de Mislata.
La pistola de Momparler no era un arma reglamentaria en realidad pero lo parecía. Se trataba de una pistola de aire comprimido de balines. Una réplica de las que fabrican de verdad en Hartford, Connecticut. Un Colt. La recogí. Pensé que los asesinos suelen volver al lugar del crimen y quizás los violadores también pudieran hacerlo. Me dirigí con mi coche al polígono industrial. Llegué en quince minutos y ya no quedaba nadie. Ni una sola persona, ni un solo coche. Era un mar de vasos de cubata, botellas de cristal, bolsas de plástico, restos de papel, colillas y demás desperdicios humanos bajo el sol de junio. Entonces decidí ir directamente a Mislata. Aparqué el coche y anduve por sus calles durante horas tratando de que se produjera el milagro de encontrarme con Tiza Roja cara a cara. Pregunté en los parques, quioscos, baretos de mala muerte y nada. Estaría escondido, pensé, en su casa. Las “Minis” me aseguraron que no tenían ni idea de dónde vivía ni cuál era su verdadero nombre o apellido. Me senté en un banco de la alameda central que atraviesa Mislata de norte a sur.
Esperé.
Me pregunté en qué había fallado todos estos años. ¿Había sido un mal padre? Me castigaba con la idea de no haber podido cuidar de mi hija, de no haber sido capaz de protegerla, de ser realmente una mierda de padre, un padre despreocupado.
Estaba exhausto pero tenía una corazonada. De alguna manera iba a dar con él. Seguí esperando varias horas. Me seguí martirizando con pensamientos de culpabilidad. Acabé el paquete de tabaco. Se estaba haciendo de noche. Pensé en regresar a casa. Fue entonces cuando escuché unas notas desafinadas. Venían de lo alto. Salían de un balcón. Me dirigí hacia el lugar desde donde salían esos berridos emitidos por una especie de tubería sonora. A escasas callejuelas localicé la vivienda. Los sonidos ahora eran más nítidos. Parecían de un estudiante que repasara una escala, un principiante, pero mucho peor que eso. Menudo cretino, pensé. Entonces recordé que Celia me había dicho que Tiza Roja tocaba la trompeta y se me iluminó la mente. Tenía que ser él. Aproveché que una vecina entró en el portal.
–Buenas noches–la saludé.
–Hola buenas–contestó ella a mi saludo.
–Soy el profesor de música del chico de la trompeta–improvisé como si el mismísimo diablo me dictara las palabras justas para conseguir mi objetivo.
–¿En qué puerta vive? es que no lo recuerdo–pregunté a la mujer.
–¿Rafaelito? En la puerta 25, el sexto piso–dijo ella confiada.
–Muchas gracias señora–le dije.
Subí los seis pisos como si me fuera la vida en ello. Las notas de la escala seguían saliendo de la trompeta como una serie disonante inclasificable. Inspiraban venganza. Me detuve delante de la puerta. Respiré profundamente y la golpeé con el puño tres veces. Luego grité.
–Abre Rafael.
–¿Quién me llama?–preguntó Tiza Roja con sorpresa.
–Soy el padre de Celia–contesté sin dudar.
Mi intención no era descubrirme. Una fuerza sobrenatural guiaba mis actos. Era yo fuera de mi quien me manejaba.
–¿Qué quiere?–preguntó él.
–He venido a matarte, ya lo sabes–contesté sin pensar como si no fuera yo mismo quien hablara.
–Yo no he hecho nada, ella fue la culpable–se excusó él.
–Tengo una pistola–le aseguré.
–Está usted loco–dijo él.
–Abre, Tiza Roja, voy a borrarte del mapa, hijo de puta–le dije en tono amenazante.
–No pienso abrir–replicó él con nerviosismo.
–Estoy llamando a la policía, así que tú mismo, si no quieres abrir, esperaremos los dos a que vengan a arrestarte–le grité.
– Aunque también puedes saltar por el balcón si tienes cojones para intentar escapar. Yo te espero aquí por si quieres abrir y acabamos antes, te disparo, te mato, me quedo tranquilo, tu te vas para el otro barrio y yo iré a la cárcel en tu lugar–añadí.
Entonces se produjo un silencio.
Esperé.
Al no oír nada pensé que estaba intentando escapar. Se habrá visto acorralado, pensé. Salí a la calle. Miré hacia el balcón del sexto piso. En efecto, Tiza Roja se había descolgado por la canaleta de la fachada y estaba intentando trepar al balcón de la finca contigua. Entonces saqué la pistola de aire comprimido, miré hacia lo alto y le apunté entre las piernas. Era ya de noche y en ese barrio no había gente por la calle. Disparé varios tiros que llegaron certeros a impactar entre las ingles de Tiza Roja. Los balines fueron entrando por las perneras y la bragueta de sus pantalones. Las bolitas entraban como avispas mordedoras, una tras otra. El dolor de los impactos lo desequilibró y no pudo aguantar sujeto por más tiempo. El golpe de su cuerpo al caer sobre la acera de la calle fue como el de un macetero que se desploma desde una terraza azotado por la fuerza huracanada del viento. La cabeza y el cuello se fracturaron en el acto. Sonó un crujido seco como el de una sandía al abrirse en dos mitades. Del bolsillo del tipo salió un tubito metálico dorado.
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