Las lágrimas
(3)
Conocí a Tatiana al tomarle fotografías para su book, intervenía ocasionalmente en
avisos publicitarios, las agencias se lo exigían. La invité a salir, empezamos
a vernos. Jamás hablábamos de otra cosa que no fueran películas, libros, ballet,
música, teatro, temas sociopolíticos del momento; nunca de sexo, tampoco de
amor. Nos acompañábamos con gusto, el sexo lo practicábamos con alegría y
devoción. ¡Y cómo!, abundaba la ternura, las exploraciones profundas, no
existían tabúes. Nos maravillábamos con nuestras sensaciones, nunca las
comentábamos, las gozábamos.
Olores, pulsaciones, respiraciones, todo adquiría mayor
dimensión en el confort oscuro y tibio debajo del cobertor. El tacto servía
para reconstruir la memoria visual de nuestros cuerpos, éramos ciegos reconociendo
un mundo nuevo. No dejé un centímetro cuadrado sin explorar, Tatiana tampoco. Eran
territorios a descubrir: cuellos, orejas, cabellos, espaldas, pechos, ojos,
pestañas, axilas, labios, lenguas, dientes, dedos de pies. A su nariz perfecta,
que había fotografiado de perfil, la mapeaba con mi boca. Nuestras manos eran
inquietas. Su pubis invitante, mi pene orgulloso, la redondez de glúteos
tentadores, la perfección de pechos armónicos, su cintura ajustada que señalaba
el comienzo de caderas generosas, mis músculos discretos pero fuertes, sus hombros
redondeados, los míos angulosos, piernas y pantorrillas suaves y contorneadas
invitaban a recorridos de reconocimiento; los suyos eran volúmenes que había
iluminado muchas veces para mostrar la perfección en las fotos de blanco y
negro del book. Nos transformábamos
en agrimensores ciegos, usábamos nuestros cuerpos sin limitaciones, resultaban
mejor que teodolitos y cintas métricas. Extendíamos así el limitado sentido de la
vista, captábamos ahora la emoción. No era sólo un juego de exploración, había territorios
de valles, montes, ríos y bosques a conquistar. Nuestros cuerpos ágiles,
nuestros músculos dinámicos, nuestra pasión por sentir profundamente lo
auténtico nos impelían a un ballet cuya coreografía era el juego del deseo, su
regisseur el placer.
Ese domingo habíamos salido en mi moto enduro. Cruzamos a
campo traviesa un extenso parque nacional cubierto de pinos sobre suelo arenoso.
Con Tatiana en la Yamaha el paseo
resultó mejor: más tracción en la rueda trasera por el peso del acompañante, toneladas
de adrenalina, una explosiva acumulación de deseos. Al volver, aprovechamos
para tomar una merienda tardía y simple, nos supo a gloria: té, tostadas,
mantequilla y mermeladas. Nos sentíamos exultantes, hasta llegamos a comentar
que el fin de la dictadura se olfateaba cercano en ese 1983. Nos invadía un entusiasmo
imparable, nos sentíamos de maravilla. Abrazos desesperados, seguidos de besos
en un crescendo prolongado. La
nochecita se volvía fría en aquel mayo austral. Nos cubrimos para entibiarnos.
Volvimos a explorarnos con intensidad, sin apuro. Llegamos al éxtasis, apoteósico.
El paseo en la enduro nos había aportado goce infantil y primitivo y el rico té,
hidratado nuestros cuerpos. Sobrevino otra embriagante experiencia sexual,
estábamos en la cima del mundo.
Entonces, veo que Tatiana derrama lágrimas. No era la
primera vez. No me había animado a preguntar antes; nuestra vida sexual se
explicaba en la acción, en los propios hechos, en aquellas experiencias al máximo;
sin palabras. Embriagado de alegría, me animé a mencionar sus lágrimas. Me
respondió con esta reflexión:
“Lloro de rabia. Lloro
al recordar que, aun profundamente enamorada de alguien, jamás en toda aquella
relación logramos estar como nosotros hoy y, siempre. Sin embargo, yo sé que no
estoy enamorada de ti y creo que tú tampoco de mí. Somos unos grandes compinches,
unos hermosos compinches*. Nunca hemos tenido una discusión, logramos llegar a
extremos de placer y confianza como pocos. Quizá el amor necesite no llevarse
tan bien”.
Valencia, 19 de noviembre de 2020
· *Nota: “compinche”
en el Río de la Plata tiene, principalmente, el significado de amigo de
diversión, camarada, confidente, compañero “del alma”. En otros lugares de
Latinoamérica se refiere más a cómplice en un delito.
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