lunes, 23 de noviembre de 2020

El señor de la ceniza

Abro la puerta del ascensor y la dejo pasar, porque quiero parecer un caballero. Entramos en el ascensor más pequeño del mundo y huelo en sus ojos un aroma salvaje. Me mira, me mira con ojos de gato. Tanta pasión me asusta. Y bajo nervioso la mirada hacia sus pechos. Esto parece gustarle porque se abalanza sobre mí, clavándome garras y dientes.

Atravesamos a trompicones la senda hasta su cama, dejando tras de nosotros una muda de piel, sobre el frio suelo del apartamento, que parece ropa. Esta vez soy yo, quien la somete con la fuerza de un tigre bajo mis rayas. Respiro el calor pesado de su rojo cabello y se lo devuelvo a sus labios, encendido.  Mi mano se posa firme sobre su cuello y ella, suspira entrecortada un aliento de fuego, como si fuera un gran dragón que aguarda bajo su lecho un gran tesoro.

 El fuego me atrapa, me ensimisma en su violento baile y me devuelve a aquella noche donde me volví ceniza. Allí el fuego me lo arrebató todo, vi cómo se llevó mi casa, y la convirtió en un monstruo de humo, llamas y sombra.

Ella aprovecha mi descuido para ganarme la posición y serpentea por mi pecho como una culebra hasta mis pantalones, que me los arrebata con fuerza y maestría. Me mira dispuesta, y yo le sonrió expectante, y ella se convierte en una sábana roja que me abraza desde el vientre hasta las raíces, de las cuáles, nace un fulgor estelar que me la devuelve. Me devuelve su rostro, el olvidado, ese que no quiero ver, me devuelve sus pecas y su pelo negro como la muerte. Intento resistirme del recuerdo que escala hasta mi memoria, mientras yo, desciendo hasta los infiernos. En ellos quiero arder, unirme al fuego para que purgue mi alma y acabe con mis demonios. Aquí estoy bien, aquí se está caliente, sus gemidos ahuyentarán los gritos de horror de los vecinos, espantarán las sirenas de los bomberos que graznan como cuervos negros sobre su carne muerta. Asciende en mí, un torbellino ígneo de abrumador poder, que explota en meteoros por doquier, inundándolo todo de brea y alquitrán, pero en el fondo del torbellino, aún habita su rostro, el que no olvido, el rostro de mi mujer.

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