Sobre el proyecto:
No se si sea la intimidad del suicida, o la espera desde el acto detonante hasta el momento de silencio. Se que al final me gustaría jugar con el espacio en blanco de la hoja.
El personaje será hombre y no tengo claro por qué se mata, quizás tenga que decirlo el lector, quiero que haya pistas en el relato, pero no quiero que sea evidente. No se si sea deformación profesional o el invierno pero estoy escribiendo cosas deprimentes ultimamente. En fin, es lo que sale. Llevo algo adelantado, aquí va:
UNO
Palpita en la palma de mi mano la palanca de cambios. Se
confunde la línea de la vida con la que
indica la quinta velocidad.
Quien sea capaz de ver el destino en un pedazo de piel
agrietado tiene toda mi admiración. Siempre he tenido cierta envidia de la
certeza de los adivinos y los creyentes, esa capacidad implacable de aferrarse a
la fe, de enceguecerse frente a una realidad que indica todo lo contrario. Es como
una especie de terquedad mística la de esa gente, un agarrarse a la vida a
cualquier precio.
El intelecto acaba siendo una trampa para los otros,
para los ateos, para gente como yo. Acá estoy pasando mecánicamente de segunda
a tercera, atento como un imbécil a las revoluciones del motor, el ronroneo contaminante
de la velocidad. Sin nadie a quien rezar.
Ahora que lo pienso tenía dos ángeles de la guarda
cuando era chico. Mariano se llamaba uno, como mi abuelo. Creer en Dios siempre
fue mucho para mí, pero podía creer perfectamente que los ángeles de la guarda existían
y que podían ser como a mi se me diera la gana. Esa ilusión que uno tiene
cuando es chico de que va a crecer y las cosas van a ser como a uno se le de la
gana. En fin, Mariano, le monté un departamento en mi imaginación y le puse una
pecera a la que mandaba a parar a los peces que se me iban muriendo a mí. Al final
Mariano se sintió solo, y le inventé otro ángel, pero ese ya no me acuerdo cómo
se llamaba. Hubo un tiempo en que cerraba los ojos y me entretenía hasta dormirme
hablando con ellos, haciendo que ellos hablaran. No sé cuando dejé de
visitarlos. Me pregunto si seguirán viviendo en el mismo lugar.
Al final uno no cree en nada, yo no creo en nada, y
ahora, viendo las luces verdes, amarillas y rojas de estas calles que me sé de
memoria, ya no creo ni en mi mismo.
Todos los días hago el mismo camino: salgo de casa con
sabor a café y dentífrico. Antes le doy un beso a mi mujer. Un beso trámite, un
beso burocrático, es como tener que pasar por el banco todas las mañanas, pero
un poco mas breve y más húmedo. Le doy un beso a mis hijos cuando se dejan y
medio a la fuerza, todavía estarán unos años jugando a ser unos adolescentes
insoportables, antes de convertirse en unos adultos-ratones que darán vueltas sobre unas ruedas hasta cansarse y morir.
Uno tiene hijos para eso, para enseñarles a participar
en el mundo. Hay que domesticarlos para que estudien, para que busquen trabajo,
para que tengan destellos de felicidad que al final de sus vidas puedan contar
con los dedos de una mano, y tengan hijos a su vez, y hagan lo mismo con ellos.
Miro mi vida y no tengo claro en qué momento decidí
cada cosa, creo que en realidad no decidí nada, es como si el tiempo hubiera hecho
conmigo lo que yo hice con Mariano y con el otro: ponerme ahí, darme un
departamento y una pecera, darme una mujer y unos hijos, y después desaparecer
y dejarme olvidado, y no tengo más remedio que repetir una y otra vez lo
mismo, el mismo camino a casa, los besos sin ganas, el ronroneo del motor, el
sexo los viernes a la noche.
DOS
Uffff hoy es viernes y ahora es de noche. No quiero
llegar, me voy a poner a la derecha para ir mas despacio, quien tenga prisa que
me pase por al lado, o que se aguante, tengo derecho a no querer llegar. No sé
como es que quieren llegar ellos. De pronto me pregunto qué fue lo que hice
mal, si es que hay algo de la vida que no entendí bien, o alguna instrucción de
esas sabias que me dio mi madre que no escuché del todo, porque veo a la gente
desesperada con ganas de llegar y yo no quiero.
Por más que fuerce en mis manos el recuerdo no consigo
acariciar a mi mujer y sentir algo que trascienda la costumbre. Creo que si
ella no estuviera yo solo podría masturbarme los viernes en la noche, así de
impregnada tengo ya la práctica, así de automática.
He pensado en comprarme un automático, pero creo que
pasar los cambios es lo más parecido a un deporte que hago. En cierto sentido
es como bailar: escucho el motor y le contesto, veo gente cruzando y me
detengo, y bajo a segunda y a primera y él responde, y si lo toco mal, si me
salgo del tiempo, entonces se ofusca y se apaga y no me queda más remedio que
volver a empezar.
Me pesa el pie derecho todas las noches en el
periférico. Cada día tengo que luchar contra la fuerza de gravedad del barranco
que me activa el cuerpo, como la quinta velocidad, como la palpitación en el
corazón del volantazo. El último baile y los dos volando.
TRES
La primera vez que volé tenía 18 años. También fue
adentro de un auto ahora que lo pienso.
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