domingo, 8 de noviembre de 2020

Adelanto

 Sobre el proyecto: 

No se si sea la intimidad del suicida, o la espera desde el acto detonante hasta el momento de silencio. Se que al final me gustaría jugar con el espacio en blanco de la hoja. 

El personaje será hombre y no tengo claro por qué se mata, quizás tenga que decirlo el lector, quiero que haya pistas en el relato, pero no quiero que sea evidente. No se si sea deformación profesional o el invierno pero estoy escribiendo cosas deprimentes ultimamente. En fin, es lo que sale. Llevo algo adelantado, aquí va: 

UNO

Palpita en la palma de mi mano la palanca de cambios. Se confunde la línea de la vida con la que indica la quinta velocidad.

Quien sea capaz de ver el destino en un pedazo de piel agrietado tiene toda mi admiración. Siempre he tenido cierta envidia de la certeza de los adivinos y los creyentes, esa capacidad implacable de aferrarse a la fe, de enceguecerse frente a una realidad que indica todo lo contrario. Es como una especie de terquedad mística la de esa gente, un agarrarse a la vida a cualquier precio.

El intelecto acaba siendo una trampa para los otros, para los ateos, para gente como yo. Acá estoy pasando mecánicamente de segunda a tercera, atento como un imbécil a las revoluciones del motor, el ronroneo contaminante de la velocidad. Sin nadie a quien rezar.

Ahora que lo pienso tenía dos ángeles de la guarda cuando era chico. Mariano se llamaba uno, como mi abuelo. Creer en Dios siempre fue mucho para mí, pero podía creer perfectamente que los ángeles de la guarda existían y que podían ser como a mi se me diera la gana. Esa ilusión que uno tiene cuando es chico de que va a crecer y las cosas van a ser como a uno se le de la gana. En fin, Mariano, le monté un departamento en mi imaginación y le puse una pecera a la que mandaba a parar a los peces que se me iban muriendo a mí. Al final Mariano se sintió solo, y le inventé otro ángel, pero ese ya no me acuerdo cómo se llamaba. Hubo un tiempo en que cerraba los ojos y me entretenía hasta dormirme hablando con ellos, haciendo que ellos hablaran. No sé cuando dejé de visitarlos. Me pregunto si seguirán viviendo en el mismo lugar.

Al final uno no cree en nada, yo no creo en nada, y ahora, viendo las luces verdes, amarillas y rojas de estas calles que me sé de memoria, ya no creo ni en mi mismo.

Todos los días hago el mismo camino: salgo de casa con sabor a café y dentífrico. Antes le doy un beso a mi mujer. Un beso trámite, un beso burocrático, es como tener que pasar por el banco todas las mañanas, pero un poco mas breve y más húmedo. Le doy un beso a mis hijos cuando se dejan y medio a la fuerza, todavía estarán unos años jugando a ser unos adolescentes insoportables, antes de convertirse en unos adultos-ratones que darán vueltas sobre unas ruedas hasta cansarse y morir.

Uno tiene hijos para eso, para enseñarles a participar en el mundo. Hay que domesticarlos para que estudien, para que busquen trabajo, para que tengan destellos de felicidad que al final de sus vidas puedan contar con los dedos de una mano, y tengan hijos a su vez, y hagan lo mismo con ellos.

Miro mi vida y no tengo claro en qué momento decidí cada cosa, creo que en realidad no decidí nada, es como si el tiempo hubiera hecho conmigo lo que yo hice con Mariano y con el otro: ponerme ahí, darme un departamento y una pecera, darme una mujer y unos hijos, y después desaparecer y dejarme  olvidado, y no tengo más remedio que repetir una y otra vez lo mismo, el mismo camino a casa, los besos sin ganas, el ronroneo del motor, el sexo los viernes a la noche.

DOS

Uffff hoy es viernes y ahora es de noche. No quiero llegar, me voy a poner a la derecha para ir mas despacio, quien tenga prisa que me pase por al lado, o que se aguante, tengo derecho a no querer llegar. No sé como es que quieren llegar ellos. De pronto me pregunto qué fue lo que hice mal, si es que hay algo de la vida que no entendí bien, o alguna instrucción de esas sabias que me dio mi madre que no escuché del todo, porque veo a la gente desesperada con ganas de llegar y yo no quiero.

Por más que fuerce en mis manos el recuerdo no consigo acariciar a mi mujer y sentir algo que trascienda la costumbre. Creo que si ella no estuviera yo solo podría masturbarme los viernes en la noche, así de impregnada tengo ya la práctica, así de automática.

He pensado en comprarme un automático, pero creo que pasar los cambios es lo más parecido a un deporte que hago. En cierto sentido es como bailar: escucho el motor y le contesto, veo gente cruzando y me detengo, y bajo a segunda y a primera y él responde, y si lo toco mal, si me salgo del tiempo, entonces se ofusca y se apaga y no me queda más remedio que volver a empezar.

Me pesa el pie derecho todas las noches en el periférico. Cada día tengo que luchar contra la fuerza de gravedad del barranco que me activa el cuerpo, como la quinta velocidad, como la palpitación en el corazón del volantazo. El último baile y los dos volando.

TRES

La primera vez que volé tenía 18 años. También fue adentro de un auto ahora que lo pienso.


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