martes, 3 de noviembre de 2020

Aves de rapiña

 

La rapiña. Curiosa actividad a la que estamos condenados los de nuestra especie. Desplegamos las alas y el viento las impregna, las abraza, las esponja. Somos capaces de decidir en qué parte del cuerpo queremos que nos dé forma el aire, nuestras plumas albergan siempre la posibilidad de una inundación etérea.

Planeamos allí a donde se quiebran las piedras, entornamos los ojos y nos dejamos caer suicidamente cada vez, un salto al vacío tras otro, un voto más de confianza a la certeza de las plumas. Círculos, hacemos círculos y óvalos. Hacemos círculos infinitos y óvalos mientras descendemos en la dirección que nos va marcando el pico. Un pico siempre hacia abajo, tan jodidamente predecible y desgarrador, capaz de clavarse en la carne y romperla sin amor, sin cuidado, como quien destroza con las manos un pedazo de papel. Un pico que solo sirve para eso, para romper, para destripar la carroña, las fibras podridas y descompuestas de otros cuerpos.

Vivimos al acecho y el acecho es en realidad espera. Estamos presos de nuestra presa. Es mentira nuestro poder, es mentira nuestra fuerza, lo que nos toca cada día es esperar a que algo pase, a que algo muera, estamos atrapados en la inmensidad de una montaña que con el hambre se nos vuelve pequeña, tenemos una visión aguda a la que no le importa el horizonte porque solo mira el punto fétido y cuando lo mira, nos dirige. Señal de que pronto habrá que volver a empezar.

Estas garras, estas uñas que nos sostienen en la piedra, en la rama frágil y seca, estas manos amarillas y cuarteadas, oportunistas y feroces, estas manos nuestras que no acarician, que no aplauden, que no tienen lágrimas que secar, estas pinzas ladronas destrozan los nidos, roban a los cachorros y los vuelven manjar, estas manos/ patas que casi no sirven para nada más, se proyectan como un disparo sin remedio sobre cualquier cosa que puedan apresar.

Planicie gris con líneas blancas y amarillas sobre la que rebotan los rayos del sol, estrías que se ondulan hacia arriba nuevamente en un vapor invisible. Puntos rosas que se mueven, que me miran. Emiten sonidos, se comunican, se desperdigan sobre las hierbas como si tuvieran miedo, agazapados sobre sus patas largas juegan a desaparecer en la maleza y pierden.

Los miro porque no se hacer otra cosa, porque tengo hambre siempre, los miro y mis plumas se ponen en alerta, el viento me da en la cara y respiro, el pecho se me llena de vértigo y de vacío. Las alas se preparan y se erizan, liberan partículas de polvo que bailan con la luz, se van abriendo, configuran sus ángulos. Mis garras abandonan la rama, me dejo caer, precipitado por lo vivo.

Me miran. Me miran con algo gris y largo que se ponen en los ojos. Siguen agazapados y quietos pero me miran a través de ese instrumento, me siguen, acompañan con él mi vuelo,  uno se adelanta, adivina el instante siguiente de mi cuerpo. Ensordece el estruendo.

 

Romina

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