La rapiña.
Curiosa actividad a la que estamos condenados los de nuestra especie. Desplegamos
las alas y el viento las impregna, las abraza, las esponja. Somos capaces de
decidir en qué parte del cuerpo queremos que nos dé forma el aire, nuestras
plumas albergan siempre la posibilidad de una inundación etérea.
Planeamos allí
a donde se quiebran las piedras, entornamos los ojos y nos dejamos caer
suicidamente cada vez, un salto al vacío tras otro, un voto más de confianza a
la certeza de las plumas. Círculos, hacemos círculos y óvalos. Hacemos círculos
infinitos y óvalos mientras descendemos en la dirección que nos va marcando el
pico. Un pico siempre hacia abajo, tan jodidamente predecible y desgarrador, capaz
de clavarse en la carne y romperla sin amor, sin cuidado, como quien destroza
con las manos un pedazo de papel. Un pico que solo sirve para eso, para romper,
para destripar la carroña, las fibras podridas y descompuestas de otros
cuerpos.
Vivimos al acecho
y el acecho es en realidad espera. Estamos presos de nuestra presa. Es mentira
nuestro poder, es mentira nuestra fuerza, lo que nos toca cada día es esperar a
que algo pase, a que algo muera, estamos atrapados en la inmensidad de una
montaña que con el hambre se nos vuelve pequeña, tenemos una visión aguda a la
que no le importa el horizonte porque solo mira el punto fétido y cuando lo
mira, nos dirige. Señal de que pronto habrá que volver a empezar.
Estas garras,
estas uñas que nos sostienen en la piedra, en la rama frágil y seca, estas
manos amarillas y cuarteadas, oportunistas y feroces, estas manos nuestras que
no acarician, que no aplauden, que no tienen lágrimas que secar, estas pinzas
ladronas destrozan los nidos, roban a los cachorros y los vuelven manjar, estas
manos/ patas que casi no sirven para nada más, se proyectan como un disparo sin
remedio sobre cualquier cosa que puedan apresar.
Planicie gris
con líneas blancas y amarillas sobre la que rebotan los rayos del sol, estrías
que se ondulan hacia arriba nuevamente en un vapor invisible. Puntos rosas que
se mueven, que me miran. Emiten sonidos, se comunican, se desperdigan sobre las
hierbas como si tuvieran miedo, agazapados sobre sus patas largas juegan a
desaparecer en la maleza y pierden.
Los miro
porque no se hacer otra cosa, porque tengo hambre siempre, los miro y mis
plumas se ponen en alerta, el viento me da en la cara y respiro, el pecho se me
llena de vértigo y de vacío. Las alas se preparan y se erizan, liberan partículas
de polvo que bailan con la luz, se van abriendo, configuran sus ángulos. Mis garras
abandonan la rama, me dejo caer, precipitado por lo vivo.
Me miran. Me
miran con algo gris y largo que se ponen en los ojos. Siguen agazapados y
quietos pero me miran a través de ese instrumento, me siguen, acompañan con él
mi vuelo, uno se adelanta, adivina el
instante siguiente de mi cuerpo. Ensordece el estruendo.
Romina
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