Ni si quiera al
decirle que debía bajar a cenar conseguí sacarle de su letargo, por tanto, y
como estaba cansada, le puse sobre los hombros el chaquetón de piel de oso para
que no se enfriase y me metí en la cama. Menuda noche me esperaba con aquel
bruto a punto de morir de una hipotermia, pero el caso es que me dormí y lo hice
durante toda la noche. Lo primero que hice al despertar, fue lanzar una mirada
al cazador que continuaba petrificado. Pero
cuando penetró el primer rayo de sol por la ventana, se levantó, crujiéndole
los músculos como una rama seca, como si el calor del sol le hubiese liberado
de una cárcel de hielo. Se acercó a mí para observarme detenidamente. No me
dirigió ni media palabra, ni si quiera una mueca, nada. Sus ojos eran como dos
pozos negros de incertidumbre amenazándome. Acto seguido, se irguió
dolorosamente, como si fuese una escultura cobrando vida, y desapareció por la
puerta. Salí tras él, movida por la curiosidad y el miedo. Lo encontré tumbado
boca abajo en el suelo. Se había desmayado.
A la mañana siguiente apareció en la cocina, parecía un muerto viviente pero al menos no era simplemente un muerto. Me asustó no haberle escuchado bajar, ni percibir su presencia de ninguna manera, aunque debo reconocer que todo aquello solo hacía que aumentar mi curiosidad. Intenté establecer conversación, pero lo único que hizo fue comerse los huevos fritos que había cocinado acompañados de una barra de pan de cuarto. Lo devoró sin pestañear. Aquellos ojos negros me gruñeron algo que no sé cómo entendí. “Más” me dijo, bueno, me rugió. Yo obedecí, no por miedo, más bien diría que obedecí por un hechizo. Su sombra proyectaba una magia que me indicaba que no era humano. Al darle el plato me agarró la mano. Fue tan rápido y tan firme que di un bote de casi tres palmos sobre el suelo. No podía evitar mirarle, nos contemplábamos en un silencio encarnado, de sustancia palpable, que me agitaba el corazón con más fuerza que una ventisca, pero yo solo oía un ensordecedor ruido, como si con la mirada hubiera llenado mi mente de ensueños. Aquel ser se limpió los restos de huevo de los bigotes con su propia barba y las palabras salieron de su boca. En realidad no hablaba, no sabría cómo explicarlo; su voz era música, como el canto de una sirena; cálida, envolvente e ineludible, pero yo le entendí a la perfección. Me cantó una canción acerca de Xénia, la gran ley. Xénia era la ley de la hospitalidad, que daba cobijo a los errantes y castigaba a quienes les negaban amparo. Recuerdo la canción como si hubiese sido ayer, a pesar de que hace más de cuatrocientos años desde que la escuche. Fue la canción más bella que escucharé jamás, aunque su belleza no era dócil ni melosa, sino amenazante, era como una ráfaga ígnea violenta, igual que la marea frente a la roca, o el rayo contra el almendro.
Aquella canción
me cambió la vida. Ya no queda nada de aquella anciana que sufría de sus
pulmones. La música me los había devuelto, junto a mi juventud y mi vigor, y
aquí me hallo, contando historias a mis semejantes hasta que él me reclame,
para que no olviden nunca la verdad que esconde una canción, o una historia, o aquello que sabemos y hemos decidido dejar de creer.
(acabo de darme cuenta al leer vuestras entradas que la temática era de obsesión. Mis disculpas, no he hecho ni puñetero caso. NO ha sido intencionado)
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