martes, 13 de octubre de 2020

Lo que persiste

 

-          - Acompáñela doctor, que hace años que no lo ve -Escuché decir a mi hermana por lo bajo.

Me contaron después que yo había nacido en el mismo hospital. Un edificio color blanco- sucio. Entrando ese olor, el olor a apósitos y alcohol a muerto y desinfectante. Una recepción. Batas blancas por todos lados. A la izquierda la puerta de la terapia intensiva.

Yo tenía los ojos abiertos pero no veía nada, era como si toda la sala estuviera llena de humo, niebla del mal presagio.  Cuatro años sin verte papá. Me encontré preguntando al médico si me ibas a poder escuchar. “Acompáñela doctor” quedó resonando como un eco.

-Médicamente te tendría que decir que no, pero la realidad es que parece que sí escuchan - Los dos parados en el pasillo frente a la puerta de la habitación.

Entré y miré todas las camas. No estabas. Si estabas. Ahí, en la primera de la izquierda. Te habían sacado la medalla de San Expedito, el santo de las causas desesperadas al que tanto le rezabas. No eras vos. Si eras vos.  

Papi. Me quedé mirándote y de a poco te fui adivinando. Te fui reconociendo. El cueco de tus ojos, los lunares de tus brazos, esos que tantas veces encontrábamos antes de dormir en los míos. Papá. Sabía que tenía que llorar pero no podía, no pude hasta muchos años después. Ese día, ahí al lado de tu cama, se me instaló una tormenta de arena en la garganta. Mi cuerpo se volvió de piedra papá, un desierto vacío inexplicable. Te miré los pies, estaba torcidos, doblados hacia afuera. Tan sólido parece el cuerpo, tan rápido se arquean los huesos. Llamé a la enfermera. Quería cuidarte y no sabía cómo. Teníamos tan poco tiempo papá. Le dije a la enfermera que tenías la piel de la espalda muy roja, que te curara, que te enderezara los pies para cuando salieras. Me dijo que si y agachó la cabeza, porque ella sabía más que yo. Te hablé, papá. Por fin te dirigí una palabra. No se qué dije. Vi gotear el agua por el costado de tu ojo cerrado, vi a la lágrima encausarse por los pliegues de tu cutis cansado. Volví al hospital los cuatro días siguientes. El último te puse música con un discman prestado, “cuando ya nadie te nombre” de ese folklorista que te gustaba tanto.

Cuando me fui del hospital el ultimo día, miré hacia atrás. El edificio parecía un monstruo gigante con lucecitas de navidad. Era octubre.

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