Mañana me marcho de
viaje en este largo fin de semana de otoño que apenas pinta nubes ni colores amarillos.
Ya arreglé el
armario de los zapatos. Los de verano en sus cajas, apilados en los estantes altos.
Quité el polvo de los zócalos, acumulado en ese ir y venir diario, y ordené las esponjas de autobrillo.
La cocina quedó bien
limpia también. La encimera, la campana y el armario desastre de las fiambreras
que se resisten a tener una posición, a conservar sus tapas que acaban
confundidas sin remedio entre el cajón de las patatas y las botellas de agua.
La mesa del estudio
está despejada de tickets de compra, de listas, de notas, de contraseñas apuntadas sin destino claro. En su sitio el cargador, los pares de gafas y el archivador de documentos
varios por arreglar durmiendo en la espera.
El baño lo último.
Ni un pelo, ni una gota de cal y abundante lejía en el inodoro para su efecto
noche.
Hago las dos últimas
llamadas por teléfono y me aseguro que conservan el número de la residencia donde dejé a Book esta mañana.
Estoy tan cansada
que sé me costará dormir. No importa. Mañana al amanecer, cuando ocupe mi
asiento en el autobús me sentiré otra, aliviada. Cerraré los ojos y me perderé en
un mapa de imágenes nuevas y pasajeras.
Si me ocurre algo, si
no regreso, quien entre en mi casa lo encontrará todo limpio y en orden.
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