domingo, 11 de octubre de 2020

Alto deseo

 Alto deseo 


Me figuro, a veces, que mi cuerpo es una torre de alto voltaje, de esas que se ven en las afueras (cerca de nuestra casa hay una de ellas, justo donde terminan las parcelas de la urbanización, grande y ruidosa, la veo cada tarde cuando salgo a andar con nuestro perro, aunque él la evita). Imagino que mi cuerpo es esa torre y que dentro, o fuera, formando parte de él vive el deseo. Yo creo que el deseo es el zumbido omnipotente, grave, de esa torre que se ha vuelto mi cuerpo (aunque mi cuerpo poco tiene de torre, más bien es resbaloso, un cuerpo blando, una lombriz que repta al ritmo triste de ese rumor innegociable, sordo). Soy una torre de voltajes altos. Soy una torre entera de deseo. Me cuesta ya entenderlo de otro modo, entenderme de alguna otra manera. Intento comprender por qué caminos he llegado a hacer de mí quien soy ahora (otras veces me pregunto qué caminos no he tomado, si acaso he errado el rumbo, por qué motivo silba este deseo, atruena, en su frecuencia soterrada, qué puertas le he cerrado y qué ventanas, por qué lo he convertido en un latido constante que amenaza y no un canto, por qué senderos tristes y mezquinos llevamos al deseo que nos llega febril y en convulsiones pero mudo, y cojo, e hincado de rodillas en la culpa). 

Lo pienso, todo esto, mientras Carlos se aleja por la arena y va esquivando niños y toallas, bien moreno (que el sol de Baleares lo pone muy moreno a mi marido). Lo pienso y ya he empezado a descontarle minutos al paseo que le queda hasta volver aquí con los helados (vainilla para él, yo merengada). Me da tiempo a acercarme hasta las dunas. Hay un par de chavales que me miran. Quizá también lo escuchen: el deseo.

 

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