martes, 13 de octubre de 2020

La fuente

A simple vista, no tiene nada de especial. Es una más de las cientos que el ayuntamiento instaló por todos los parques de la ciudad en los ochenta. Un cilindro gris calle con una inclinación fotografiable accionado por una palanca azul oleaje. Nadie alabaría su diseño, pienso que pasa tan inadvertida que la mayoría de la gente sería capaz hasta de tropezarse con ella sin darse cuenta. Bueno, no lo pienso, lo sé. Pasó el jueves 16 de diciembre de 1999, justo un minuto antes del mediodía. Por esa época, todavía no se caminaba con el cuello en cuña y los ojos absorbidos por pantallas. Los accidentes eran mucho más inesperados, más entrañables. Solo en esa fecha registré hasta cinco. Fue un día fantástico.

Anoche me aseguré de programar la alarma para despertarme a tiempo de acompañar a la barrendera que suele rellenar su botella hasta el desborde y desayunar un larguirucho bocadillo. Una barrita de cereales apisonada, eso es todo lo que ha ingerido hoy. Ha retomado la dieta. Lo intuía. Sabía que iba a merecer la pena madrugar. Además, el paseador de perros se ha adelantado. Me habría perdido a esas juguetonas criaturas salpicando con sus colas, inconscientes, rechupeteando la boquilla común, refrescándose gracias al agua con sabor a esponja usada (o, por lo menos, así la han calificado los obreros del edificio contiguo). No habría podido comprobar la mejora en la cojera del podenco canario, ni lo estridente de las nuevas correas del dúo de spaniels. Menos mal.


Aguanta. Tiene que estar a punto de llegar. Siento que ya se me han escapado el desayuno y la comida, he resistido las presiones internas y los calambres, la ausencia prolongada de acción. No se me puede escapar su visita. Aparece periódicamente, aunque sin seguir un patrón exacto, arrastrando un carro de la compra lleno de garrafas vacías. Con paciencia, recolecta litros y litros al ritmo del tacaño chorrillo, mientras combina miradas al suelo con largas miradas al vacío. Al terminar, siempre le hace una especie de reverencia, un gesto de agradecimiento por su servicio, por su predisposición. Si viene, la jornada habrá sido perfecta.


Sigue sin aparecer. En su lugar, se acerca una cuadrilla cargada de herramientas y cansancio. Al principio, no se atreven a tocarla. La rodean, observan su anatomía urbana. El estudio se me hace interminable. Sin avisar, desenfundan alicates, destornilladores, martillos, picos y tijeras de un tamaño desproporcionado. ¿Pero qué pretenden? Golpes, aporreos metálicos, estiramientos, rebotes. Una pausa para rehacer la estrategia de ataque. Retoman el asalto. Derribo definitivo. Entre todos, la alzan a modo de imagen divina y se marchan en procesión. 


No puede ser. Se la han llevado.

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