martes, 13 de octubre de 2020
El bocadillo que cambié por la inmortalidad.
Hace muchos años que conozco a Toni, fuimos compañeros en el instituto. No éramos íntimos, eso era casi una utopía tratándose de aquel muchacho desaliñado, siempre dispuesto a proclamar ante quien le brindara un momento que no perecería jamás, que su obra le haría inmortal, pues mientras alguien es recordado jamás llega a estar del todo muerto.
Tras el periodo escolar perdimos el contacto y no volví a saber nada de él hasta hace unos meses. En aquella ocasión lo encontré apoyado en la barra de un bar, libando despacio un ginger ale con ginebra. Me costó reconocerle y decidí quedarme un rato observándole para cerciorarme de que aquella meditabunda figura era la de Toni.
Resulto serlo o, al menos, lo que quedaba de él. Se hallaba ajado y flaco, con arrugas como trincheras surcándole el rostro, marcas producidas por esa partida de ajedrez que jugaba contra la gran igualadora y que, al parecer, se había tornado una guerra sucia y descarnada.
No tardamos en recordar viejos tiempos y ponernos al día, así pude comprobar que seguía obsesionado con escapar de la parca, en una carrera que, visto su aspecto, parecía acercarlo a ella de forma prematura. Me confesó que llevaba años detrás de las musas, escribiendo obras sin alma que luego destruía. Me miró con ojos vidriosos, no sé si fruto de la rabia o el alcohol y, jurándome que lo había intentado, lamentó no poder cumplir aquella promesa que me hiciera tanto tiempo atrás.
Yo, por miedo o vergüenza, fingí no acordarme, obligándole a rememorar la mañana donde me explicó que no solo los grandes autores eran inmortales, también lo eran sus obras y por ende sus personajes. Como solía ocurrir, aquel día no se había traído bocadillo de casa y me ofreció, a cambio de mi almuerzo, convertirme en uno de los protagonistas de su gran obra. Según me hizo notar, un poco ofendido por mi falta de memoria, me brindó la misma promesa que hacían todas las religiones a cambio de tan solo un poco de pan con queso.
Nuestras veladas en aquel tugurio se volvieron habituales. Sin embargo, la otra noche lo noté distinto, exultante. Me confesó que había encontrado la forma de enrocarse, de eludir al destino por muchos años, puede que para siempre. No será por mi obra, pero cuando algo no se puede lograr por lo civil se tiene que hacer por lo criminal, creo que fueron sus palabras. Luego me dio una llave y una dirección, añadiendo que si no volvía a saber de él allí encontraría un libro, el único que no había podido destruir, pues por alusiones me pertenecía. Había faltado a su palabra y por ello, a modo de compensación, me dejaría leerlo, siempre que me comprometiera a quemarlo una vez hubiera acabado. Dicho esto pagó mi cuenta y se marchó, dejándome aquel obsequio que olía a despedida.
A la mañana siguiente, cuando todos los diarios abrieron con el asesinato de nuestro joven monarca no necesité leer la noticia. Sabía quien había lo había matado.
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