Historias pegadas al gotelé, no fui consciente, pero ahí estaban. Papá me las contaba todo el tiempo, durante el baño o arropado en la cama. Tenía libros que no había abierto, frases esperándome. Aventuras tras recelosas páginas olvidadas por un mundo nuevo: los pokemons. Es lo que hay. Es inevitable.
Es curioso cómo funciona el
tiempo. Es oblicuo o es una serpiente, pero nunca recto. A veces, muerde tan
fuerte que te devuelve bajo tierra, al subsuelo. En mi caso, fue tras un amor.
Fui poeta. Poeta instrumentalizado por los deseos de un amor de 15 años. De
ahí, al cementerio. Al cementerio marino de Paul Valéry, o eso decía mi padre.
No te llamas Pablo Valero por casualidad, hijo, me decía riendo.
En el cementerio, la tinta se
convirtió en tierra y el amor en herida. Las historias pegadas al gotelé
quedaron desnudas y, a mi pesar, insuficientes. Hasta que llegó bravo como el
toro, Miguel Hernández. Me dio voz y hablé su lengua. Con la lengua del toro
lamía la sangre de mi herida. Me dio ira también, y fuerza y rabia y decisión.
También me dio barba.
Bebí del biberón de los grandes de
la historia, pero ninguno llenaba mi ancho pecho mejor de lo que lo hizo Miguel
Hernández. El amor ya no fue un problema, pero lo fue la verdad, y la voz de Miguel
se tornó caduca, afónica. Volvieron el silencio y las preguntas. Dejé de
escribir.
Engordé de tanta pregunta. Si queréis
adelgazar, escribid. Escribid hasta vomitar. Buscad el aliento que va del
llanto a la náusea y derramadlo sobre el papel.
Mete el dedo en la llaga.
Llora.
Llora como puedas.
Llora a moco tendido por las
verdades escritas aun sin ser dichas. Serás más valiente la próxima vez. La
escritura doma el tiempo, agarrarlo por las riendas convertirá las derrotas
pasadas en victorias. Harás justicia. Darás voz a los que no la tienen, o al
menos, un grito de consuelo. Busca en las voces heridas. Todos tenemos una. Una
herida honda e inarticulable. Una herida que oculta un secreto, un misterio,
altamente protegido. Es el atracón nocturno, llegar siempre tarde, es el
alcohol o una cajetilla de tabaco. Y una vez descubierto, no lo reveles. Mantenlo
oculto porque no es tuyo, ni de otro, nos pertenece a todos. Sugiérelo. Suave
como el silbido que precede a una serpiente. Marca sus limites con los dedos,
entra dentro, sin prisa, como el sexo de una mujer. Bésalo. Pues, ¿Qué es un
beso sino dos heridas que se cierran?
Vuelve otra vez al cementerio, a casa. Pinta las paredes del color de las grandes pasiones y desgracias que has aprendido.
Cuéntalo.
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