martes, 2 de marzo de 2021

De perfil (un poquito más)



La barra de progreso, el asunto y el cuerpo en blanco. Es el último día de clase, los dulces caseros altos en grasas y azúcares se mezclan en boca con los agradecimientos, risas y felicitaciones. El aula se ha convertido, sin previo anuncio, en un modesto salón de bodas: los alumnos invitados, todos con los los sesenta en la distancia, van formando grupitos inestables que intercambian sus miembros al ritmo de las conversaciones; van picando, de bandeja en bandeja, polinizando las tartas de manzana; incluso se intuye algún atisbo de baile. La mayoría ni siquiera ha encendido el ordenador. Yo he venido directa a enfrentarme a él. Me he cosido a la silla esperando, rezando lo que recuerdo para que ningún abejorro se acerque con intenciones de charlar o sacarme a la pista, igual que hacía en las fiestas del pueblo cuando aún no sabía disimular. Es el momento perfecto, con todas las distracciones, de entregar el proyecto que he ido construyendo al margen del temario común. Un ejercicio extra que no cuenta para nota. 


A Fernando lo había llamado la tierra hace ya un año. Me quedé con un armario lleno de bufandas de punto grueso, una colección inacabada de panderetas y mucho tiempo libre. Automáticamente, pasé a formar parte del club de las viudas del barrio, club al que una ni se apunta ni se desapunta. Te hacen el carnet sin avisar, como una foto a traición. Mis nuevas mejores amigas por estado civil se aseguraban de que no pasase ni un instante a solas: traían a mi puerta lentejas con alcachofas y cotilleos, cartas y garbanzos para unas partidas al cinquillo; llamaban por teléfono, por turnos, no la agobiéis que acaba de perder a su marido; me asaltaban en el supermercado, se agarraban a mi carrito marcando uñas y dirección; hasta insistían en acompañarme al ambulatorio por si me resultaba demasiado abrumador ir sola a renovar las recetas. Estas muestras de pena disfrazadas de cariño eran agotadoras pero soportables. Lo que realmente me saturaba era la adoración que sentían por el Centro Municipal de Actividades para Personas Mayores. Elevado a lugar casi sagradoCentro Municipal de Culto al Jubilado—, el vecindario de más de sesenta peregrinaba a diario para recibir yoga, taichí, salsa, tomar un café en comunión o estar al tanto de las novedosas zarzuelas. La antesala del cielo, y puede que para las más beatas así lo fuera. 


La barra inicia su tímido progreso; asoma una franja curiosa, un fideo crudo azul cian.


Pasaba a menudo por delante del templo sénior en compañía de sus devotas. Que si te sientes como en casa, que si hay muy buen ambiente, que si los profesores son una delicia… No todo son cursillos verbeneros, como tú los llamas. Apúntate a algo, mujer, así te distraes. Además es baratísimo. El insistente cacareo y el recuerdo de no haber podido ir a la universidad acordaron hacerme mirar de reojo el menú de actividades. Allí estaba, justo debajo de «Manualidades y Memoria»: «Curso de Iniciación a Internet y Redes Sociales». La revolución digital me había encontrado aguantando sola el olor y la frente de la enfermedad, me había pasado de largo. Mi teléfono móvil solo tenía una G. Al ver el interés en mis cejas, mis guardaespaldas rompieron en agudos chillidos. Elevada por su excitación colegial, floté hasta la recepción y me inscribí. 


Los nervios agarraban el carpesano cuando apareció Marina. Destartalada pero sonriente, parapetada tras unas gafas a las que les pesaban las dioptrías, sus palabras de bienvenida, lentas y mullidas, consiguieron devolver a las puntas de mis dedos su rosa natal. Ella, con la veintena medio vivida, sería la encargada de ayudarnos a desenredar el mundo en línea. El listado de posibilidades parecía inabarcable: desde concertar cita con el médico, leer el periódico, consultar tu cuenta bancaria o encontrar la letra de esa canción que tanto te gusta (y la partitura también); hasta compartir tu receta de empanadillas con una científica estacionada en El Ártico, visitar el Louvre sin soportar colas, saber cuántos ojos tiene una mantis, consultar si lloverá en Kuala Lumpur el próximo martes a las dos de la tarde o acceder a tus apuntes suspendidos en una nube. La imagen de mí misma sujetando el carpesano me avergonzó en silencio. Bromeando a medias, Marina proclamó: «Si no está en Internet, no existe». Me hizo falta apenas una clase para darme cuenta de que no le faltaba razón.  Me hizo falta apenas hacerme un perfil en una red social para darme cuenta de que, además, si no estás en Internet, no existes.


La barra lleva un rato inmóvil, no carga. No importa, ya me cargo yo de paciencia. Esta no sabe las horas que me he pasado esperando el autobús de vuelta a casa tras jornadas y jornadas aparando botas, mocasines, alpargatas. 


Como proyecto central del curso, Marina nos propuso precisamente eso: abrir una cuenta en una red social. Pensaba que era la mejor forma de entender, de experimentar esta nueva realidad. Era importante saber hacer trámites telemáticos, pero conocer las formas de contacto actuales lo era aún más. Nos advirtió que no bastaría con rellenar los campos obligatorios y aceptar a ciegas las condiciones de uso, además deberíamos mantenerla activa, alimentarla, cuidarla. «Echaremos primero un vistazo a otras cuentas para daros ideas».


Todavía sigo buscando al ser humano capaz de echar solo «un vistazo» en la red, sería una pieza de museo, y a aquella persona que la bautizó como tal para darle mi enhorabuena. Ofrecidos mis datos, mi voluntad se perdió enlazando imágenes y textos, atardeceres saturados y citas resobadas, sonrisas al borde de la contractura y reflexiones dislocadas. La sensación de estar viendo vidas editadas no frenó, sin embargo, el desfile: cruasanes encerados, un chihuahua desayunando en su avión privado, «Feliz Juernesss!!», un pezón tachado, bodas, cumpleaños, bautizos, elegías, cafés superficialmente decorados, consejos, proclamas, insultos, rebajas, sorteos, aparatosos posados, ¿cómo había acabado viendo las fotos del fin de semana en la nieve de una abogada danesa madre de tres niñas y una chinchilla? Red. Red de arrastre.


Rendida a los estímulos planos, esperaba que alguien viniera a rescatarme sin emitir grito de socorro alguno. Solo un hueco milimetrado logró frenarme. Hueco que despedía una familiaridad que me escaló por la espalda. Surgía, en lugar de hundirse, entre dos palas que formaban parte de una sonrisa pasada. @mummy_carm. Carm, Carmen, Carmela, Carmelita. “Preferiría ser huérfana”, fueron las últimas palabras que había oído salir, despedidas, por ese hueco. Ahora me retaba, brillante y oscuro, a lanzarme de cabeza en él. 

 

Mirada fija en la barra, brava. Avanzó en un despiste. Parecemos enzarzadas en una tensa partida de pollito inglés en la que no corremos apenas riesgos. Tarda. Tenía que haberlo cortado.

 

Conseguí llegar a casa, preparar un té, no desparramarlo y no quemarme con la ansiedad. Carm, Carmelita, existía. Sus reproches, desprecios, agresiones y burlas existieron, existían. El día que Fernando y yo, con un diagnóstico indescifrable en una mano y agotamiento en la otra, fuimos recibidos en casa por aquella última frase, más dolorosa que el diagnóstico, y despedidos con un portazo puntiagudo existió, existía. Cálmate. Existe en el ordenador. Solo existe en la clase. Decidí no volver a buscarla, centrarme en mí, en mi perfil. Hice un pacto conmigo misma, quizás el más débil de todos los tipos de pactos. 

 

Mis nietos tenían caras pecosas, orejas de ciervo y ojos de corazones. Eran veganos, practicaban yoga cada mañana y existían. Dos y cinco. Nico y Sei. Nico, porque fue concebido en Nicosia; Sei, porque significa vida, nacer, en japonés. O porque es el diminutivo de seitán. O vete tú a saber por qué. Descubrí que era abuela en la sala multiusos donde se impartía el curso, mi particular sala de espera, mi sala multiespera. El pacto me había durado un estornudo. Escudriñaba el perfil de Carmelita religiosamente. 


 

 


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