sábado, 20 de febrero de 2021

Once (II)

 

En mi pecho, el reloj de sangre mide el temeroso tiempo de la espera.

 

Jorge Luis Borges

Once

No me esperes - me dijo Laura, poco antes de que las puertas del Caledonian Sleeper se cerraran a las 23 horas 04 minutos. Había comprado un sándwich de jamón con mayonesa y mostaza, unas chocolatinas y una Coca-Cola en el Tesco Express de al lado de la estación central; mis provisiones para ocho horas de viaje. El olor a nuevo de los asientos me causaba arcadas, respiré profundo. Aquella versión actualizada del tren nocturno del siglo veintiuno ahora incluía cargadores USB, por suerte, y conecté mi teléfono nada más sentarme. Me prometí no llorar, les ahorraría un espectáculo a mis no-compatriotas, pasajeros del tren. Laura y yo llevábamos saliendo tres años, dos de los cuales había sido a distancia. Ella en Glasgow y yo en Londres, esperando al próximo fin de semana, al próximo mensaje, esperando a que sucediera, que alguna de las dos se decidiera, por fin, a seguir a la otra.  Claramente esa parecía ser yo: la pluriempleada, mal pagada ¿Qué más me podía ofrecer Londres? Me preguntaba Laura cuando caíamos en la tentación de analizar el porqué de nuestro presente en pausa. Las rupturas siempre son un lugar feo. Ahora sentía que ya había pasado por eso antes, pero los anticuerpos me habían abandonado, y volvía a ser vulnerable a aquel virus, sola, en aquel tren nocturno. Lo intenté, pero no recordaba el número de veces que había hecho aquel trayecto. Decenas de idas y vueltas para regalarnos un tiempo entre paréntesis, condicionado.

Mi primera vez en Glasgow, sin embargo, no tuvo nada que ver con ella. Fue en el verano de 2007, yo trabajaba de camarera en un Holiday Inn en la campiña inglesa. Nunca había ganado tanto dinero, y lo (mal)gastaba todo en sushi y viajes en los pocos fines de semana que me quedaban libres. En Glasgow, me sentí como en casa desde el primer instante. Es una ciudad tristona, desconocida en comparación con su vecina, Edimburgo: la ciudad de los castillos, los empedrados y la magia. Quizás, eran los camareros, que se bebían tan alegremente los tragos a los que les invitaban los clientes más fieles, como en el D.F.; o aquella vibra a la vez tan liberal y campechana – por no decir, pueblerina - que solo había sentido en Berlín, la ciudad que me vio besar a una mujer en público por primera vez.  En esta visita - ¿la última? -, la ciudad me despidió fría y aceleradamente.

El tren ya avanzaba en la oscuridad por las entrañas de aquel país que llamaba hogar. Mi mente divagaba entre imágenes que volvían de un sub-consciente resucitado de entre los muertos. La conocí en una fiesta de Halloween para lesbianas de color en el Soho. Ella recién empezaba su doctorado en sociología, y como yo, exploraba la capital con ojos ávidos y bragueta ligera. La tensión sexual había sido inmediata, el que fuéramos las únicas en nuestros círculos que hablaran español facilitó la creación de una canal de comunicación intransferible, e impenetrable por nuestra amigas haitianas, portuguesas y jamaicanas Nos besamos sudorosas en medio de la pista de baile, la arrastré al baño y la toqueteé toda, hasta que me dijo que se tenía que ir o perdería su último tren.

Del pasado volví a lo que estaba pasando. Ja. La parte baja de la espalda me dolía por mi postura imposible. Lamenté no haberme comprado el billete en la cabina con litera, solo hubiera costado veinticinco libras más, pero yo, pobre y pendeja, no me lo podía permitir. Repetí aquellas once letras en mi cabeza una y otra vez. No me esperes ¿Acaso la dejada, en este caso yo, tenía opción de esperarla? ¿Era una espera física, psicológica, total? Yo, Jimena Sánchez de los Santos, nunca había esperado a nadie. Me sentía, como una Mrs. Potato a la que le quitaban las piernecitas, y la dejaban sentada sin chance de salir corriendo. Es curioso el poder de las palabras, a veces pueden sentenciarte, y yo me revolvía ante esa sentencia injusta. Ni quería esperarla, ni quería no esperarla, en cualquier caso, era un imperativo odioso.

Tan solo pocos meses atrás se lo había dicho a mi mamá; le había presentado a Laura. Ja. Justo a tiempo. Lo mío – mi sexualidad - había sido algo fluido, aunque siempre me rodeé de lesbianas, alguna vez había probado varón. Ja. Mentiría si dijera que me había pillado por sorpresa. Acortábamos visitas, distanciábamos nuestros cuerpos, conversábamos sobre nada con cada vez más peligrosa frecuencia. Éramos dos ramas de un mismo árbol creciendo en direcciones opuestas. Pero igual me sentía perdida. Los cimientos de mi vida se basaban en la espera de un futuro trabajo que no llegaba, de una vida en pareja que ya no iba a tener, y de una estabilidad emocional que no hacía nada por alcanzar. Era una enferma del futuro, con un pasado que ya no me interesaba, y un presente del que no era consciente. Mis amigos se alegrarían: uf, qué bien, te libraste de esa doctora; era una soberbia, ahora eres libre de hacer lo que te dé la gana; ya no tendrás que gastarte un euro más en trenes, ya no tendrás que esperar mi Jime, J, Xi, tenían mil maneras de llamarme.

Eran las 3h 17 minutos. No podía dormir. El aire acondicionado del tren estaba al máximo, y ya no sentía los pies. Carlitos, mi compañero de piso medio dealer, me había preparado un par de pastillitas antes de salir de casa, por si acaso. Mi mente se agarraba a recuerdos sueltos, de cuando aún nos mentíamos a nosotras mismas pensando que todo iría bien, que solo había que esperar a que llegara el momento adecuado para no se sabe muy bien qué.  Como hacía con todo en mi puta vida. Recordé mi última visita, había sido durante los últimos y románticos días de verano, aunque la melancolía ya era una bilis negra que se desparramaba por todos los recovecos de nuestra relación en conserva. La lluvia nos acompañó durante todo el fin de semana, sorpresa. El sábado visitamos con unos amigos de Laura el campamento de paz de Faslane, a unos veinticinco kilómetros de Glasgow, al lado de una base naval donde se custodiaban armas nucleares, y que activistas de todo el mundo habían ocupado intermitentemente desde 1982. Fui a regañadientes, quería tenerla para mí más horas y en presencia de otros siempre era más distante. Dan, un chico local que había organizado la excursión había participado en las protestas pacifistas en la región desde que tenía uso de razón; conocía a Ruth, la más veterana – y única en aquel momento - de los habitantes del campamento que no era más que un montón de chatarra. Autobuses, tractores, coches con colchones podridos dentro, casetas de madera pintadas de colores. La única fuente de calor en todo el complejo era una estufa de hierro, del siglo pasado, probablemente. Ruth nos recibió. Llevaba dos chaquetas - hacía mucha humedad -, y unos calcetines gordos con chanclas. Su pelo blanco y grasiento se escondía debajo de un gorrito marrón y unas gafas empañadas.  Nos guio hasta la zona común, donde nos estuvo contando cómo era su vida allí, mientras Sean, un chico pelirrojo y tímido de Inverness, que la visitaba cada poco tiempo, nos preparaba un té. ¿A qué esperáis para cambiar esto? Nos retó Ruth, quién esperaba que jóvenes como nosotros siguiéramos peregrinando al campamento, y así revitalizar la lucha pacifista. Ja. Me sentí un fraude, atrapada entre mi lucha personal por sobrevivir y la lucha global por la paz que cada vez me parecía más alejada en mi realidad de sueños inalcanzados, de esperas agrias. A pesar de lo honorable de la opción de vida de Ruth, me sentí intimidada por las condiciones en las que vivía, incluso las inmigrantes pobres de las barriadas londinenses apreciamos una cama limpia y una calefacción centralizada. Observé a Laura con atención mientras ésta escuchaba los últimos escándalos de la carrera armamentística del gobierno británico; cuando se concentraba fruncía el ceño y se mordía el labio inferior. Su melena oscura iba recogida en una coleta baja, sus ojos negros estaban despiertos, se notaba que le gustaba estar allí. Por una milésima de segundo, aquellas facciones tan familiares me resultaron extrañas. A veces me ocurría, sentía que Laura era una desconocida. ¿Sería más feliz sin ella? Habíamos cambiado mucho desde aquella fiesta en el Soho. Laura esperaba acabar su doctorado el año próximo, sería libre de ir donde quisiera. Habíamos hablado de Senegal e incluso de Asia, por fin estaríamos juntas en el mismo lugar.

El domingo, nuestro último como pareja, follamos todo el día. Por la mañana, en su cocina, mientras el café salía poco a poco. Chup. Chup. En la ducha. En su cama, y en el sofá. Benditos domingos, compartidos. Los domingos que no compartíamos yo solía trabajar horas extra. Si no, me pasaba la mañana durmiendo. Laura me regañaba, me llamaba vaga. Se le ocurrían miles de actividades en las que podía gastar mi tiempo, en vez de fiestas o encuentros en los que, por supuesto, siempre había alcohol de por medio. Tuviera o no resaca, desayunaba unos huevos con unas tostas de pan de molde – oh dios mío - ya ni hacía el esfuerzo de hacer mis huevos rancheros. Siempre me arrepentía de fumar de más, la flema se posaba en mi garganta y no me dejaba durante un par de días. A veces, me adentraba en el mundo tenebroso de los portales online de trabajo, y exorcizaba mi CV antes de darle a enviar. Tenía veintisiete años, cuando muchos a mi edad se quitaban la vida, yo sentía que no había empezado a vivirla. Me la pasaba esperando una próxima oportunidad, un evento próximo, una futura visita, pero ¿qué pinche vida era ésta?

Miré el móvil, eran las 4h33 de la madrugada. Las luces del tren seguían tenues, y en el cielo empezaban a vislumbrarse distintos tonos de azul. Escribí y borré más de cincuenta veces las primeras líneas de un mensaje que no le llegué a enviar. No se me daba muy bien expresar mis sentimientos, y menos por escrito. Podría confesarle que me había besado con otra la semana anterior, quizás le dolería tanto como a mí. Habían pasado siete días desde aquel concierto en el Rebel Inn, un bar en Brixton a veinte minutos de mi casa, que se llenaba cada viernes de músicos, groupies, fanáticos y amateurs. Aquella noche tocaron “Ese & The Vooduu People”. Me habían pagado para tomar fotos de aquella banda del sur de Londres, luego tendría que seleccionarlas, retocarlas y subirlas a su página web; por cincuenta libras no estaba mal. Era camarera por las mañanas, y fotógrafa por las noches. Mis dos trabajos se parecían mucho, eran coreográficos: mi cuerpo se deslizaba y contorsionaba entre las mesas y la gente. Había cierto juego de seducción, los hombres solían entrarme, yo solía entrar a las mujeres. Aquella noche me había puesto mi minifalda de cuero negro, de segunda mano, con unas medias de rejilla.  Llevaba la camiseta de los Ramones rota por los costados, dejando ver las tiras de mi único sujetador de encaje - la mayoría de las veces simplemente no llevaba-. El sonido de los acordes del guitarrista me puso cachonda. Mientras la música sonaba, cámara en mano, me acercaba y alejaba del escenario, encuadrando la foto, con la vista fija en la pantalla. Clic. Clic. Me balanceaba siguiendo el compás. Noté algunas miradas de interés, quizás mi atuendo estaba teniendo el resultado esperado; aunque otras eran de fastidio, cuando les tapaba la vista sobre la maravillosa Ese. Su piel negra brillaba en contraste con la camisola blanca y arrugada que le llegaba hasta el cuello, llevaba unos pendientes de hojalata con forma de ancla, la correa con la que sujetaba su guitarra tenía un estampado de cebra. Sus labios se me hicieron irresistibles. A veces, esperar los labios de Laura era un sacrificio que mis antepasados indios no parecían dispuestos a hacer.

Engullí una de las pastillas que llevaba en la cartera, y por fin conseguí dormirme. El tren llegó a Londres a las 7h07. Me dejé llevar por el tumulto matutino hasta el metro, olvidándome de mi boca, que pedía a gritos un poco de agua, y del sándwich aplastado que empezaba a manchar mis bolsillos. El metro de la capital provoca en los usuarios asiduos una serie de automatismos que no llevan a error, pim, pam, pum: tres libras menos en mi ya famélica cuenta bancaria. Ja. Mi relación con la ciudad era de amor-odio. Tras mi primera incursión para aprender inglés, había llegado triunfante con una beca del gobierno, dinero de mis papás en los bolsillos y ganas de cambiar el mundo. Quería contar historias, y las imágenes me ayudarían a ello. Me había graduado de un máster en Comunicación, con honores, pero mi inglés mediocre, y mi acento latino demasiado obvio, e incorregible, no ayudaban. Todo para acabar trabajando de camarera en el Lady B, uno de los nuevos bares hípsters en Brixton que gritaba gentrificación.

Una mujer me observaba de reojo a través del reflejo de la ventana del vagón del metro. Mi aspecto lamentable entremezclaba sueño, desasosiego y sudor seco. Estaba agotada, el Diazepam me había dejado en un estado casi catatónico. Como de costumbre no libraba los lunes después de visitarla. Mi jefe siempre lo descubría cuando me servía el tercer americano.  Afortunadamente, mis compañeros solían cubrirme para escapar antes de que mi turno acabara. Roberto, italiano de 39 años, se dedicó a liarme un cigarrillo tras otro en los descansos - mamma mia -, repetía a cada poco, conforme le iba contando detalles de los sucesos del fin de semana. Aquel lunes de infierno se haría eterno.

***

Abrí los ojos en cuanto los primeros tonos de mi alarma sonaron. Los nervios no me habían dejado dormir, llevaba cuarenta días sin verla. Encendí la radio, pero enseguida cambié a Spotify, los ingleses amaban la música de los 70s los sábados por la mañana, yo no la soportaba. Cuando visitaba a Laura, sacaba mi latinidad, no es que en mi día a día la escondiera, pero lo cierto era que aparte de ella y Carlos no hablaba español con nadie más. Me apetecía escuchar una cumbia con tintes electrónicos, me ponía de buen humor. Me miré al espejo, de cerca, mis cejas estaban hechas un desastre, mi piel mulata se veía seca y descuidada, el año que viene me cuidaría más, me dije. Normalmente hubiera viajado el viernes por la noche, un jueves con suerte, pero Laura estaba ocupada escribiendo un artículo que tenía que presentar en una conferencia. Bueno, en realidad, ya habíamos acordado “hablar” de “nuestra relación”, por lo que aquello, pensaría más adelante, era una sentencia de muerte. En la duración del trayecto que separa la capital de la periferia solía dormir, escuchar música o leer algún libro. En aquel momento, me estaba leyendo un libro de Lucía Berlín, una mujer reloca pero maravillosa, alcohólica, sufridora. Era un libro deprimente, pero vivo, la tipa me daba un poco de envidia, para bien o para mal vivía todo con intensidad, y no creo que supiera lo que era esperar, aunque solo fuera porque estaba etílica. Envié un mensaje a Laura a mitad de camino - ya llego- le escribí junto a un Emoji.

De manera excepcional, Laura me estaba esperando en la estación, la vi más delgada, nerviosa más bonita de lo normal – me tendría que haber depilado las cejas, mierda-. Nuestros primeros besos fueron tentativos, hasta que yo la pare y la abracé con fuerza, como de despedida. Fuimos a comer a un restaurante vegano, paseamos por el centro, entramos en el Centro de Arte Contemporáneo, mi sitio favorito de Glasgow, y bebimos cerveza hasta que no nos apeteció beber más. Caminamos en silencio, cogidas de la mano, por aquellas calles húmedas y grises. Nos cruzamos con un par de corredores, que enfrentaban la bajada de temperaturas con una malla corta y una camiseta de promoción – sangre fría la de los escoceses.

Llegamos a casa, la calefacción estaba encendida. La regla número uno de las relaciones a distancia era tener sexo en los días compartidos, a veces se sentía una obligación, mentira, recientemente se sentía una obligación, así que cuando llevaba diez minutos entre sus piernas, sabía perfectamente que no le iba a hacer venirse. Dormimos abrazadas, pero un manto de pesadumbre se cernía sobre nuestros cuerpos, la noté insomne, pero me hice la dormida.

En la madrugada, por fin, me lo dijo: No quiero más. Yo solo lloré.

En la mañana, me hizo el desayuno, peló un mango y un plátano, los mezclo con kéfir y añadió unos cereales con virutas de chocolate. Mis lágrimas caían solas mientras me esforzaba por tomar una cucharada tras otra. Sentí que me había quedado muda. Aproveché mientras Laura fregaba los platos y ponía una lavadora, y miré el móvil: Roberto me había escrito para explicarme los doscientos WhatsApp del chat del Lady B, una compañera había renunciado, levantando una polvareda a su marcha. Martina, una italiana muy linda con la que me escribía de vez en cuando, me había comentado una de las fotos que había subido de un concierto en Facebook. Le di a me gusta. Mi mamá me había enviado una foto del amanecer desde la terraza de la ciudad que me vio nacer. No le respondí. Entre lloros y silencios, casi pierdo el tren. Laura me acompañó, corrimos calle abajo Hope Street. Ja. Sentía que el corazón me iba a explotar. ¿Volvería a verla? ¿Seríamos alguna vez felices de nuevo? Dos pronto-en-ser extrañas corríamos calle abajo la calle de la Esperanza. Ja. Entré en Tesco y me compré un kit de supervivencia. Laura me acompañó a las puertas del tren, allí no había ni puesto de seguridad, ni guardias checando, aquella ciudad no podía ser más provinciana.

Jime, no me esperes, me dijo.

Yo no sabía que no sabía hacer otra cosa.

FIN

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