La calle rezumaba gris. Eran las cinco y media de la tarde de un día de invierno y todo lo que me rodeaba eran matas de polvo en conjunción. Figuras complejas formadas por la homogeneidad del polvo. Se respiraba de las fachadas, de los coches, también en las terrazas e incluso en las miradas.
Dos obreros se encargaban de propagarlo por toda la calle desde una casa en obras. La estaban construyendo otra vez. Quizá, le estuviesen dando una segundo oportunidad, o quizá, iban a liberarla de la soledad que en ella habitaba, quien sabe. Lo que era seguro es que sus restos se propagaban por toda la calle impregnando todo lo que encontraba.
En la acera de enfrente unas luces amarillas acogían mi mirada de despreocupación fingida, de hecho, no podía apartar la vista de aquellas motas de polvo colisionando contra los abrigos de aquellos señores ricachones, como si les estuviesen seleccionando. Era una presagio, una señal del destino que se burlaba de todos nosotros. Éste es tu futuro proclama su mensaje, que iba acompañado de un constante resonar de escombros contra el conteiner. Graves. Inevitables.
La cafetería culminó su esplendor en la esquina de la calle pero no pudo contagiar su viveza a su compañera de enfrente que lucía en la persiana el cartel de se vende. La muerte la había tomado, ya poco había que hacer, solo era cuestión de tiempo que se convirtiese en polvo y ruinas. como yo, yo era el siguiente.
Al girarme la observé, estaba allí desde el principio, esperándome. La muerte se había transformado en un andamio bajo el que nacía un túnel. ¿Por qué retrasar lo inevitable? Pensé. Quizá, al otro lado pueda ser una bella moto, o mejor aún un estanque lleno de patos.
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