Un soplo de viento me empuja suave adentro de
la estación, es un presagio, quizá, una señal para darme ánimos. ‹‹Los dioses están de
mi lado, llego pronto, tendré que esperar››. Aprovechando el impulso del
viento, me deslizo hasta las escaleras mecánicas que me arrastran hacia mi
destino sin esfuerzo.
Sonrío.
La estación brilla ante mí. La luz del sol, al
impactar contra el duro metal, pudo librarse de sus colores y fecundar toda la terminal. Siempre me ha gustado pensar que un día soleado es un día en el que
llueven gotas de colores, como si los rayos de sol fueran los pintores de un
paisaje de hierros, tornillos y cables. La luz se extiende infinita desde el
horizonte hasta mis pies, al igual que las vías, y siento en el pecho una mano
cálida, no es, sino, la férrea voluntad de la humanidad por llegar a cualquier
parte, por conquistar cualquier espacio, por alcanzar sus límites.
Las escaleras mecánicas se derraman sobre el mármol
de color negro que me da la bienvenida. Siento que simplemente con el soplo del
viento puedo desplazarme por toda la estación sin tomarme la molestia de andar.
‹‹¿Quién necesita usar los pies cuándo puede flotar?››. En el centro de la estancia,
se alza un pequeño jardín que, a pesar de su modesto tamaño se erige alto hasta
el techo acristalado de una cúpula que necesita que le pasen un trapo por
encima. Junto al jardín, encuentro un asiento libre que me estaba esperando, el
viento me deja sobre él, y se eleva en hondas hasta la cúpula agitando todas las
hojas de las viejas plataneras, silenciosas testigos del pasar del tiempo.
Frente a mí está el panel que informa sobre las salidas y las llegadas. Trenes con destinación a: Madrid-20:30, o
eso me parece leer, creo que necesito gafas. A ambos lados de la estación, el
barullo de la gente se hace más presente, allí descansan las tiendas y los
restaurantes, donde puede distraerse uno, evadirse. La estación está a rebosar,
unos vienen, otros van, todos preocupados, todos inmensos en sus laberintos,
pero aunque no lo quieran, todos esperan.
Me
sorprende cómo el ser humano siempre va con prisa a cualquier sitio, la gente
cree que se les agota el tiempo, y lo busca donde sea que esté, debajo de las piedras,
en los relojes de sus muñecas o dentro de sus carteras, pero siempre necesitan
encontrar más, y lo que más me maravilla, es que lo necesitan para llegado el momento, esperar durante más tiempo. Hay en la cafetería un león en forma de hombre, de
traje y corbata por melena, rugiendo al camarero porque está demasiado caliente
el café y no puede perder tiempo esperando a que se enfríe. Pobre león, no sabe
que no hay mayor enemigo que el tiempo. El café, el ajetreo de la vida y las
conversaciones son espadas quebradas en la lucha contra el tiempo. El tiempo es
invencible. Y no podemos escapar de él, no importa cuánto corra y luche el
león, sus garras serán humo y cenizas. Nos atrapará con su cadena y nos
devolverá a donde pertenecemos, a la espera, nos atará con sus hierros a la
roca para que, instante tras instante, nos devore el hígado el cuervo negro, y
seamos una esfinge que espera en el desierto hasta el encuentro con su deseo.
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