“Todo llega para el que sabe esperar”
Henry W. Longfellow
Siempre que entrábamos por primera vez me lo repetía. Pide tres deseos y uno de ellos se te concederá. Así estuve haciéndolo desde que tengo recuerdo. Tendría unos seis o siete años. En aquella época los tres vestíamos con pantalones de campana y llevábamos el pelo a lo Beatle. Los cinco solíamos ir los domingos. A la del pueblo. Aunque no siempre. Si un domingo estábamos de excursión por la comarca, entrábamos en la que nos viniera más a mano, en el pueblo que fuera. Mi madre volvía a decírmelo nada más pisar el vestíbulo, no sin antes persignarnos con agua bendita de la pila. Me recordaba el sistema de obtención de cosas por medio de la intercesión divina. Era nuestro ritual oculto. Arrodillarnos, rezar algún padrenuestro, orar con nuestras propias palabras como nos habían enseñado de pequeños y por último venía el momento de pedir los tres deseos. Mi madre me insistió en un detalle–Hay que prepararse bien para recibir “La Gracia”–me decía. No entendí muy bien qué significaba eso. Lo que sí decidí fue cambiar algo el sistema y hacer una pequeña trampa. En vez de pedir tres deseos diferentes, pedir el mismo tres veces. Así se cumpliría seguro–pensé.
Las primeras cosas que pedí fueron sencillas y no tuve que esperar mucho para que se me concedieran. Os pondré un ejemplo para que os hagáis la idea de lo bien que funcionaba. Si un día llegábamos a una nueva casa de Dios y yo pedía sacar un sobresaliente en un exámen de matemáticas, al poco tiempo tenía el diez en dicha asignatura. Estaba claro que tenía que poner esfuerzo por mi parte pero de alguna manera yo iba a realizar la prueba al colegio con toda la tranquilidad del mundo. Sabía que se iba a cumplir. Estaba hecho con el sistema. ¿Mágico?
A medida que fue pasando el tiempo fui cambiando el tipo de deseo.
Cuando llegué a los ocho años de edad en 1975 entré en la banda de música del pueblo y fue entonces cuando sucedió lo peor que me podía pasar. Éramos bastantes los niños que después de haber superado el primer año de solfeo íbamos a conseguir el instrumento. Un día nos llamaron a todos porque el director iba a realizar la entrega. Entramos con el alma en vilo en el local de ensayo. A este se accedía por una cochambrosa escalera de piedra. Arriba en el primer piso llamaba la atención la cabina del disc-jockey –todos los sábados por la noche el local de ensayos se transformaba en discoteca, con bola giratoria de espejitos incluida –el director de la banda nos esperaba allí dentro y comenzó a llamarnos. Cuando llegó mi turno los instrumentos que más me gustaban ya habían sido adjudicados, un saxo alto para Juan José, una trompeta para Rosa María, un clarinete para César y un tambor para Alberto. Vi aquel engendro de tuberías, voluminoso para mi tamaño de renacuajo, un instrumento innombrable–era un bombardino me especificaron posteriormente –y se me encristalaron los ojos, víctimas de un repentino chubasco lacrimoso que se convirtió en tormenta en casa y en posterior temporada de lluvias las siguientes semanas como consecuencia del disgusto.
Al comenzar a estudiarlo y con las primeras clases me familiaricé con la embocadura. Practicaba unos ejercicios–en la fotocopia que me dieron ponía WARM-UPS –que consistían en hacer sonar el aire como una pedorreta dentro de la boquilla metálica. La forma de aquel instrumento era exacta a la de una tuba pequeña. Su estética y el peso total contando el estuche rígido lo hacían incluso más desagradable. Fue pasando el tiempo y conseguí tomarle una especie de cariño. Por casualidad alguien me dijo que la boquilla del bombardino y la del trombón de varas eran la misma. Pero en el pueblo no había trombones de esos en la banda, funcionaban con los trombones de pistones.
Una noche lo vi por la tele. En el programa que presentaba José María Íñigo, salió una orquesta con una flamante sección de trombones de varas. La cámara sacó varios primeros planos de los trombonistas y me quedé prendado. Esa noche supe que ese era el instrumento que quería tocar. Lo deseaba. Necesitaba obtener uno como fuera. Sí, lo habéis adivinado, ese iba a ser mi primer paso. Localizar una iglesia. Virgen.
Cada verano mi padre nos llevaba de vacaciones en el SEAT 1430 amarillo de segunda mano que le compró al dueño de un pequeño hotelito en Moraira, este hombre de mote “el Pomero” era muy amigo de mi padre y al comprarse un flamante BMW azul metalizado le vendió su viejo 1430 amarillo. Al poco de tenerlo lo bautizamos “Platanito”. Ese verano de seudo-estreno mi padre nos anunció que íbamos a emprender un mágico trayecto, famoso en el mundo, al menos en el mundo europeo. Mis hermanos y yo estábamos en ascuas, nos lo iba presentando con tanta pasión que nos emocionamos. Mi madre ni se inmutaba, seguramente ellos lo habían planeado anteriormente y decidido que sería mi padre quien nos lo comunicaría. Tenía dotes de cuentacuentos. Por las noches nos dormía a los tres contándonos uno inventado sobre la marcha.
–Acamparemos unas noches en lugares habilitados, he visto unos cuantos campings en la guía de Campsa que tienen muy buena pinta –dijo–. Otras noches haremos acampada libre, la que más os gusta –siguió explicando.
Y al final nos lo descubrió, haríamos la ruta Roncesvalles-Santiago de Compostela. Fue ahí cuando mi emoción se transformó en excitación, yo era el mayor de los tres hermanos y sabía que lo que mi padre estaba planeando no era otra cosa que hacer el camino de Santiago. Yo había oído hablar de él, de la fama de dicha ruta y de las muchas ciudades y pueblos que lo componían, de sus muchas iglesias y catedrales que jamás había visitado. Nuevas. Sin pisar. Minas de oro. El Camino del “Deseo”.
Por las noches, mientras mis hermanos dormían en nuestro cuarto común, yo imaginaba mi propio plan secreto trazado sobre el plan de mi padre. Aquella misma semana me acerqué a la biblioteca del pueblo con mi amigo Alberto como hacíamos los viernes por la tarde al salir de clase. Alberto y yo devorábamos los cómics de Tintín y de Asterix, por eso cuando él se puso a leer el último ejemplar adquirido por la bibliotecaria y vio que yo cogía un tomo de historia del arte románico y gótico en España se quedó boquiabierto.
–¿Qué haces? ¿te has vuelto loco? ¿No quieres leerte “La vuelta a la Galia”? ¿Te encuentras bien? –me bombardeó a preguntas.
–Escucha Alberto, tienes que guardarme el secreto –le pedí al no saber reaccionar de otra manera–. No lo puede saber nadie más, sólo tú y yo–añadí.
Le conté de cabo a rabo toda la mecánica del infalible método de consecución de cosas inventado por mi madre, que siempre que se entraba en una iglesia que no hubieras pisado antes se podía pedir tres deseos y que uno de ellos se te cumplía al cabo de un tiempo de espera. Le expliqué que no todos los deseos se cumplían enseguida, unos eran casi instantáneos y otros no.
–por ejemplo las pequeñas cosas como sacar un sobresaliente en mates sólo hay que esperar veinticuatro horas, si se trataba de algo más importante como un instrumento musical nuevo la cosa cambia pero merece la pena esperar – seguí argumentando el procedimiento con ejemplos.
Le conté que el trombón King modelo Cleveland que mi padre me acababa de comprar, pues no era otra cosa sino el fruto de mi infalible sistema. Este caso fue difícil pues tuvo que realizarse en la “Basílica de la Virgen de Valencia” (La Mare de Deu dels Desamparats como se la conoce en la capital). Un día que mi padre me llevó a cambiar cromos a la plaza Redonda, fuimos después a oír misa a dicho templo y aproveché para poner en órbita celestial mi petición, sin duda la categoría de la iglesia era la adecuada a la de mi solicitud, pensé.
Esta, hasta la fecha, había sido la de desenlace más rocambolesco. Yo le insistía a mi padre que me comprara aquel instrumento para dar el salto del bombardino al más sutil y estilizado trombón de varas Mi padre me respondía que no teníamos dinero para ese gasto superfluo (yo ya tenía un instrumento musical) pero que estuviera tranquilo que si le salía el cupón de la ONCE me lo compraría. Y así pasó. Un sábado por la mañana mi padre daba saltos de alegría porque le habían tocado sesenta y ocho mil pesetas en el sorteo.
–Nos vamos a celebrarlo al chiringuito de San Vicente de Líria –gritó mi padre para hacerse oír en toda la casa.
Ese era uno de los lugares de celebración de mi familia. Mientras degustamos unas sabrosas tapas de sepia y calamares especialidad de la casa recordé a mi padre su promesa. Promesa que el hombre cumplió a las pocas semanas de cobrar el boleto. De nuevo el método había funcionado. Se cumplió la petición.
Todo esto le contaba a mi amigo Alberto en la biblioteca con voz susurrante. A pesar de que estábamos solos no nos estaba permitido hablar y Ramona, la bibliotecaria, nos daba de vez en cuando un shhh! si se nos iba el tono.
–Así que ahora necesito estudiar bien todos los templos, ermitas, santuarios, iglesias, hasta las catedrales más importantes que reservaré para las peticiones que a priori parezcan más difíciles de conseguir, ¿entiendes Alberto? –le pregunté para cerciorarme de que no estaba aturdido a juzgar por el careto que me puso, pensativo y contento a la vez.
–sí, sí ¿Y qué vas a pedir, tío?– Me preguntó con gran curiosidad.
–aquí tengo la lista–le dije y saqué un papel de cuadrícula como el que utilizábamos en clase de mates, ya esmirriado por el tiempo que lo llevaba guardado en el bolsillo del pantalón
–mira tengo anotadas la bici Orbea roja como la de Ricardo, ¿sabes cuál, no? Esta creo que la pediré en la catedral de Burgos, en León que también es catedral tengo el equipaje completo, con medias, botas y todo, del Valencia–le dije
–joder tío qué guay–me iba diciendo Alberto
–esas son dos de las paradas más importantes del Camino, para las de tamaño mediano tengo cosas también de menor precio y más fácil consecución, por ejemplo para la catedral de Astorga que es más pequeña pues tengo un balón de cuero de los buenos, un Tango de Adidas como el del Mundial de Argentina–le detallé
– qué guapo tío– seguía apostillando Alberto a cada uno de mis objetivos.
La lista ya cubría unas diez ciudades diferentes, contando la de inicio y la de final de camino, con diez objetivos muy claros escritos de mi puño y letra.
–¿y qué vas a pedir en la catedral de Santiago?–Alberto me preguntó al ver en el papel que yo había garabateado tan solo unas letras: un b. de M.
–me da vergüenza decírtelo tío, guárdame el secreto, un beso de María–le confesé
–buaaa, qué bueno tío– se alegró Alberto por todos y cada uno de mis deseos y siguió enfrascado en Tintín y El Templo del Sol.
Llegó el ansiado verano y fuimos siguiendo los planes tal cual los habíamos diseñado en paralelo. La ruta de mi padre indicaba lugares que íbamos a visitar y sitios donde pernoctar. Yo guardaba en secreto mi lista de deseos.
Todo fue sobre ruedas hasta que llegamos a nuestra última etapa: Santiago de Compostela.
Mi padre nos explicó justo la noche antes de llegar a Santiago que Compostela tenía un significado mágico. Mis hermanos y yo habíamos retirado ya los platillos metálicos y los cubiertos de la cena y los habíamos fregado en las pilas públicas del camping, al regresar a nuestra tienda mi padre había preparado la linterna pequeñita de gas, la colgó en uno de los salientes del avance y nos pidió que nos sentáramos alrededor.
–esta noche vamos a hacer fuego de campamento–dijo con entusiasmo
Olía a Nesquik con leche caliente que había preparado mi madre. Ella misma nos repartió las tazas humeantes a cada uno de los hermanos.
–Campus Stelae–prosiguió– significa campo de estrellas, todo el camino está lleno de símbolos y marcas que nos explican el significado de la creación, del bien y del mal, de la existencia de los ángeles y también la del…
–demonio–contesté sin pensar
–en efecto Jaime, bien dicho. Sabéis que había doce apóstoles y que la leyenda dice que uno de ellos, Santiago el grande, fue ejecutado por el rey Herodes Agripa en la ciudad de Jerusalén. Santiago, a quien en la Biblia llaman Jacobo, conocía muy bien a Jesús porque eran primos. –¿Qué le pasó a Santiago?–preguntó mi hermano pequeño con cara de susto
–pues que Herodes le cortó la cabeza –respondió mi padre y siguió explicando –. Y según cuenta la leyenda sus restos mortales llegaron hasta Galicia y por eso en la catedral está la cripta donde fue enterrado el santo apóstol.
El ambiente en la tienda se había ido transformando. Pasó de ser algo divertido a una secuencia de película de terror. Nuestras caras proyectaban sombras chinescas deformes en la lona de la tienda y mi padre decidió que era la hora de dormir. Esa noche tuve pesadillas. No podría deciros con exactitud lo que soñé pero no pegué ojo pensando en todas las gárgolas, las estatuas de santos, cuadros oscuros, lápidas de mármol heladas, esculturas retorcidas, vidrieras, cruces de todo tipo de materiales, y un sinfín de objetos pequeños como relicarios, medallitas, piedras, más crucifijos para collares que nos habíamos estado encontrando a lo largo de la ruta desde Roncesvalles.
Al día siguiente llegamos a la meta y nos adentramos en la catedral. Había mucha gente y mi madre nos pidió que no nos separásemos para no perdernos. Vimos el “Botafumeiro” balanceándose como un cohete de lado a lado de la nave transversal delante del altar mayor. Un fuerte olor a incienso envolvía toda la estancia con su aroma inconfundible a resina recién quemada. Yo estaba ya pensando en mi último y más importante deseo. Estaba nervioso. Mi madre volvió a recordarme lo de los tres deseos pero en esta ocasión añadió algo que me dejó sin habla.
–Te acuerdas que te dije que no había que abusar de las peticiones así que ten mucho cuidado con lo que pides no vayas a recibir un castigo de Dios.
Hubiera jurado que aquello no me lo había advertido. Empecé a sudar. Las imágenes de la noche anterior me habían dejado una impronta difícil de borrar y a eso había que añadir las explicaciones de mi padre sobre cómo se dio muerte y posterior sepultura al pobre de Santiago. Mi mente hervía. Caminaba como a la deriva por dentro de la catedral pensando en qué momento y qué lugar serían los adecuados para realizar mi última petición del viaje, poder besar a María.
De repente me vi solo en una pequeña escalinata que conducía a la cripta. Mis pies se movían con autonomía y llegué hasta el lugar más oscuro de la catedral. La humedad se percibía en el aire. Me costaba respirar y hacía mucho frío. La luz de las bombillas que había en la zona del ábside se perdió. En su lugar una luz tenue se desprendía temblorosa de unos cirios casi consumidos. Fue entonces cuando un hombre envuelto en una túnica con un sombrero muy grande de fieltro y ala ancha doblada que se ayudaba para caminar de un bastón de madera apareció.
–Iacobus! –dijo dirigiéndose a mí utilizando unas palabras me sonaron muy raras, como en latín.
Yo estaba aterrorizado. Me sorprendió que me llamara con ese nombre como si me conociera. La figura siguió dando pequeños pasos a mi alrededor, su aspecto era fantasmagórico. Nunca llegué a verle el rostro, al menos en ese momento. Noté que no podía moverme. Intentaba ver por dónde se podía salir de la cripta pero ni mis ojos eran capaces de ver la salida, ni mis piernas, paralizadas, acertaban a coordinarse mínimamente para correr sino todo lo contrario.
La voz del fantasma siguió hablándome.
–Nunc prohibere, petitiones non ultra–me soltó con voz grave de ultratumba
Entendí no sé muy bien cómo que debía parar de inmediato mi método de obtención de cosas de los tres deseos si no quería ser arrastrado de este mundo hasta el de Compostela. Entendí que o paraba el jueguecito de las peticiones o era niño muerto.
–Ego sum gentium apostolus ministerium Iacobi–soy el apóstol Santiago y a ti me dirijo
La cabeza no se la vi. Como se la cortó Herodes Agripa tal vez cuando lo enterraron en Galicia se les quedó por allí por Jerusalén. Me dijo también, que los sobresalientes, la bici, el trombón, incluso el balón de cuero de reglamento estaban muy bien pedidos. Lo del equipaje del Valencia le había sentado un poco mal teniendo en cuenta que él era del Compostela Fútbol Club, al menos eso entendí, y que de ninguna manera le parecía aceptable que pidiera un beso de María en su catedral, que eso se lo tendría que pedir directamente a mi amiga del pueblo.
–Ah, y una cosa más –me dijo muy enfadado –. Dile a tu amigo Alberto que pare de una vez, mis superiores lo tienen entre ceja y ceja. Su lista de deseos es … digamos que no tiene ...“Gracia”.
De repente una corriente de aire apagó las llamas de las velas y la cripta se quedó a oscuras. Yo seguía inerte. Súbitamente se encendieron unas bombillas indirectas y apareció una guía japonesa con un banderín blanco con círculo rojo en el centro hablando a toda pastilla a la que le seguía un escuadrón de compatriotas armados hasta los dientes con cámaras Nikon.
En el centro de la estancia, había un sepulcro. El mismo hombre que me había estado hablando yacía ahora sobre una gran tumba de piedra tallada. En ese momento le vi la cabeza.
–¡Jaime, te he dicho que no te separaras!–gritó mi madre al verme subir las escaleras de la cripta
–Mamá, mamá, se me ha aparecido el Apostol Santiago ahí abajo en la cripta cuando me perdí.
Mi madre dirigiéndose a mi padre le espetó:
–te dije que no le dejaras probar el orujo al chico, no tiene la edad.
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