viernes, 29 de enero de 2021

Once letras

 

    En mi pecho, el reloj de sangre mide el temeroso tiempo de la espera.

Jorge Luis Borges

No me esperes - me dijo Laura, poco antes de que las puertas del Caledonian Sleeper se cerraran a las 23 horas 04 minutos. Había comprado un sándwich de jamón con mayonesa y mostaza, unas chocolatinas y una Coca-Cola en el Tesco Express de al lado de la estación central; tenía ocho horas de viaje por delante. Lo intenté, pero no pude recordar el número de veces que había hecho aquel trayecto. Debían de haber renovado el tren recientemente ya que las paredes y los asientos aún tenían olor a nuevo. Por suerte, ahora incluía cargadores USB donde conecté mi teléfono nada más sentarme. Escribí y borré más de cincuenta veces las primeras líneas de un mensaje que no le llegué a enviar. No se me daba muy bien expresar mis sentimientos, y menos por escrito.

Mi primera vez en Glasgow no tuvo nada que ver con ella. Fue en el verano de 2007, mientras trabajaba de camarera en un Holiday Inn en la campiña inglesa. Nunca había ganado tanto dinero, y lo (mal)gastaba todo en sushi y viajes en los pocos fines de semana que me quedaban libres. Desde el primer instante, me sentí como en casa en aquella ciudad tan tristona, desconocida en comparación con su vecina, Edimburgo: la ciudad de los castillos, los empedrados y la magia. Quizás, eran los camareros, que se bebían tan alegremente los tragos a los que les invitaban los clientes más fieles, como en el D.F.; o aquella vibra tan liberal de unos, y campechana – por no decir, pueblerina – de otros, que solo había sentido en Berlín, la ciudad que me vio besar a una mujer en público por primera vez.  En esta visita - ¿la última? -, la ciudad me daba una despedida fría y acelerada.

Eran las 3h 17 minutos. La parte baja de la espalda me dolía por mi postura imposible, el aire acondicionado estaba al máximo, y no sentía los pies. Lamenté no haberme comprado el billete en la cabina con litera, solo hubiera costado veinticinco libras más, pero yo, pobre y pendeja, no me lo podía permitir.  A las 4h33 conseguí dormirme.

Conocí a Laura en una fiesta de Halloween para lesbianas de color en el Soho. Ella recién empezaba su doctorado en sociología, y como yo, exploraba la capital con ojos ávidos y bragueta ligera. La tensión sexual fue inmediata, el que fuéramos las únicas en nuestros círculos que hablaran español facilitó la creación de una canal de comunicación intransferible, e impenetrable por nuestra amigas haitianas, portuguesas y caribeñas. Nos besamos sudorosas en medio de la pista de baile, la arrastré al baño y la toqueteé toda, hasta que me dijo que se tenía que ir o perdería su último tren. Llegué a Londres a las 7h07.

El metro de la capital provoca en los usuarios asiduos una serie de automatismos que no llevan a error, pim, pam, pum: tres libras menos en mi ya famélica cuenta bancaria. Me dejé llevar por el tumulto matutino, olvidándome de mi boca, que pedía a gritos un poco de agua, y del sándwich aplastado que empezaba a manchar mis bolsillos.  Al menos había conseguido no llorar en el trayecto, y así ahorrarles un espectáculo a mis no-compatriotas, pasajeros del tren.

Como de costumbre no libraba los lunes después de visitarla, e iba directa a trabajar tras mi viaje nocturno; arrepintiéndome cuando mi jefe me miraba con recelo al tomarme el tercer americano. Trabajaba por las mañanas en un café en Brixton. Lady B era uno de los nuevos sitios hípsters del barrio que gritaba gentrificación. Aquellos lunes de infierno, mis compañeros solían cubrirme para escapar antes de que mi turno acabara. Roberto, italiano de 39 años, se dedicó a liarme un cigarrillo tras otro en los descansos - mamma mia -, repetía a cada poco, conforme le iba contando detalles de los sucesos del fin de semana. Mentiría si dijera que me pilló por sorpresa. Laura y yo llevábamos saliendo tres años, dos de los cuales habíamos estado a distancia, ella en Glasgow y yo en Londres, esperando a que alguna se decidiera por fin a mudarse, y claramente esa era yo: la pluriempleada, mal pagada; ¿qué más me podía ofrecer Londres? Me preguntaba Laura cuando caíamos en la tentación de analizar el porqué de nuestro presente en pausa. Las rupturas no eran, desde luego, un lugar bonito. Sentía que ya había pasado por eso antes, pero se me había olvidado de alguna forma, qué sabia es la mente.

En los siguientes días, repetí aquellas once letras en mi cabeza una y otra vez. No me esperes ¿Acaso la dejada, en este caso yo, tenía opción de esperarla? ¿Era una espera física, psicológica, total? Yo, Jimena Sánchez de los Santos, nunca había esperado a nadie. Me sentía, como una Mrs. Potato a la que le quitaban las piernecitas, y la dejaban sentada sin chance de salir corriendo. Es curioso el poder de las palabras, a veces pueden sentenciarte, y yo me revolvía ante esa sentencia injusta. Ni quería esperarla, ni quería no esperarla, en cualquier caso, era un imperativo odioso, ya que la decisión la tenía que tomar yo solita.

Era otoño, y a parte de las botas y las cazadoras de cuero, los bares en Brixton se llenaban de músicos, groupies, fanáticos y amateurs. Aquel viernes tocaban “Ese & The Vooduu People” en el Rebel Inn, un bar a veinte minutos de mi casa. Habían pasado cuatro días desde que Laura me había dejado. Me pagarían por tomar fotos de aquella banda del sur de Londres, luego tendría que seleccionarlas, retocarlas y subirlas a su página web; cincuenta libras, no estaba mal. Era camarera por las mañanas, y fotógrafa por las noches.

En realidad, mis dos trabajos se parecían mucho, eran coreográficos: mi cuerpo se deslizaba y contorsionaba entre las mesas y la gente. Había cierto juego de seducción, los hombres solían entrarme, yo solía entrar a las mujeres. Aquella noche llevaba mis medias de rejilla y una minifalda de cuero negro, de segunda mano. La camiseta de los Ramones estaba rota por los costados, dejando ver las tiras de mi único sujetador de encaje - la mayoría de las veces simplemente no llevaba-. El sonido de los acordes del guitarrista me erizó la piel. Mientras la música sonaba, cámara en mano, me acercaba y alejaba del escenario, encuadrando la foto, con la vista fija en la pantalla. Clic. Clic. Me balanceaba siguiendo el compás. Noté algunas miradas de interés, quizás mi atuendo estaba teniendo el resultado esperado; aunque otras eran de fastidio, cuando les tapaba la vista sobre la maravillosa Ese. Su piel negra brillaba en contraste con la camisola blanca y arrugada que le llegaba hasta el cuello, llevaba unos pendientes de hojalata con forma de ancla, la correa con la que sujetaba su guitarra tenía un estampado de cebra. Podría intentar seducirla.

Laura odiaba aquellos estampados de animal print. Mi estómago se retorció. Salí un momento al patio trasero, y me fumé un cigarro; miré el móvil, no me había escrito desde el suceso, ni siquiera para saber si había llegado bien al trabajo, como solía hacer. Aquella noche me tomé un Diazepam. Mi compañero de piso, Carlitos, un peruano medio dealer, me había dado sus últimas pastillas contra la ansiedad, era un tesoro.

Mi relación con Londres había sido de amor-odio. Tras mi primera incursión para aprender inglés, llegué triunfante con una beca del gobierno, dinero de mis papás en los bolsillos y ganas de cambiar el mundo. No sabía cómo lo haría exactamente, pero quería contar historias, y las imágenes me ayudarían a ello. Me gradué de un máster en Comunicación, con honores, pero mi inglés mediocre, y mi acento latino demasiado obvio, e incorregible, no ayudaban. Una mujer de Bermudas, Denise, me ofreció trabajo en su galería de arte. La conocí a través de unas amigas activistas, y aunque ninguna de las dos pensábamos que aquello funcionaría, nos necesitábamos con urgencia. Su talento descomunal y olfato artístico habían sido ignorados durante veinte años, lo que me producía escalofríos, pero su oportunidad había llegado y había abierto las puertas de una pequeña galería para apoyar a artistas de color e inmigrantes; “las miradas ignoradas”, había escrito un dominical con razón de la inauguración. Los turnos se alargaban fácilmente diez de horas. Por suerte, los jueves, viernes, y sábados, tras cerrar las puertas, nos servíamos un par de vasos de buen ron caribeño, que a veces Denise aliñaba con ingredientes secretos que guardaba en un rincón de la cocinilla, en la parte trasera de la galería. Nos sentábamos en el banco de madera roída que quedaba en la entrada, contándonos la vida, fue de las primeras personas a las que hablé de Laura. A los seis meses, sin embargo, Denise me dijo que la situación económica no le permitía mantener mi sueldo así que mudé con Laura, dejando mi preciado piso de estudiante, y aun sabiendo que pronto se marcharía a seguir su doctorado en la Glasgow Caledonian University. En retrospectiva, todo se torció.

La última vez que la había visitado – antes del suceso - había sido bonito, esos románticos últimos días de verano. La lluvia nos acompañó durante todo el fin de semana, sorpresa. El sábado visitamos con unos amigos de Laura el campamento de paz de Faslane, a unos veinticinco kilómetros de Glasgow, al lado de una base naval donde se custodiaban armas nucleares, y que activistas de todo el mundo habían ocupado intermitentemente desde 1982. Dan, un chico local que había organizado la excursión había participado en las protestas pacifistas en la región desde que tenía uso de razón; conocía a Ruth, la más veterana – y única en aquel momento - de los habitantes del campamento que no era más que un montón de chatarra. Autobuses, tractores, coches con colchones podridos dentro, casetas de madera pintadas de colores, y una zona común con una cocina básica.  La única fuente de calor en todo el complejo era una estufa de hierro, del siglo pasado, probablemente. Ruth nos recibió en la entrada, justo a un metro de la carretera, lo que hacía que parar con el autobús allí fuera extremadamente peligroso. Llevaba dos chaquetas - hacía mucha humedad -, y unos calcetines gordos con chanclas. Su pelo blanco y grasiento se escondía debajo de un gorrito marrón y unas gafas empañadas.  Nos guio hasta la zona común, donde nos estuvo contando cómo era su vida allí, mientras Sean, un chico pelirrojo y tímido de Inverness, que la visitaba cada poco tiempo, nos preparaba un té.

Tengo que admitir que, a pesar de lo honorable de la lucha, me sentí intimidada por las condiciones en las que vivía aquella mujer. Incluso las inmigrantes pobres de las barriadas londinenses apreciábamos una cama limpia y una calefacción centralizada. Miré a Laura fijamente mientras ésta escuchaba los últimos escándalos de la carrera armamentística del gobierno británico; cuando se concentraba fruncía el ceño y se mordía el labio inferior. Llevaba su melena oscura recogida en una coleta baja, sus ojos negros estaban despiertos, se notaba que le gustaba estar allí. Ruth esperaba que, con su presencia, jóvenes de todo el mundo siguieran peregrinando al campamento, y así revitalizar la lucha pacifista. Yo creo que se había vuelto un poco loca, aunque la policía la vigilaba, la dejaban pasearse por los alrededores de la base con total libertad. Laura esperaba acabar su doctorado el año próximo, sería libre de ir a donde quisiera, habíamos hablado de Senegal e incluso de Asia, por fin estaríamos juntas en el mismo lugar. Aquel fin de semana, nuestro último como pareja, follamos durante todo el domingo. Por la mañana, en su cocina, mientras el café salía poco a poco. Chup. Chup. En la ducha. En su cama, y en el sofá. Benditos domingos, compartidos.

Los domingos que no compartíamos, solía trabajar para ganarme unas horas aquí y allá, y canjearlas más adelante.  Si no, probablemente, me pasaba la mañana durmiendo. Tuviera o no resaca, siempre me levantaba sobre las 12 h30, me hacía unos huevos con unas tostas de pan de molde – oh dios mío - ya ni hacía el esfuerzo de hacer mis huevos rancheros. Siempre me arrepentía de fumar de más, la flema se posaba en mi garganta y no me dejaba durante un par de días. A veces, me adentraba en el mundo tenebroso de los portales online de trabajo, y exorcizaba mi CV antes de darle a enviar. Tenía veintisiete años, cuando muchos a mi edad se quitaban la vida, yo sentía que no había empezado a vivirla. Me la pasaba esperando una próxima oportunidad, un evento próximo, una futura visita, pero ¿qué pinche vida era ésta?

Algún domingo de los que libraba, hacía Skype con mi mamá. Pocos meses atrás había salido del armario, y le había presentado a Laura. Ja. Justo a tiempo. Lo mío – mi sexualidad - había sido algo fluido, aunque siempre me rodeé de lesbianas, alguna vez había probado varón. Ja.

El domingo después del suceso, mi mamá no me llamó. Mi hermano andaba en problemas, aun no sabíamos de qué tipo. Aquel drama familiar disfrazaba mi drama personal, pero no aguanté más, y a los 7 días, 2 horas y 35 minutos de que las puertas del Calendonian Sleeper se cerraran, le confesé, en medio de un ataque feroz de insomnio, que estaba sola. Muchos amigos me habían felicitado: uf, qué bien, te libraste de esa doctora; era una soberbia, ahora eres libre de hacer lo que te dé la gana; ya no tendrás que gastarte una libra más en trenes mi Jime, J, Xi, tenían mil maneras de llamarme. Lo cierto es que estaba perdida. Los cimientos de mi vida se basaban en la espera de un futuro trabajo que no llegaba, de una vida en pareja que ya no iba a tener, y de una estabilidad emocional que no hacía nada por alcanzar. Era una enferma del futuro, con un pasado que ya no me interesaba, y un presente del que no era consciente. Aquella noche Laura tampoco me escribió.

***

Abrí los ojos en cuanto los primeros tonos de mi alarma sonaron. Los nervios no me habían dejado dormir, llevaba cuarenta días sin verla. Encendí la radio, pero enseguida cambié a Spotify, los ingleses amaban la música de los 70s los sábados por la mañana, yo no la soportaba. Cuando visitaba a Laura, sacaba mi latinidad, no es que en mi día a día la escondiera, pero lo cierto era que aparte de ella y Carlos no hablaba español con nadie más. Me apetecía escuchar una cumbia con tintes electrónicos, me ponía de buen humor. Me miré al espejo, de cerca, mis cejas estaban hechas un desastre, mi piel mulata se veía seca y descuidada, el año que viene me cuidaría más, me dije. Normalmente hubiera viajado el viernes por la noche, un jueves con suerte, pero Laura estaba ocupada escribiendo un artículo que tenía que presentar en una conferencia. Bueno, en realidad, ya habíamos acordado “hablar” de “nuestra relación”, por lo que aquello, pensaría más adelante, era una sentencia de muerte. En la duración del trayecto que separaba la capital de la periferia solía dormir, escuchar música o leer algún libro. En aquel momento, me estaba leyendo un libro de Lucía Berlín, una mujer reloca pero maravillosa, alcohólica, sufridora. Era un libro deprimente, pero vivo, la tipa me daba un poco de envidia, para bien o para mal vivía todo con intensidad, y no creo que supiera lo que era esperar, aunque solo fuera porque estaba etílica. Envié un mensaje a Laura a mitad de camino - ya llego- le escribí junto a un Emoji.

De manera excepcional, Laura me estaba esperando en la estación, la vi más delgada, nerviosa, más bonita de lo normal – me tendría que haber depilado las cejas, mierda-. Nuestros primeros besos fueron tentativos, hasta que yo la paré y la abracé con fuerza, como de despedida. Fuimos a comer a un restaurante vegano, paseamos por el centro, entramos en el Centro de Arte Contemporáneo, mi sitio favorito de Glasgow, y bebimos cerveza hasta que no nos apeteció beber más. Caminamos en silencio, cogidas de la mano, por aquellas calles húmedas y grises. Nos cruzamos con un par de corredores, que enfrentaban la bajada de temperaturas con una malla corta y una camiseta de promoción – sangre fría la de los escoceses.

Llegamos a casa, la calefacción estaba encendida. La regla número uno de las relaciones a distancia era tener sexo en los días compartidos, a veces se sentía una obligación, mentira, recientemente se sentía una obligación, así que cuando llevaba diez minutos entre sus piernas, sabía perfectamente que no le iba a hacer venirse. Dormimos abrazadas, pero un manto de pesadumbre se cernía sobre nuestros cuerpos, la noté insomne, pero me hice la dormida.

En la madrugada, por fin, me lo dijo: No quiero más. Yo solo lloré. En la mañana, me hizo el desayuno, peló un mango y un plátano, los mezclo con kéfir y añadió unos cereales con virutas de chocolate. Mis lágrimas caían solas mientras me esforzaba por tomar una cucharada tras otra. Sentí que me había quedado muda. Aproveché mientras Laura fregaba los platos y ponía una lavadora, y miré el móvil: Roberto me había escrito para explicarme los doscientos WhatsApp del chat del Lady B, una compañera había renunciado, levantando una polvareda a su marcha. Martina, una italiana muy linda con la que me escribía de vez en cuando, me había comentado una de las fotos que había subido de un concierto en Facebook. Le di a me gusta. Mi mamá me había enviado una foto del amanecer desde la terraza de la ciudad que me vio nacer. No le respondí. Entre lloros y silencios, casi pierdo el tren. Laura me acompañó, corrimos calle abajo Hope Street, ja, entré en Tesco y me compré un kit de supervivencia. Me acompañó a la puerta del tren, allí no había ni puesto de seguridad, ni guardias checando, aquella ciudad no podía ser más provinciana. Jime, no me esperes, me dijo. Yo no sabía que no sabía hacer otra cosa.

FIN


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