En mi pecho, el reloj de sangre mide el temeroso tiempo de la espera.
Jorge Luis Borges
No me esperes - me dijo Laura, poco antes de que las
puertas del Caledonian Sleeper se cerraran a las 23 horas 04 minutos. Había
comprado un sándwich de jamón con mayonesa y mostaza, unas chocolatinas y una
Coca-Cola en el Tesco Express de al lado de la estación central; tenía ocho
horas de viaje por delante. Lo intenté, pero no pude recordar el número de
veces que había hecho aquel trayecto. Debían de haber renovado el tren
recientemente ya que las paredes y los asientos aún tenían olor a nuevo. Por
suerte, ahora incluía cargadores USB donde conecté mi teléfono nada más
sentarme. Escribí y borré más de cincuenta veces las primeras líneas de un
mensaje que no le llegué a enviar. No se me daba muy bien expresar mis
sentimientos, y menos por escrito.
Mi primera vez en Glasgow no tuvo nada que ver con ella. Fue
en el verano de 2007, mientras trabajaba de camarera en un Holiday Inn en la
campiña inglesa. Nunca había ganado tanto dinero, y lo (mal)gastaba todo en
sushi y viajes en los pocos fines de semana que me quedaban libres. Desde el
primer instante, me sentí como en casa en aquella ciudad tan tristona,
desconocida en comparación con su vecina, Edimburgo: la ciudad de los
castillos, los empedrados y la magia. Quizás, eran los camareros, que se bebían
tan alegremente los tragos a los que les invitaban los clientes más fieles, como
en el D.F.; o aquella vibra tan liberal de unos, y campechana – por no decir,
pueblerina – de otros, que solo había sentido en Berlín, la ciudad que me vio
besar a una mujer en público por primera vez. En esta visita - ¿la última? -, la ciudad me
daba una despedida fría y acelerada.
Eran las 3h 17 minutos. La parte baja de la espalda me
dolía por mi postura imposible, el aire acondicionado estaba al máximo, y no
sentía los pies. Lamenté no haberme comprado el billete en la cabina con
litera, solo hubiera costado veinticinco libras más, pero yo, pobre y pendeja,
no me lo podía permitir. A las 4h33
conseguí dormirme.
Conocí a Laura en una fiesta de Halloween para lesbianas
de color en el Soho. Ella recién empezaba su doctorado en sociología, y como
yo, exploraba la capital con ojos ávidos y bragueta ligera. La tensión sexual
fue inmediata, el que fuéramos las únicas en nuestros círculos que hablaran
español facilitó la creación de una canal de comunicación intransferible, e
impenetrable por nuestra amigas haitianas, portuguesas y caribeñas. Nos besamos
sudorosas en medio de la pista de baile, la arrastré al baño y la toqueteé
toda, hasta que me dijo que se tenía que ir o perdería su último tren. Llegué a
Londres a las 7h07.
El metro de la capital provoca en los usuarios asiduos
una serie de automatismos que no llevan a error, pim, pam, pum: tres libras
menos en mi ya famélica cuenta bancaria. Me dejé llevar por el tumulto
matutino, olvidándome de mi boca, que pedía a gritos un poco de agua, y del
sándwich aplastado que empezaba a manchar mis bolsillos. Al menos había conseguido no llorar en el
trayecto, y así ahorrarles un espectáculo a mis no-compatriotas, pasajeros del
tren.
Como de costumbre no libraba los lunes después de
visitarla, e iba directa a trabajar tras mi viaje nocturno; arrepintiéndome cuando
mi jefe me miraba con recelo al tomarme el tercer americano. Trabajaba por las mañanas
en un café en Brixton. Lady B era uno de los nuevos sitios hípsters del barrio
que gritaba gentrificación. Aquellos lunes de infierno, mis compañeros solían
cubrirme para escapar antes de que mi turno acabara. Roberto, italiano de 39
años, se dedicó a liarme un cigarrillo tras otro en los descansos - mamma mia
-, repetía a cada poco, conforme le iba contando detalles de los sucesos del
fin de semana. Mentiría si dijera que me pilló por sorpresa. Laura y yo
llevábamos saliendo tres años, dos de los cuales habíamos estado a distancia,
ella en Glasgow y yo en Londres, esperando a que alguna se decidiera por fin a
mudarse, y claramente esa era yo: la pluriempleada, mal pagada; ¿qué más me podía
ofrecer Londres? Me preguntaba Laura cuando caíamos en la tentación de analizar
el porqué de nuestro presente en pausa. Las rupturas no eran, desde luego, un
lugar bonito. Sentía que ya había pasado por eso antes, pero se me había
olvidado de alguna forma, qué sabia es la mente.
En los siguientes días, repetí aquellas once letras en
mi cabeza una y otra vez. No me esperes ¿Acaso la dejada, en este caso yo,
tenía opción de esperarla? ¿Era una espera física, psicológica, total? Yo,
Jimena Sánchez de los Santos, nunca había esperado a nadie. Me sentía, como una
Mrs. Potato a la que le quitaban las piernecitas, y la dejaban sentada sin
chance de salir corriendo. Es curioso el poder de las palabras, a veces pueden
sentenciarte, y yo me revolvía ante esa sentencia injusta. Ni quería esperarla,
ni quería no esperarla, en cualquier caso, era un imperativo odioso, ya que la
decisión la tenía que tomar yo solita.
Era otoño, y a parte de las botas y las cazadoras de
cuero, los bares en Brixton se llenaban de músicos, groupies, fanáticos y
amateurs. Aquel viernes tocaban “Ese & The Vooduu People” en el Rebel Inn,
un bar a veinte minutos de mi casa. Habían pasado cuatro días desde que Laura
me había dejado. Me pagarían por tomar fotos de aquella banda del sur de
Londres, luego tendría que seleccionarlas, retocarlas y subirlas a su página
web; cincuenta libras, no estaba mal. Era camarera por las mañanas, y fotógrafa
por las noches.
En realidad, mis dos trabajos se parecían mucho, eran coreográficos:
mi cuerpo se deslizaba y contorsionaba entre las mesas y la gente. Había cierto
juego de seducción, los hombres solían entrarme, yo solía entrar a las mujeres.
Aquella noche llevaba mis medias de rejilla y una minifalda de cuero negro, de
segunda mano. La camiseta de los Ramones estaba rota por los costados, dejando
ver las tiras de mi único sujetador de encaje - la mayoría de las veces
simplemente no llevaba-. El sonido de los acordes del guitarrista me erizó la
piel. Mientras la música sonaba, cámara en mano, me acercaba y alejaba del
escenario, encuadrando la foto, con la vista fija en la pantalla. Clic. Clic. Me
balanceaba siguiendo el compás. Noté algunas miradas de interés, quizás mi
atuendo estaba teniendo el resultado esperado; aunque otras eran de fastidio,
cuando les tapaba la vista sobre la maravillosa Ese. Su piel negra brillaba en
contraste con la camisola blanca y arrugada que le llegaba hasta el cuello,
llevaba unos pendientes de hojalata con forma de ancla, la correa con la que
sujetaba su guitarra tenía un estampado de cebra. Podría intentar seducirla.
Laura odiaba aquellos estampados de animal print. Mi
estómago se retorció. Salí un momento al patio trasero, y me fumé un cigarro; miré
el móvil, no me había escrito desde el suceso, ni siquiera para saber si había
llegado bien al trabajo, como solía hacer. Aquella noche me tomé un Diazepam. Mi
compañero de piso, Carlitos, un peruano medio dealer, me había dado sus últimas
pastillas contra la ansiedad, era un tesoro.
Mi relación con Londres había sido de amor-odio. Tras mi
primera incursión para aprender inglés, llegué triunfante con una beca del
gobierno, dinero de mis papás en los bolsillos y ganas de cambiar el mundo. No
sabía cómo lo haría exactamente, pero quería contar historias, y las imágenes
me ayudarían a ello. Me gradué de un máster en Comunicación, con honores, pero
mi inglés mediocre, y mi acento latino demasiado obvio, e incorregible, no
ayudaban. Una mujer de Bermudas, Denise, me ofreció trabajo en su galería de
arte. La conocí a través de unas amigas activistas, y aunque ninguna de las dos
pensábamos que aquello funcionaría, nos necesitábamos con urgencia. Su talento
descomunal y olfato artístico habían sido ignorados durante veinte años, lo que
me producía escalofríos, pero su oportunidad había llegado y había abierto las
puertas de una pequeña galería para apoyar a artistas de color e inmigrantes; “las
miradas ignoradas”, había escrito un dominical con razón de la inauguración. Los
turnos se alargaban fácilmente diez de horas. Por suerte, los jueves, viernes,
y sábados, tras cerrar las puertas, nos servíamos un par de vasos de buen ron
caribeño, que a veces Denise aliñaba con ingredientes secretos que guardaba en
un rincón de la cocinilla, en la parte trasera de la galería. Nos sentábamos en
el banco de madera roída que quedaba en la entrada, contándonos la vida, fue de
las primeras personas a las que hablé de Laura. A los seis meses, sin embargo,
Denise me dijo que la situación económica no le permitía mantener mi sueldo así
que mudé con Laura, dejando mi preciado piso de estudiante, y aun sabiendo que pronto
se marcharía a seguir su doctorado en la Glasgow Caledonian University. En
retrospectiva, todo se torció.
La última vez que la había visitado – antes del suceso - había
sido bonito, esos románticos últimos días de verano. La lluvia nos acompañó
durante todo el fin de semana, sorpresa. El sábado visitamos con unos amigos de
Laura el campamento de paz de Faslane, a unos veinticinco kilómetros de Glasgow,
al lado de una base naval donde se custodiaban armas nucleares, y que activistas
de todo el mundo habían ocupado intermitentemente desde 1982. Dan, un chico
local que había organizado la excursión había participado en las protestas
pacifistas en la región desde que tenía uso de razón; conocía a Ruth, la más
veterana – y única en aquel momento - de los habitantes del campamento que no
era más que un montón de chatarra. Autobuses, tractores, coches con colchones podridos
dentro, casetas de madera pintadas de colores, y una zona común con una cocina
básica. La única fuente de calor en todo
el complejo era una estufa de hierro, del siglo pasado, probablemente. Ruth nos
recibió en la entrada, justo a un metro de la carretera, lo que hacía que parar
con el autobús allí fuera extremadamente peligroso. Llevaba dos chaquetas - hacía
mucha humedad -, y unos calcetines gordos con chanclas. Su pelo blanco y
grasiento se escondía debajo de un gorrito marrón y unas gafas empañadas. Nos guio hasta la zona común, donde nos estuvo
contando cómo era su vida allí, mientras Sean, un chico pelirrojo y tímido de
Inverness, que la visitaba cada poco tiempo, nos preparaba un té.
Tengo que admitir que, a pesar de lo honorable de la
lucha, me sentí intimidada por las condiciones en las que vivía aquella mujer.
Incluso las inmigrantes pobres de las barriadas londinenses apreciábamos una
cama limpia y una calefacción centralizada. Miré a Laura fijamente mientras ésta
escuchaba los últimos escándalos de la carrera armamentística del gobierno
británico; cuando se concentraba fruncía el ceño y se mordía el labio inferior.
Llevaba su melena oscura recogida en una coleta baja, sus ojos negros estaban
despiertos, se notaba que le gustaba estar allí. Ruth esperaba que, con su
presencia, jóvenes de todo el mundo siguieran peregrinando al campamento, y así
revitalizar la lucha pacifista. Yo creo que se había vuelto un poco loca, aunque
la policía la vigilaba, la dejaban pasearse por los alrededores de la base con
total libertad. Laura esperaba acabar su doctorado el año próximo, sería libre
de ir a donde quisiera, habíamos hablado de Senegal e incluso de Asia, por fin
estaríamos juntas en el mismo lugar. Aquel fin de semana, nuestro último como
pareja, follamos durante todo el domingo. Por la mañana, en su cocina, mientras
el café salía poco a poco. Chup. Chup. En la ducha. En su cama, y en el sofá.
Benditos domingos, compartidos.
Los domingos que no compartíamos, solía trabajar para
ganarme unas horas aquí y allá, y canjearlas más adelante. Si no, probablemente, me pasaba la mañana
durmiendo. Tuviera o no resaca, siempre me levantaba sobre las 12 h30, me hacía
unos huevos con unas tostas de pan de molde – oh dios mío - ya ni hacía el
esfuerzo de hacer mis huevos rancheros. Siempre me arrepentía de fumar de más,
la flema se posaba en mi garganta y no me dejaba durante un par de días. A
veces, me adentraba en el mundo tenebroso de los portales online de trabajo, y
exorcizaba mi CV antes de darle a enviar. Tenía veintisiete años, cuando muchos
a mi edad se quitaban la vida, yo sentía que no había empezado a vivirla. Me la
pasaba esperando una próxima oportunidad, un evento próximo, una futura visita,
pero ¿qué pinche vida era ésta?
Algún domingo de los que libraba, hacía Skype con mi mamá.
Pocos meses atrás había salido del armario, y le había presentado a Laura. Ja.
Justo a tiempo. Lo mío – mi sexualidad - había sido algo fluido, aunque siempre
me rodeé de lesbianas, alguna vez había probado varón. Ja.
El domingo después del suceso, mi mamá no me llamó. Mi
hermano andaba en problemas, aun no sabíamos de qué tipo. Aquel drama familiar
disfrazaba mi drama personal, pero no aguanté más, y a los 7 días, 2 horas y 35
minutos de que las puertas del Calendonian Sleeper se cerraran, le confesé, en
medio de un ataque feroz de insomnio, que estaba sola. Muchos amigos me habían
felicitado: uf, qué bien, te libraste de esa doctora; era una soberbia, ahora
eres libre de hacer lo que te dé la gana; ya no tendrás que gastarte una libra más en trenes mi Jime, J, Xi, tenían mil maneras de llamarme. Lo cierto es que
estaba perdida. Los cimientos de mi vida se basaban en la espera de un futuro
trabajo que no llegaba, de una vida en pareja que ya no iba a tener, y de una
estabilidad emocional que no hacía nada por alcanzar. Era una enferma del
futuro, con un pasado que ya no me interesaba, y un presente del que no era
consciente. Aquella noche Laura tampoco me escribió.
***
Abrí los ojos en cuanto los primeros tonos de mi alarma
sonaron. Los nervios no me habían dejado dormir, llevaba cuarenta días sin
verla. Encendí la radio, pero enseguida cambié a Spotify, los ingleses amaban
la música de los 70s los sábados por la mañana, yo no la soportaba. Cuando visitaba
a Laura, sacaba mi latinidad, no es que en mi día a día la escondiera, pero lo
cierto era que aparte de ella y Carlos no hablaba español con nadie más. Me
apetecía escuchar una cumbia con tintes electrónicos, me ponía de buen humor.
Me miré al espejo, de cerca, mis cejas estaban hechas un desastre, mi piel
mulata se veía seca y descuidada, el año que viene me cuidaría más, me dije.
Normalmente hubiera viajado el viernes por la noche, un jueves con suerte, pero
Laura estaba ocupada escribiendo un artículo que tenía que presentar en una
conferencia. Bueno, en realidad, ya habíamos acordado “hablar” de “nuestra
relación”, por lo que aquello, pensaría más adelante, era una sentencia de
muerte. En la duración del trayecto que separaba la capital de la periferia solía
dormir, escuchar música o leer algún libro. En aquel momento, me estaba leyendo
un libro de Lucía Berlín, una mujer reloca pero maravillosa, alcohólica,
sufridora. Era un libro deprimente, pero vivo, la tipa me daba un poco de
envidia, para bien o para mal vivía todo con intensidad, y no creo que supiera
lo que era esperar, aunque solo fuera porque estaba etílica. Envié un mensaje a
Laura a mitad de camino - ya llego- le escribí junto a un Emoji.
De manera excepcional, Laura me estaba esperando en la estación,
la vi más delgada, nerviosa, más bonita de lo normal – me tendría que haber
depilado las cejas, mierda-. Nuestros primeros besos fueron tentativos, hasta
que yo la paré y la abracé con fuerza, como de despedida. Fuimos a comer a un
restaurante vegano, paseamos por el centro, entramos en el Centro de Arte
Contemporáneo, mi sitio favorito de Glasgow, y bebimos cerveza hasta que no nos
apeteció beber más. Caminamos en silencio, cogidas de la mano, por aquellas calles
húmedas y grises. Nos cruzamos con un par de corredores, que enfrentaban la
bajada de temperaturas con una malla corta y una camiseta de promoción – sangre
fría la de los escoceses.
Llegamos a casa, la calefacción estaba encendida. La
regla número uno de las relaciones a distancia era tener sexo en los días
compartidos, a veces se sentía una obligación, mentira, recientemente se sentía
una obligación, así que cuando llevaba diez minutos entre sus piernas, sabía
perfectamente que no le iba a hacer venirse. Dormimos abrazadas, pero un manto
de pesadumbre se cernía sobre nuestros cuerpos, la noté insomne, pero me hice
la dormida.
En la madrugada, por fin, me lo dijo: No quiero más. Yo
solo lloré. En la mañana, me hizo el desayuno, peló un mango y un plátano, los
mezclo con kéfir y añadió unos cereales con virutas de chocolate. Mis lágrimas
caían solas mientras me esforzaba por tomar una cucharada tras otra. Sentí que
me había quedado muda. Aproveché mientras Laura fregaba los platos y ponía una
lavadora, y miré el móvil: Roberto me había escrito para explicarme los doscientos
WhatsApp del chat del Lady B, una compañera había renunciado, levantando una
polvareda a su marcha. Martina, una italiana muy linda con la que me escribía
de vez en cuando, me había comentado una de las fotos que había subido de un
concierto en Facebook. Le di a me gusta. Mi mamá me había enviado una foto del
amanecer desde la terraza de la ciudad que me vio nacer. No le respondí. Entre
lloros y silencios, casi pierdo el tren. Laura me acompañó, corrimos calle
abajo Hope Street, ja, entré en Tesco y me compré un kit de supervivencia. Me
acompañó a la puerta del tren, allí no había ni puesto de seguridad, ni
guardias checando, aquella ciudad no podía ser más provinciana. Jime, no me
esperes, me dijo. Yo no sabía que no sabía hacer otra cosa.
FIN
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