martes, 9 de marzo de 2021

Relato musarañas requetecorregido

 

Una hora y media al día, 45 horas en un mes, 540 horas cada año, 18.900 horas en mis 35 años de vida. Ese es el tiempo que he gastado esperando, pero he tomado una decisión: no voy a volver a esperar nunca más.

Confieso que plantearme este cambio de hábitos no ha sido el resultado de un proceso intelectual, sino que, como tantas otras cosas, proviene de un calentón. Tuve una incidencia con mi compañía telefónica. Decidí intentar solventarla llamando al centro de atención al cliente. Craso error. Dos horas después, colgaba el móvil. Por supuesto, mi problema no estaba solucionado y había pasado la tarde escuchando odiosas melodías mientras los diferentes departamentos se transferían mi llamada en un juego desesperante. A ellos poco les importaba. Total, cobran por hacernos perder el tiempo, pero yo había malgastado la tarde entera. Mi tarde. Las únicas horas de tranquilidad que tengo a lo largo del día.

Por eso mismo decidí calcular, aunque fuera aproximadamente, todo el tiempo vacío, desperdiciado, pasado en suspenso, a la espera de que algo sucediera. Sabía que iba a ser mucho, pero nunca hubiera imaginado que más de dos años de mi vida habían transcurrido en stand by. Esto era intolerable. He vivido inmerso en una sensación de improductividad eterna. Siempre estirándole horas al día, por ello no podía permitirme ese derroche y tuve que ponerle una solución.

 

Lo primero de todo fue definir qué es esperar, o más bien, delimitar la espera que deseaba eliminar. Pensé en escribirle un tweet a Pérez Reverte, para que me ayudase a clarificar el término, pero claro, habría de esperar una respuesta que, seguramente y con razón, nunca llegaría. Por ello, decidí saltarme a los intermediarios y me dirigí directamente al diccionario de la RAE. En él, figuraban seis definiciones diferentes para la acción de esperar. Sin embargo, solo una se ajustaba a lo que yo estaba buscando: no comenzar a actuar hasta que suceda algo.

Esa inacción, esa pausa forzada y pegajosa como tela de araña, era contra la que debía luchar. Pero, al reflexionar sobre el tema, me di cuenta de que mientras esperamos, no permanecemos estáticos. Una persona puede estar esperando un tren, a que termine una caída, que se suba un archivo a Internet o el regreso de una hija y, por el contrario, no parar de hacer cosas. Ahí está el quid de la cuestión. Hacemos cosas que no haríamos si no estuviéramos esperando, cosas cuya finalidad no es otra que la de matar el tiempo. Expresión que, por otra parte, siempre me ha resultado irónica, pues en realidad es el tiempo el que nos acaba matando a todos.

Ahí lo vi claro. Tenía que lograr rellenar los huecos de mis días con actividades que me aportaran algo, que yo realmente quisiera hacer. Aquellos actos para los que nunca encontraba el momento y que me frustraba no poder realizar iban a ser el cemento que cubriera mis esperas, dando consistencia  a mi vida. No parecía tan difícil, solo era cuestión de organizarse y planificar.

Estaba tan emocionado que, en cuanto Clara entró por la puerta, fui directo a decírselo.

—Me parece muy bien, a ver si así dejas de perder el tiempo en el sofá y podemos hacer más cosas juntos. Pero, por favor, ¿me permites ir al baño y quitarme el abrigo? Luego me lo cuentas tranquilamente.

Ya acomodada, se sentó a mi lado. Tras explicarle a grandes rasgos mi plan, llegamos a la conclusión de que lo mejor era hacer una lista con las esperas evitables. Además, debía identificar las actividades que realizaba cuando esperaba y buscar otras compatibles que me aportaran valor. Mientras debatíamos sobre el tema, me sentí como un visionario. Cuando mi plan funcionara debería de escribir un libro de autoayuda y hacerme rico. ¡Cuánta soberbia cabe en la estupidez! Unas horas después, recabando información para mi gran proyecto, me topé con unas palabras que me pusieron los pies en el suelo: “Obra así, querido Lucilio: reivindica para ti la posesión de ti mismo, el tiempo que hasta ahora se te arrebataba, se te sustraía o se te escapaba recupéralo y consérvalo.”  Era el inicio de las Epístolas morales a Lucilio escritas por Séneca hace casi dos mil años. Yo no había inventado nada, pero como entonces aún no lo sabía, levanté mi autosatisfecha mirada hacia Clara y continué la conversación.

—El ascensor y el transporte público se van a acabar, a partir de ahora subiré y bajaré por las escaleras.  Gastaré más el coche. Se terminó helarme de frío mientras el autobús decide si le apetece llegar a la hora.

—Y también podrías hacer la cena, así te ahorras estar esperando mientras yo la preparo.

—O aprovecho ese ratito para meter en mi bandolera las cosas del trabajo, así no voy tan apurado por la mañana —dije sonriéndole.

—¡Qué morro tienes!

Tras un amplio análisis, logré elaborar un listado de aquellas actividades cotidianas que me forzaban a esperar. De esta manera, me di cuenta de que, tanto el transporte, como los anuncios televisivos, eran los principales problemas a solucionar, seguidos, muy de cerca, por las colas y los trámites, tanto telefónicos como presenciales. Ya tenía identificado al enemigo, a los vampiros que me succionaban la vida, o el tiempo; en el fondo es lo mismo. Sólo me quedaba elaborar un plan para vencerlos.

No se puede acudir a una batalla sin armas ni aliados y, si quería lograr mi propósito, debía encontrarlos. Por suerte, existen muchos recursos con los que, si eres previsor y vas preparado, ser capaz de aprovechar tu tiempo. Siempre que pudiera trabajar, leer o escuchar algo de mi interés transformaría la espera en utilidad. Por ello, decidí sacarle todo el partido a mi móvil, un centro de operaciones portátil que, bien gestionado, me permitía acceder, en cualquier sitio, a una cantidad de información casi infinita. A pesar de todo, le faltaba el tacto y el encanto necesarios para leer textos largos. Para ese fin concreto siempre iba a preferir el papel. También estimé imprescindible comprar unos auriculares bluetooth a través de Internet con los que poder escuchar mis podcasts favoritos en cada momento de pausa. A la mañana siguiente los tenía en casa, y junto a un libro como mínimo y el teléfono, se unieron a mi aventura, convirtiéndose en una extensión de mi mismo.

Los próximos días pude ceñirme al plan bastante bien. El uso de las escaleras me activaba y en el coche sonaba siempre un podcast sobre productividad al que estaba enganchado. Así, en vez de perder el tiempo en cada semáforo, aprovechaba para aprender sobre cómo volverme más eficiente. La lectura de la novela de Michael Ende,  Momo, me acompañó cada vez que tuve una pausa medianamente larga. Eso sí, siempre que el sonido ambiente no fuera excesivo y me impidiera concentrarme. El ruido también era un problema en los momentos en los que decidía contestar desde el móvil los correos del trabajo. Muchas veces me era imposible prestar atención. Uno no se da cuenta de lo que las personas gritan hasta que intenta ignorarlas activamente. Por fortuna, todo tiene solución. Con mis nuevos y nada baratos auriculares, me aislaba del mundo escuchando chill out (¿en cursiva?), hecho en base a la música de Star Wars. Sí, parece un poco friki, lo sé, pero al cabo de unos pocos segundos el bullicio de mi alrededor se había convertido en la arena del planeta Tatooine, y yo ya estaba listo para sumergirme en mis tareas. Por desgracia, no siempre podía privarme completamente del oído. En los casos en que debía escuchar al mundo exterior, aunque fuera de fondo, rompía mi burbuja quitándome un auricular y volvía a reproducir mis podcasts. Todo parecía controlado, pero no lo estaba.

Tenía la sensación de que mi dependencia del teléfono móvil se había incrementado. Lo usaba constantemente, como había previsto, pero en la mayoría de casos acababa atrapado, consumido en tonterías sin interés que no me aportaban nada. Alguien se estaba apropiando de mis esperas, y no hacía falta ser muy listo para darse cuenta de que ese alguien eran las redes sociales.

                              

Me acosté rumiando aquello. Sabía que aquel universo paralelo de likes y fotos ejercía demasiada atracción sobre mí, pero en el mundo actual, son el medio para proyectar tu imagen y relacionarte.

Podría decirse que las redes sociales fueron herramientas destinadas a acabar con la espera. En un primer momento, su uso se limitaba a espacios vacíos en los que no teníamos nada mejor que hacer que consultar esa ventana por donde espiábamos las vidas de otros. No obstante, eso fue solo el comienzo, porque a través de la pantalla también éramos observados. Poco a poco, todo lo que veíamos se fue modificando con un solo propósito: atrapar nuestra atención. Empezó a alimentarse de nuestro tiempo, induciéndonos a encontrar cada vez más momentos en los que usarlas. Momentos que se llenaban, a su vez, de nuevas esperas: a ver si gusta nuestra última foto o tweet, si responden a nuestros comentarios o a la opinión de nuestro vecino sobre una noticia. De esta manera, han conseguido mantenernos en espera cada vez más y más tiempo, pasando de ser una posible solución a agrandar el problema.

Esta evolución me recuerda a un parásito nematodo que infecta a saltamontes y mantis religiosas. Cuando estos insectos beben aguas contaminadas, en ocasiones, consumen las larvas del parásito. Una vez en su interior, este gusano comienza a crecer entre los recovecos que deja el cuerpo de su hospedador, pero no le vale solo con crecer. El gusano se expande hasta convertirse en adulto, y en ese instante necesita regresar al agua para reproducirse. Esto lo consigue emitiendo sustancias que afectan al cerebro de su “casero”, produciéndole una intensa sed. Cuanto mayor es el parásito, más sed produce. Al final, su portador es solo un recipiente relleno por el nematodo. Un recipiente con una sed tan terrible que acaba saltando y muriendo ahogado en el primer charco que encuentra. Ahí es cuando, del cadáver, emerge un gusano mucho más largo que el despojo que deja atrás. De una forma muy similar nos tratan estas redes. Nos generan una necesidad de consumirlas cada vez mayor. Esto nos obliga a pasar más y más tiempo conectados, hasta que, finalmente, frente a la pantalla solo queda el reflejo de personas vacías, ahogadas en un mar de likes, viviendo solo para y a través de sus perfiles. Mientras, otros se lucran a su costa, sin pensar en lo que pueda suceder con los seres a los que han infectado y dejan atrás, abandonados a su suerte.

 

Al cabo de dos semanas eché cuentas de mis progresos. En la mayoría de las jornadas había logrado reducir la hora y media de espera diaria inicial a tan solo 15 minutos. Me había costado alguna pequeña renuncia, como distanciarme de aquellas amistades  egoístas que siempre llegaban tarde. Sin embargo, no era suficiente. Había una serie de actividades que se me resistían. Una eran los anuncios de la tele y las plataformas de audio, especialmente si estaba con Clara. Por una parte, me parecía feo ponerme los auriculares en cada pausa publicitaria. Por otra, en la mayoría de ocasiones no hablábamos ni hacíamos nada más que ver la pantalla o el móvil. Pensé que debía ponerme de acuerdo con ella para solucionarlo, planificar de antemano en qué paradas hablar y en cuáles centrarnos en nuestros asuntos. De todas formas, preferí esperar unos días para plantear esa charla porque Clara estaba un poco de uñas desde la última discusión.

No fue nada grave, un desencuentro sin importancia. Todo empezó cuando le sugerí que debíamos empezar a hacer la compra online, así podríamos ahorrarnos esperar turno para que nos prepararan la carne y el pescado, además de la cola para pagar.

      ¿Y el pastón que te cobran por llevártelo a casa qué? Ya sabes que no vamos bien de dinero.

      No es demasiado caro, y si tanto te molesta pagar unos pocos euros porque nos traigan la compra quizás deberías hacerla tú, así solucionamos el problema y encima gratis —le repliqué molesto.

      ¡Qué vaya yo! Ya me tienes harta. Al final soy yo quien acaba sufriendo esta tontería que te ha dado ahora. ¡Uy, esto me obliga a esperar, no pasa nada, pagamos para que nos lo haga alguien o ya se ocupa Clara! Cada vez que requiero tu atención me toca esperar a que el niño termine lo que esté haciendo. Al final todo el tiempo que ganas tú lo acabo perdiendo yo. ¿Es qué no te das cuenta? No es sano tener todos los instantes ocupados y planificados, no lo es. Las parejas también viven de las esperas compartidas. Ahí surgen conversaciones, se expresan los miedos, la impaciencia, la complicidad o, simplemente, se disfruta de la compañía del otro sin un propósito concreto. Esos son los instantes que dan magia a la vida.

      Pensé que me apoyabas en esto —le repliqué dolido.

      Lo he intentado, pero no sabía que fueras a ser tan tremendamente egoísta. Y una cosa más te voy a decir: todos tenemos un límite y yo estoy llegando al mío. —Dicho esto se fue dando un portazo.

Definitivamente, no era una buena idea tratar el tema hasta que se calmasen las aguas. Tampoco importaba, se le pasaría, siempre se le pasaba. Cuando entrara en razón podríamos solucionarlo, estaba seguro. Mientras tanto, decidí retomar el problema de escapar de los hilos de las redes sociales. Las migajas de conocimiento que me aportaban se deshacían entre el océano de tiempo que me obligaban a consumir, o peor aún, me hacían querer desperdiciar.

Aun así, cuando finalmente me decidí a desaparecer del mundo virtual, no pude evitar echar una última ojeada. Entre fotos de gatitos y vidas perfectas, vi una publicación que podía ser interesante. Era un artículo de una revista de ciencia que me gustaba seguir. Su título: “Pensando en las musarañas”. En él descubrí que este curioso animal había logrado, por necesidad, lo que yo intentaba conseguir por orgullo: Vencer a la espera.

Las musarañas parecen pequeños ratones narigudos, pero muchos de sus rasgos son poco usuales. El que más me llamó la atención es que siempre están a un máximo de cuatro horas de morir de hambre. Su metabolismo es tan rápido que necesitan alimentarse constantemente. Viven solo un paso por delante del fin. Si se alimentaran de plantas, podría ser un problema menor pero, para su desgracia, son carnívoras. Ello implica la necesidad de estar matando sin parar, cazando cada dos o tres horas, sea de día o de noche, invierno o verano, estén sanas o enfermas. No pueden esperar, no pueden tener un momento vacío. Esta es su maldición y, a la vez, consigue dotar a su existencia de una intensidad que yo envidio. Son incapaces de vivir cada día como si fuera el último, un día es una eternidad.  Para ellas, cada hora podría ser la última. Se han librado de toda espera, hasta de la espera de la muerte. Incluso sus agonías son fugaces, pues la pérdida, las desilusiones o el fracaso pasan frente a ellas a gran velocidad, como coches en una autopista. Lo tuve claro, había encontrado a mi daimonion, a mi animal totémico, y pensaba ser digno de él. Cerré la ventana y me dispuse a borrar mis cuentas. No me paré un instante a reflexionar sobre ello o lamentarme. No sería propio de mí.

Desde ese instante sigo perfeccionando mi rutina. Eliminar la espera es ahora el único pensamiento que ronda mi cabeza. Conseguir rellenar cada instante de tu vida es como una droga. Te vuelves adicto. Cada vez necesitas más y más. Pierdes tolerancia a cualquier pausa. Desarrollas aversión a los instantes vacíos. Muchas actividades que antes te llenaban las descubres ahora veteadas de microparéntesis. Te molestan las conversaciones con los demás. Lo que tardan en responder a tus frases o, lo que es peor, a terminar de hablar. No nos engañemos, en la mayoría de conversaciones nos limitamos a esperar a que la otra persona se calle para hablar nosotros. Por suerte, en esto también es capaz de ayudarnos la tecnología. He descubierto que es posible acelerar la velocidad de reproducción de podcasts y audiolibros. Se oyen las voces un poco como si fueran pitufos, pero vale la pena.

Todo mi entorno está cambiando. Elaboro interminables listas de tareas por hacer. La casa brilla, todo está limpio, los agujeros de la pared tapados, las puertas lacadas. Hasta he colgado unas estanterías suecas con forma de cubo que llevaban años en sus cajas. Al poco tiempo, la perfección inunda cada esquina, empero, no es suficiente. Aún puedo mejorar los muebles, cambiar baldas, moverlos de sitio... Ese criterio estético fluido, en el que nada se queda igual, encaja perfectamente con mi nueva vida. A veces pienso que a Clara le encantaría, pero la verdad es que últimamente no nos vemos casi y hablamos todavía menos.

Las cosas no solo van bien en el ámbito doméstico. En la oficina nunca he sido tan productivo. Creo que están pensando en ascenderme. Me parecería justo. Saco mucha más faena en mis horas laborables, y cada rato libre lo aprovecho para teletrabajar desde casa, así adelanto y llego a mi puesto con todo preparado. Solo me detengo para observar a la gente a través de la ventana de mi despacho. He de confesar que a veces los miro por encima del hombro, pero es que no son miembros de mi club, son como niños jugando a vivir, derrochando su tiempo sin ser conscientes de ello. Como diría la Reina Roja de Lewis Carroll, corren a toda velocidad para quedarse en el mismo sitio. Por suerte, estas reflexiones son fugaces. No debo permitírmelas. Me he dado cuenta de que 8 horas de trabajo no son suficientes. Si quieres rendir, rendir de verdad, necesitas un empujón extra y no distraerte con tonterías.

Pero no todo son ventajas. Estoy acumulando estrés. Nada que no pueda manejar. Antes de iniciar mis quehaceres salgo a correr. No mucho, 40 minutos. No aguanto más a buen ritmo, pero me activa y voy alargando los tiempos poco a poco. También me he instalado una barra para hacer dominadas en la pared de mi despacho. Una serie de 10 cada vez que entro o salgo. A veces finjo haber olvidado algo en esa habitación solo para ejercitarme un poco más. Antes de cenar hago bodycombat en el salón. Me pongo unas clases en la tele. Mejor que ir al gimnasio, aprieto un botón y ya estoy en medio del entrenamiento. Es genial. La verdad es que me encuentro bien. Me miro al espejo y me veo sano, fibroso. ¡Joder, nunca había estado tan bueno! A veces me aparece un tic en el ojo. Se me abre y cierra el parpado rápido, como con una pulsión. Si ese es todo el peaje a pagar por ser el dueño de mi vida me parece barato. No le doy más importancia.

 

 

Hace días que no veo a Clara. Creo que ha salido de viaje. Probablemente me lo dijo mientras tenía la cabeza en otra parte. Últimamente lo hace mucho y me irrita. Siempre me habla cuando estoy haciendo algo. En realidad no le dejo otra opción. Aunque también podríamos programar los momentos para conversar con antelación. Si me aclara por la mañana, o después de comer, en qué anuncios de la serie estaría bien hablar, yo lo organizaría O si prefiere antes de la ducha, o cuando ella quiera. Solo le digo que sea previsora. Creo que no es pedir demasiado.

 

 

Ya ha pasado toda la semana y no he tenido noticias suyas. Le he escrito whatsapps. La he llamado varias veces y eso que odio esperar a que la otra persona conteste. Hasta he contactado con sus padres. Estuvieron muy secos conmigo. Solo dijeron que no sabían nada de su hija. Que debería saberlo yo. No le di más vueltas, seguro que volvía.

 

 

Esta tarde, limpiando debajo del zapatero, he visto una nota. Debía de llevar tiempo ahí. Probablemente se voló al abrir la puerta de la calle. Al cogerla, compruebo que está marcada con cinco palabras, cinco palabras con la caligrafía sencilla, casi infantil de Clara, cinco palabras con un mensaje: Me he cansado de esperar.

¿Qué quería decir con eso? Yo también estoy harto de esperar. Por eso he decidido cambiar mi vida. Nuestra vida. Bueno, mi vida. No, nuestra vida. Si ella hubiera querido… En fin, no pasa nada. No voy a perder el tiempo lamentándome, tengo mucho que hacer. Así habrá menos distracciones. Quizás ahora pueda lograr mi objetivo.

 

He de reconocerlo. Desde que se fue Clara, me he vuelto un poco obsesivo. Tal vez demasiado. He dejado de ver películas. ¿Cómo podía disfrutar con Lars Von Trier o Kurosawa? Con ellos, te pasas horas esperando a que algo suceda. Me cambié a las series, luego a las sitcoms de 20 minutos por capítulo. Puedes verte dos o tres episodios en vez de uno, es mucho más productivo. Al final veo vídeos de Youtube. Aprendo y son puro contenido. No dejan un segundo hueco. Algo parecido me ha pasado con la lectura. De las novelas, he pasado a los ensayos, luego a las noticias y, finalmente, me conformo con los titulares. He llegado a un estado en el que me molestan los puntos y aparte. Me horrorizan esos espacios en blanco, esas esperas entre párrafos, ese vacío existencial literario. Incluso los puntos y seguido me empiezan a parecer desagradables y, debido a ello, he decidido pasar también de las noticias y releer una novela, la única que conozco que me sigue pareciendo medianamente soportable, y no es otra que Los santos inocentes, obra cumbre de la literatura, escrita por el gran Miguel Delibes, con solo seis puntos, una virguería, la misma que estoy hojeando ahora mismo mientras cuento mi historia y camino hacia el trabajo, y reto a cualquiera a que me defienda que los hombres no somos capaces de hacer dos cosas al mismo tiempo, podemos hacer incluso tres, y esta es la prueba de ello, solo hace falta planificarse y no desperdiciar ni una micra de tu tiempo, especialmente si…

Un crujido viscoso me saca de la espiral de mis pensamientos. Un sonido desagradable, en realidad no lo oigo, lo siento a través de los huesos, como si algo se hubiera roto dentro de mí. Acabo de pisar algo, algo vivo y que probablemente ya no lo está. Noto el bulto bajo la planta del pie. No es un insecto, es algo más grande. En este preciso instante soy consciente, por primera vez en mucho tiempo, del mundo que me rodea, la gente que pasa a mi lado ajena al pequeño drama que estoy viviendo, las hojas marrones en los árboles como funambulistas condenados, la brisa sucia de la ciudad, la casa perfectamente vacía que me espera. Con un movimiento de cabeza me sacudo aquellos pensamientos. Bajo la vista y, sin casi atreverme a mirar levanto mi Martinelli para descubrir, aplastada contra la acera, una musaraña. Tiene el cuerpo destrozado, sufre convulsiones y espasmos, o quizás puede que no sean movimientos involuntarios. Parece que con su pata fracturada, intenta arrastrarse para alcanzar un trocito de hamburguesa caída junto a su costado.

Ella no puede esperar.

No hay comentarios:

Publicar un comentario

A mos redó - Na Jordana (alternativa, hasta con 3 adjetivos, para el ej. Nº12)

  A mos redó - Na Jordana Los veo, ¿me veo?, casi todas las mesas de la terraza ocupadas, son vecinos del barrio, aquí es raro ver turista...